Dios le reveló al ser humano la verdad que debía conocer para que supiera quién es Él (Dios) y quién es el ser humano: de dónde viene, para dónde va, qué vino a hacer en este mundo, etc. Esto es lo que se llama la Revelación universal, Depósito de la Fe, y también, Palabra de Dios y, para que esa Revelación fuera custodiada, fundó la Iglesia Católica que, además, se encarga de enseñarla a sus hijos.
«Sépanlo bien: nadie puede interpretar por sí mismo una profecía de la Escritura, ya que ninguna profecía proviene de una decisión humana, sino que los hombres de Dios hablaron movidos por el Espíritu Santo.» (2Pe 1, 20)
Ante estas palabras del primer Papa, nace la pregunta, ¿cómo leer e interpretar correctamente la Biblia?
Más adelante, él mismo, hablando de las cartas de Pablo, escribe:
«Hay en ellas algunos puntos difíciles de entender, que las personas ignorantes y poco firmes en su fe tuercen, lo mismo que las demás escrituras para su propio perjuicio.» (2Pe 3, 16)
Entonces, ¿cómo tener la seguridad de una interpretación correcta?
La respuesta nos la da Jesús pues, antes de que lo llevaran preso, reunió a sus Apóstoles, y les dijo:
«En adelante el Espíritu Santo, el Intérprete que el Padre les va a enviar en mi Nombre, les enseñará todas las cosas y les recordará todo lo que yo les he dicho.» (Jn 14, 26)
Él sabía que los seres humanos iban a existir durante muchos siglos y que necesitarían siempre un Intérprete seguro. Y, ¿qué iba a pasar cuando murieran los Apóstoles? ¿Quién iba a interpretar adecuadamente la Palabra de Dios?
Como se lee en el capítulo anterior (Jn 13), en ese momento Jesús estaba solo con sus Apóstoles. Esto significa que a los Obispos, que son los sucesores de los Apóstoles, les dejó esa seguridad: el Espíritu Santo les enseñará todas las cosas.
«Quien los escucha a ustedes, me escucha a Mí; quien los rechaza a ustedes, me rechaza a Mí; y el que me rechaza a Mí, rechaza al que me ha enviado.» (Lc 10, 16)
Rechazar a los Obispos que están unidos al Papa es, por lo tanto, rechazar a Jesucristo y a Dios Padre. Escucharlos es escuchar al mismo Dios.
La autoridad de los Obispos quedó patente cuando les dijo:
«Todo lo que aten en la tierra, lo mantendrá atado el Cielo, y todo lo que desaten en la tierra, lo mantendrá desatado el Cielo.» (Mt 18, 18)
Ahora veamos cómo san Pablo valoraba la autoridad de la Iglesia:
«Siguiendo una revelación, fui para exponerles el evangelio que anuncio a los paganos. Me entrevisté con los dirigentes en una reunión privada, no sea que estuviese haciendo o hubiera hecho un trabajo que no sirve.» (Ga 2, 2)
¡El autor de 13 de los 27 libros del Nuevo Testamento va a la Iglesia presidida por Pedro a verificar si lo que él estaba haciendo, servía!
Es más, para él era muy importante su opinión:
«Santiago, Cefas y Juan reconocieron la gracia que Dios me ha concedido. Estos hombres, que son considerados pilares de la Iglesia» (Ga 2, 9).
El que, comparándose con los demás Apóstoles, dijo una vez: «he trabajado más que todos» (1Co 15, 10), averigua con ellos si su misión es la que él cree:
«En cuanto a los dirigentes de más consideración […] no me pidieron que diera marcha atrás. Por el contrario, reconocieron que a mí me había sido encomendada la evangelización de los pueblos paganos». (Ga 2, 6-7)
Porque quería estar seguro, y sabía que solo la Iglesia, según el mismo Jesús, es la que da seguridad.
La Biblia nos muestra que nada de la doctrina se debe enseñar sin la aprobación de las autoridades máximas de la Iglesia. Por eso, la teología está para ahondar en el sentido de la Revelación Universal, no para interpretarla ni para superarla.
Infortunadamente, hoy, muchos teólogos enseñan en las universidades sus propias teorías o las de otros, sin estar seguros de que no tienen yerros. Y esas enseñanzas pasan, como por inercia, a otros estudiantes hasta que, de tanto repetirlas, se dan por veraces y ciertas.
Pueden ser corrientes teológicas, facultades de teología o simplemente algunos teólogos los que inducen a creer en criterios distintos, y a veces opuestos, a lo que enseña el Magisterio de la Iglesia.
Por eso es conducta prudente leer, estudiar y dar crédito únicamente a la enseñanza oficial de la Iglesia, no lo que dice un teólogo, una facultad de teología o una corriente teológica.
Aunado a esto, otro viento se cierne sobre la teología moderna: las falacias:
Falacia es un argumento que parece válido pero que en realidad no lo es. En otras palabras, es un argumento que no logra demostrar correctamente la conclusión, aparentando que sí lo hace. La diferencia entre una falacia y un mero error lógico es que éste es patentemente inválido mientras que aquélla oculta —intencionalmente o no— su invalidez. Así, desde la perspectiva dialéctica, una falacia ejerce sobre quienes deben ser persuadidos una ilusión engañosa de validez y, por lo tanto, de que la conclusión ha quedado demostrada. Desde la perspectiva epistemológica, una falacia es un argumento que parece ofrecer una explicación adecuada de algo aunque en realidad no lo hace.
Las falacias más frecuentes, en este tema de la teología, se hacen con frases como estas: “Eso ya está superado”, “De esto ya no se habla en teología”, “Eso ya pasó de moda”, “Eso ya quedó abolido”, “Lo que usted dice es cosa del pasado”… Son falacias que asumen que una cosa es la causa de otra, partiendo del hecho de que están correlacionadas de alguna forma.
En el fondo nos quieren decir que “todo lo nuevo es mejor”, como si esto fuera siempre verdad; o: “Usted está hablando de temas ya superados, por lo tanto sus enseñanzas no son válidas, pues todo lo superado es falso”.
Con esas frases, al interlocutor no se le ocurre hacer las preguntas obligadas: ¿Cómo se superó ese tema? ¿Cuándo lo afirmó el Magisterio? ¿En qué documento oficial de la Iglesia está la evidencia?, etc.
Además, la Revelación Universal se puede ahondar, profundizar, conocer más plenamente; pero nada puede quedar abolido, como lo dijo Jesucristo:
“No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento”. (Mt 5, 17)
La prueba de esto es que el Espíritu Santo nunca ha permitido que el Magisterio —en su posición oficial— se haya equivocado o haya desvirtuado algo: se han ampliado temas, se han profundizado conceptos, pero jamás ha cometido error alguno, como sí lo han hecho algunos teólogos.
Todos los cristianos tenemos que estar prevenidos para no convertirnos —sin darnos cuanta— en un eslabón más de la cadena de falacias que van en contra de la doctrina de la Iglesia.
«Siempre resultará provechoso esforzarse en profundizar el contenido de la antigua Tradición, de la doctrina y la fe de la Iglesia católica, tal como el Señor nos la entregó, tal como la predicaron los apóstoles y la conservaron los santos Padres. En ella, efectivamente, está fundamentada la Iglesia, de manera que todo aquel que se aparta de esta fe deja de ser cristiano y ya no merece el nombre de tal.» De las Cartas de san Atanasio, obispo (Carta a Serapión, 28: PG 26, 594.)