DECICACIÓN DE LA BASÍLICA DE LETRÁN
Templos de Dios
El Papa san Silvestre consagró este templo el 9 de noviembre del año 324. Es la más antigua de todas las basílicas de la Iglesia Católica. En su frontis tiene esta leyenda: “Madre y Cabeza de toda las iglesias de la ciudad y del mundo”.
En la primera lectura, el profeta Ezequiel nos prepara para entender que el templo —todo templo— es la figura de Cristo, que saneará y vivificará las aguas, los peces que contienen y las plantas de sus riberas, que producirán frutos comestibles y tendrán hojas medicinales; con esto significa que quien se acerca a Cristo quedará lleno de salud y de vida: bienestar creciente y vida eterna y feliz.
Para lograr eso, debemos percatarnos de una realidad más profunda: que somos templos de Dios y que el Espíritu Santo habita en nosotros, como lo escribió san Pablo a los Corintios.
Les añade que si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá; y eso fue lo que enseñó Cristo Jesús cuando, haciendo un azote de cordeles, echó a todos del templo, ovejas y bueyes, y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas, y a los que vendían palomas les dijo: «¡No convirtáis en un mercado la casa de mi Padre!»
Es que la casa de Dios —nosotros— debe ser santa. Así lo expresa la beata Isabel de la Trinidad:
«¡Oh, Dios mío, Trinidad a quien adoro! Ayúdame a olvidarme totalmente de mí, para establecerme en ti, inmóvil y tranquila, como si mi alma estuviera ya en la eternidad. Que nada pueda turbar mi paz, ni hacerme salir de ti. […] Pacifica mi alma: haz de ella tu cielo, tu morada predilecta, el lugar de tu descanso.»
Si permanecemos así: santos, como dignos templos de Dios, al final de nuestras vidas podremos experimentar lo que ya vivió Jesús y que quiso significar cuando les dijo a los judíos: «Destruid este templo y lo levantaré en 3 días»: la dicha de la resurrección a la verdadera vida, a la bienaventuranza, a la felicidad eterna.