El amor en las almas de elección es una tendencia hacia Dios y hacia cuanto se relaciona con Él; tendencia que con el ejercicio y el sacrificio crece y crece hasta poder llamarse incendio. Este incendio lleva al alma hacia la unión con Dios de un modo irresistible, por decirlo así.
No sucede esto del mismo modo en las almas ordinarias, en las cuales el amor no es una tendencia sino un esfuerzo del alma hacia Dios. Este esfuerzo naturalmente va haciéndose fácil a medida que el alma se ejercita en las obras del amor, y si es fiel puede granjearse la predilección de Dios, y su amor crece y crece hasta hacerse incendio, como se ha dicho, en las almas de especial elección de Dios.
Pero en ambos casos el Amor se resiente de nuestra imperfección, y es como el agua que toma la forma de la vasija que la contiene, porque el Amor se va amoldando al ser y modo natural del sujeto que lo recibe, resultando imperfecto como es él. Como Dios es la pureza y simplicidad por excelencia, naturalmente le desagradan estas imperfecciones; por eso el Espíritu Santo mismo se encarga de purificar este amor por medio de un admirable proceso, lento a veces, pero seguro siempre. A esto llamamos la purificación del amor y por ella, como se ha dicho, Dios se convierte para el alma en amarguísima mirra[1].
El proceso se verificará más o menos así:
El alma plena de este divinísimo amor, fuente de alegrías celestiales, origen de plenitudes desconocidas fuera de él, siente que se entrega a él, con dulzuras y alegrías inefables que la hacen exclamar llena de júbilo, palabras de amor.
Otras veces se muestra satisfecha por la perfección de su Amado, y convida a todas las criaturas para que la ayuden a cantar su amor. Su vida es un festín de alegrías y dulzuras incomprensibles para los mundanos. Ella, es decir, el alma herida por este amor, echa lejos de sí los afectos de la tierra, y ama la soledad porque en ella se le comunica el Amado de su corazón; por eso guarda su secreto llena de júbilo.
Mas este amor, por muy puro que parezca, en el fondo tiene algo humano, algo de satisfacción propia, alguna de tantas malezas de las que sabe producir la naturaleza humana caída, y que le impiden el brillo diamantino que debe tener a los ojos de Dios.
Pero aguardad: Dios va a purificarlo de su escoria para que nada lo empañe.
Esta alma que estaba embriagada de amor, comienza a sentir desolaciones hondas e inexplicables ansias insaciables,… ¡languideces extrañas!… ¡Busca por donde quiera al Amado de su alma, a quien cree haber perdido! Inquiere por todas partes… Pregunta a su propia conciencia… pulsa su corazón… Como no obtiene respuesta, se vuelve al mismo Amado y llorosa dice: “¿En dónde puede encontrarte mi alma que está abrasada en ansias de un amor desolado; dónde he de buscarte, dulzura mía?”
Así, estas desolaciones, ansias y embriagueces amorosamente dolorosas van arrancando del alma los gustos de la tierra que en ella permanecían, a pesar de todo le van quitando el amor a las satisfaccioncillas; los pequeños intereses propios que lleva como ocultos, se le acaban. El amor se hace menos sensible, se simplifica. Desaparece el apego a las prácticas exteriores. El sufrimiento comienza a serle amable y como de imperiosa necesidad.
¡Ay! el alma así herida llega por fin al “Sólo Dios basta” de Santa Teresa y, como quien pasa de un hemisferio a otro, se encuentra en una vida completamente nueva. Nada echa de menos y lo tiene todo, sin tener nada. La vehemencia de los deseos cede su puesto a la dulce tranquilidad de una plenitud desconocida. Parece que todo calla en su interior y que el exterior, aunque sea turbulento, difícil, no penetra en ella. He aquí la transición.
Es que el amor purificado trae su atmósfera propia. Un vacío de criaturas, una como especie de dejadez y abandono amoroso, suceden a aquel abismo insondable de desolaciones y penas interiores. Ella misma cree haber desaparecido y la paz de aquella alma es mar sin riberas. Cierta placidez se refleja en su semblante y la bondad de su corazón hacia el prójimo parece que se refina en condescendencias inesperadas.
Pero, deja alma afortunada que la herida aún no ha adquirido toda su profundidad. Esta plácida tarde de verano ha de transformarse en mar de amarguras dulces y de negruras luminosas. Bien pronto destacará en aquella llaga de amor, un punto nuevo doloroso.
Una amargura que se parece a la ausencia de Dios que sentía en los principios de la desolación amarga se presenta entonces; pero bien comprende el alma que Dios está con ella. Es una pena honda… honda… Quizás sea la repercusión sentida y como grabada en la parte superior del espíritu, del reposado deseo que Dios tiene de unírsele, de fundirla en Él, y el alma afortunada no sabe explicársela. Esto constituye un dolor fino y recio que la hiere duramente y que es el medio de Dios para terminar la lenta purificación de aquel amor.
En este estado el alma, libre de todo lazo de interés propio, hace suyos los intereses de Dios. La voluntad llena de energía para todo aquello que se refiere al bien de Dios, unificándose con la de Él, parece que se pierde en ella. No sabe ya querer lo que Dios no quiere y quiere lo que Él quiere como en el mismo querer de Dios. Dice entonces con San Pablo: “Vivo mas no vivo yo, sino que Cristo vive en mí”.
Y he ahí la etapa del celo que consume. “Dame almas y toma lo demás”, es lo único que dice. El celo, en este estado del alma, es como la válvula que da salida a las avenidas del Amor y alivia el alma que sólo se alimenta del los sacrificios que Él le impone. Como cierva herida, clama por la gloria de su Señor y no tiene consuelo si no la ve cumplida y he aquí el mar de dolor, del cual el alma no quiere por ninguna cosa, ni del cielo ni de la tierra, aliviarse.
Nada busca ya para ella; ya ha muerto místicamente y sólo suspira por la extensión de la gloria de Dios; tiene sed abrasadora de darle lo que Él con tanto afán busca: las almas. Quisiera no sólo darle las que ya están creadas sino crearle millones más para coronarlo. Surgen entonces mil deseos imposibles, que Dios recibe como realidades. Ella quiere darle a Dios lo mismo que tiene, como si de ello careciera. Quiere con vivas ansias que termine pronto el imperio del pecado y gime por no realizar este deseo; quiere tener millones de corazones para amar y entrañas para envolver al prójimo. En medio del casi inmenso dolor que la hace sentir el ver a Dios ofendido, quiere morir y exclama con Santa Magdalena de Pazzis: “Padecer y no morir…”.
Hace entonces suyos las lamentaciones de Jeremías por la desolación de la gloria de Dios menoscabada. Ya pide a los peñascos sus cuevas para retirarse a llorar el desconocimiento de Dios, ya quiere como los cautivos de Israel colgar su arpa de los cipreses a orillas de los ríos de Babilonia, porque no quiere cantos en la tierra de los pecadores. No quiere consuelo mientras el Dios de su alma no sea amado de todos.
En fin, esta alma feliz vive de amor muriendo y quiere recibir en sí todos los tiros que el pecado asesta contra la gloria de su Amado. Y en el mar de su dolor, Dios es para ella, como dice el Cantar de los Cantares: “Hacecito de mirra”. Es decir que la amargura que le causa estará siempre con ella.
Efectivamente, esta pena, esta agonía interior, la acompañará hasta que, al dejar la tierra, suba como incienso de suave olor, a gozar de la gloria del que tanto amó y por quien tanto sufrió, en compañía de la legión de almas, hijas de su celo, frutos de su martirio.
Estas almas, aunque estén en lo más recóndito de una cartuja, son esencialmente apostólicas porque así lo requiere la fuerza de su amor; salvan las almas como los más denodados misioneros y son poderosos ante Dios de modo estupendo.
La meditación asidua de la Sagrada Pasión
Las almas que tienen atractivo especial por los misterios de la Pasión, se alimentan del amor de compasión y reciben, por medio de él, los fenómenos de purificación de que hemos hablado antes; y aunque sus agonías y penas interiores son ordinariamente de otro género, las llevan a un resultado semejante y terminan en una altura que, delante de Dios, da el rendimiento del más subido apostolado, si el alma es constantemente fiel.
Para estas almas llega del mismo modo Dios a ser manojito de mirra porque se empapan en los dolores de Jesús en su Sagrada Pasión, la meditan contemplando la Divinidad tan inseparable y misteriosamente unida a ese Cuerpo y Alma oprimidos por el dolor y la humillación, y cada uno de los atributos divinos va produciendo en aquellas almas, a través del amor de compasión, una influencia purificadora de conocimiento y de amor. Aún en los menores detalles de la Sagrada Pasión, ven flotar las grandezas de la Divinidad, y por eso su meditación es propiamente una subida contemplación. Los dolores íntimos de Jesús tocan la fibra más delicada de esas almas, porque conocen que el origen de su intensidad son los atributos de la divinidad, en ellos reflejada.
Estas almas llegan a reflejar en sí el majestuoso dolor de pésame que brota la Pasión de Jesús, y comprenden de modo estupendo —insondable— la amargura del amabilísimo Corazón de Jesús, bajo cuyo conocimiento parece que se aniquilan delante de Dios.
Venturosas almas que purificadas por el amor de compasión, abrazando el Crucifijo y con Él, los intereses de Dios menoscabados en el mundo, gritan como la Esposa de los Cantares: “Manojito de mirra es mi Amado para mí”.
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* Introducción del libro: Manojitos de mirra, de la beata Laura Montoya
Hermanas Lauritas: cra. 4 nº 11-45 sur, Bogotá, Colombia. Tel.: 3335542
[1] Entiéndase que la mirra es una resina fina, olorosa y amarga, perfecto símbolo de la Pasión de Jesús que es fino amor, perfume delicado del alma, que la contempla y amargura honda y profunda para el corazón amante y agradecido