Hacia la unión con Dios

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Cristianos

Posted by pablofranciscomaurino en 17 febrero, 2015

Reflexiones sobre temas actuales

Índice

Introducción

¿Cómo se reconoce un cristiano verdadero?

¿Dónde está la Palabra de Dios?

¿Cómo interpretar la Biblia?

¿Debemos obedecer al Papa?

¿Los cristianos deben someterse a alguna autoridad?

¿Por qué tanto interés en la Virgen María?

Un solo Mediador

¿Se les puede pedir cosas a los santos?

¿Está permitido el culto a los ángeles?

¿Prohíbe Dios las imágenes?

Adorar solamente a Dios

¿Existen cosas sagradas?

¿Se debe «orar» o «rezar»?

¿Debemos hacernos la señal de la cruz?

¿Está prohibido comer carne de ciertos animales?

¿Debemos pagar el diezmo?

¿Celebrar el sábado o el domingo?

¿La fe salva?

La segunda venida de Cristo

Dios, siendo tan bueno, ¿cómo pudo crear el infierno?

¿Existe el purgatorio?

¿Cuál Biblia?

¿Sirven los sacramentos?

¿Se permite el divorcio en la Biblia?

¿Se pueden casar los curas?

¿Prohíbe la Biblia llamar «Padre» a los sacerdotes?

¿Debe uno confesarse con los sacerdotes?

¿Está Jesús realmente presente en la Hostia y el Vino consagrados?

La falta de alegría en el rito católico

En busca de la unidad

Introducción

Una de las características más fascinantes del homo sapiens es que fue la especie que, por primera vez en la historia, realizó rituales y ceremonias religiosas. Robert Foley (biólogo y profesor del King’s College of Cambridge, director del Laboratorio de Antropología Biológica Duckworth y autor del libro “Another unique species”) cuenta que el famoso hombre de Neandertal, que vivió entre 130.000 y 35.000 años a. de C., ya enterraba así los cadáveres de sus congéneres.

Los entierros obligan a pensar a los paleoantropólogos que el homo sapiens creía en la inmortalidad del alma, ya que hay una gran diferencia entre el mero hecho de deshacerse de un cadáver maloliente y un entierro ritual con todas sus connotaciones de respeto y de preocupación por la vida en el más allá del difunto.

Entre las especies animales, somos los únicos conocedores de nuestra condición de mortales. Los demás animales experimentan miedo ante una muerte inminente y expresan ese temor, bien con las actitudes, bien con la secreción de la adrenalina, que prepara al cuerpo para luchar o para huir. Pero nosotros, los humanos, podemos reflexionar diariamente sobre la finitud de nuestra vida, y parece razonable considerar que el conocimiento de la muerte hace que tengamos una actitud muy distinta respecto de la vida.

Así, se puede deducir que el principal distintivo del ser humano es la conciencia de que él mismo es, por naturaleza, un ser religioso: en esta etapa del hombre primitivo nacieron las creencias acerca de la divinidad, de sentimientos de veneración y temor hacia ella, de normas morales para la conducta individual y social, y de prácticas rituales, principalmente la oración y el sacrificio para darle culto.

Por primera vez en la historia de los seres vivos, aparece uno que se percata de su espiritualidad, de su trascendencia, de su inmortalidad.

El arte simbólico que se encontró en las cavernas con rituales mágicos, por ejemplo, es un testimonio histórico de que se adquirió el conocimiento reflexivo del destino del hombre.

De este estado reflexivo nacieron innumerables creencias que denotan la búsqueda de lo divino por parte del hombre, que también es una búsqueda de la verdad última de su ser: de dónde venimos, para dónde vamos, qué vinimos a hacer en esta vida…

Pero el Creador de la especie humana no quiso dejar al hombre solo en esa búsqueda: si bien todas las demás religiones son producto de la reflexión humana que busca a Dios, el cristianismo es la única en la que Dios busca al hombre para descubrirle lo que ignora de Él y para entregarse, dando al hombre una respuesta definitiva y sobreabundante a las cuestiones que se plantea sobre el sentido y la finalidad de su vida.

Dios se ha revelado al hombre comunicándole gradualmente su propio misterio mediante obras y palabras. Más allá del testimonio que da Dios de sí mismo en las cosas creadas (revelación natural), se manifestó a través de su palabra (revelación sobrenatural):

Primero, habló al padre y a la madre la humanidad y, después de la caída, les prometió la salvación, y les ofreció su alianza (210.000 a 100.000 a. d C.).

Más adelante, selló con Noé una alianza eterna entre Él y todos los seres vivientes, alianza que durará tanto como dure el mundo.

Luego, eligió a Abraham y selló una alianza con él y su descendencia, de la que formó su pueblo (1.800 a. d C.).

A ese pueblo escogido le reveló su ley, por medio de Moisés (1.250 a. d C.).

Por los profetas lo preparó para que acogiera la salvación ofrecida a toda la humanidad.

Finalmente, Dios se reveló en forma plena enviando a su propio Hijo, en quien estableció su alianza para siempre. El Hijo es la Palabra definitiva del Padre, de manera que no habrá ya otra revelación después de Él.

La historia del cristianismo registra innumerables conquistas espirituales en la mayor parte de las regiones geográficas del mundo. Incluso las opiniones encontradas han dejado resultados provechosos: tras su análisis, han aparecido luces enriquecedoras, especialmente para conformar una doctrina, compacta y fuerte a la vez, cada día más cierta.

Pero, desafortunadamente, también se han producido divisiones: en el siglo V se separaron los Nestorianos y los Monofisistas; luego, en el siglo XI, la Iglesia Ortodoxa Griega; finalmente, en el siglo XVI, los Protestantes y los Anglicanos/Episcopalianos.

De estos dos últimos grupos han proliferado innumerables comunidades, movimientos religiosos, grupos y sectas de mayor o menor afinidad entre sí. Además, entre ellos hay varias denominaciones que técnicamente no son cristianas, porque no aceptan la divinidad de Jesucristo; es el caso de los Testigos de Jehová, los Moon y los Mormones.

No hay justificación teológica, ni espiritual, ni bíblica para la existencia de una pluralidad de Iglesias, Comunidades Eclesiales, movimientos, grupos o sectas, estén genuinamente separadas o no. Además, por desgracia, muchos de ellos se excluyen mutuamente.

«Personas de la casa de Cloe me han hablado de que hay rivalidades entre ustedes. Puedo usar esta palabra, ya que uno dice: “Yo soy de Pablo”, y otro: “Yo soy de Apolo”, o “Yo soy de Cefas”, o “Yo soy de Cristo”. ¿Quieren dividir a Cristo? ¿Acaso fue Pablo crucificado por ustedes? ¿O fueron bautizados en el nombre de Pablo?» (1Co 1, 11-13)

Mientras el cristianismo continué así, no solamente estará negando en la práctica lo que en la teoría profesa, sino que presentará al mundo un escándalo. Y eso es grave:

¡Ay del mundo a causa de los escándalos! Tiene que haber escándalos, pero, ¡ay del que causa el escándalo! (Mt 18, 7)

Es hora de parar.

Es hora de pedir perdón y perdonar.

Es hora de pensar más en lo que nos une que en lo que nos separa.

Es hora de buscar, encontrar y seguir el espíritu de la comprensión.

Y para facilitar esa comprensión, a continuación se plantean algunos análisis sobre temas de controversia a la luz de la Palabra de Dios. Este comienzo podrá dar paso al amor que Jesucristo quería —y quiere— para todos los cristianos.

¿Cómo se reconoce un cristiano verdadero?

Cada ser humano debe buscar la verdad en conciencia.

En la profundidad de su conciencia, el hombre descubre una ley que no se dicta él a sí mismo. Es una voz que oye con claridad en los oídos del corazón y que lo invita suavemente a amar y a obrar el bien, y a evitar el mal: «haz esto», «evita lo otro».

Esta ley que lleva el hombre en su corazón fue puesta allí por Dios para que con ella pudiera buscar la verdad, la verdad poseída por Dios.

Esa verdad se halla por encima de la conciencia y es independiente de ella. La conciencia, por eso mismo, no es la verdad ni puede crear la verdad: son muchos los hombres que fabrican sus propios errores y los llaman verdades. La verdad auténtica siempre es algo más grande que la mente humana; por eso debe ser respetada y buscada con humildad.

Tampoco se elige la verdad como si fuera «una verdad entre otras posibles verdades». Una verdad, y una sola, se presenta como real y verdadera, y esta se acepta o se rechaza.

La dignidad del ser humano lo obliga a obedecer a la conciencia, ya que según ella será juzgado, como lo explica Pablo:

«Y así demuestran que las exigencias de la Ley están grabadas en sus corazones. Serán juzgados por su propia conciencia, y los acusará o los aprobará su propia razón el día en que Dios juzgue lo más íntimo de las personas por medio de Jesucristo. Es lo que dice mi Evangelio. (Rm 2, 15-16)

Esa conciencia nos exige que ordenemos toda nuestra vida según las exigencias de la verdad, aun a pesar de que sea difícil de vivir o que no nos guste; y nos pide también que no nos dejemos llevar por comodidades, gustos, conveniencias, afinidades, opiniones personales, caprichos y cosas por el estilo; sino que sigamos la verdad que la voz de la conciencia nos muestra.

Cuanto mayor es el predominio de la recta conciencia tanta mayor seguridad tendrán las personas para apartarse del subjetivismo y para someterse a las normas objetivas de la moralidad: ya no juzgaremos ni actuaremos de acuerdo con nuestro modo de pensar o de sentir, sino acordes con lo justo, lo equitativo y lo correcto, es decir, de acuerdo con la verdad.

Así obtendremos el conocimiento exacto y reflexivo de las cosas y ganaremos el derecho a expresar y vivir privada y públicamente nuestras creencias o dogmas; en esto consiste la libertad de religión.

La libertad de religión implica que no se debe imponer la forma de pensar a los demás ni, mucho menos, juzgarlos o agredirlos. Tampoco se debe ejercer sobre ellos presión psicológica ni coacción externa.

En la Biblia se lee:

«Hermanos, no se critiquen unos a otros. El que habla mal de un hermano o se hace su juez, habla contra la Ley y se hace juez de la Ley. Pero a ti, que juzgas a la Ley, ¿te corresponde juzgar a la Ley o cumplirla? Uno solo es juez: Aquel que hizo la Ley y que puede salvar y condenar. Pero, ¿quién eres tú para juzgar al prójimo?» (St 4, 11-12)

«No juzguen a los demás y no serán juzgados ustedes. Porque de la misma manera que ustedes juzguen, así serán juzgados, y la misma medida que ustedes usen para los demás, será usada para ustedes». (Mt 7, 1-2)

«Por lo tanto, no juzguen antes de tiempo; esperen que venga el Señor. Él sacará a la luz lo que ocultaban las tinieblas y pondrá en evidencia las intenciones secretas. Entonces cada uno recibirá de Dios la alabanza que se merece». (1Co 4-5)

«Sea todo hombre pronto para escuchar, tardo para hablar, remiso para la cólera. El hombre encolerizado no obra lo que le agrada a Dios. Quien piensa que sirve a Dios y no refrena su lengua se engaña a sí mismo. No vale nada su religión». (St 1, 19-20. 26)

«Yo les digo: Si uno se enoja con su hermano, es cosa que merece juicio. El que ha insultado a su hermano, merece ser llevado ante el Tribunal Supremo; si lo ha tratado de renegado de la fe, merece ser arrojado al fuego del infierno. Por eso, si tú estás para presentar tu ofrenda en el altar, y te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí mismo tu ofrenda ante el altar, y vete antes a hacer las paces con tu hermano; después vuelve y presenta tu ofrenda». (Mt 5, 22-24)

Y, ¿por qué pide Jesús que seamos buenos hermanos antes que ser buenos hijos de Dios? El siguiente pasaje nos lo explica:

Cayó al suelo y oyó una voz que le decía: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» (Hch 9, 4)

Jesús no decía: «Saulo, Saulo, ¿por qué persigues a los cristianos?»; decía: «¿Por qué me persigues?»

Es que todo lo que hagamos contra los discípulos de Jesús se lo hacemos a Él.

Perseguir a otros cristianos, acosarlos, criticarlos, decirles reiteradamente que están equivocados, ofender sus creencias o las Iglesias a las que pertenecen, es perseguir a Jesús.

También lo es el sarcasmo, la descalificación, el la hostilidad, la demagogia, la coacción psicológica que se ejerza sobre los demás.

Del mismo modo, si en vez de mostrar lo bueno que tenemos nos dedicamos a exaltar los defectos de los demás, perseguimos a Jesús; también lo es recordar con saña —por ejemplo— las malas actuaciones de alguno para desacreditar a la comunidad a la que pertenece o realzar sus errores.

Todas estas son actitudes sectarias.

Si todos los individuos que conforman un grupo, comunidad o movimiento religioso practican actitudes sectarias, estamos ante una secta.

Jesús nos pone en guardia contra los sectarios:

«Cuídense de los falsos profetas: se presentan ante ustedes con piel de ovejas, pero por dentro son lobos feroces. Ustedes los reconocerán por sus frutos. ¿Cosecharían ustedes uvas de los espinos o higos de los cardos? Lo mismo pasa con un árbol sano: da frutos buenos, mientras que el árbol malo produce frutos malos. Un árbol bueno no puede dar frutos malos, como tampoco un árbol malo puede producir frutos buenos». (Mt 7, 15-18)

Uno de los frutos de los árboles buenos es la paz:

«Felices los que trabajan por la paz, porque serán reconocidos como hijos de Dios». (Mt 5, 9)

«Finalmente, hermanos, estén alegres; sigan progresando; anímense; tengan un mismo sentir y vivan en paz. Y el Dios del amor y de la paz estará con ustedes». (2Co 13, 11)

Paz que proviene de la sabiduría:

¿Así que eres sabio y entendido? Si tu sabiduría es modesta, veremos sus frutos en tu conducta noble. Pero si te vuelve amargo, celoso, peleador, no te fíes de ella, que eso sería mentira. Esa clase de sabiduría no viene de arriba sino de la tierra, de tu propio genio y del demonio. Y donde hay envidia y ambición habrá también inestabilidad y muchas cosas malas. En cambio la sabiduría que viene de arriba es, ante todo, recta y pacífica, capaz de comprender a los demás y de aceptarlos; está llena de indulgencia y produce buenas obras, no es parcial ni hipócrita. Los que trabajan por la paz siembran en la paz y cosechan frutos en todo lo bueno. (St 3, 13-18)

El segundo fruto bueno es la unidad.

«¡Qué bueno y qué tierno es ver a esos hermanos vivir unidos! Allí el Señor otorgó su bendición, la vida para siempre.» (Sal 132, 1. 3)

«Les ruego, hermanos, en nombre de Cristo Jesús, nuestro Señor, que se pongan todos de acuerdo y terminen con las divisiones; que encuentren un mismo modo de pensar y los mismos criterios». (1Co 1, 10)

Porque donde hay unidad, allá está Dios:

«Un solo cuerpo y un mismo espíritu, pues ustedes han sido llamados a una misma vocación y una misma esperanza. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está por encima de todos, que actúa por todos y está en todos. (Ef 4, 4-6)

El mismo Jesús deseaba esa unidad. Por eso dijo:

«Que todos sean uno como tú, Padre, estás en mí y yo en ti. Que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado». (Jn 17, 21)

Y el tercer fruto es el amor:

«No tengan deuda alguna con nadie, fuera del amor mutuo que se deben, pues el que ama a su prójimo ya ha cumplido con la Ley. Pues los mandamientos: no cometas adulterio, no mates, no robes, no tengas envidia y todos los demás, se resumen en estas palabras: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. El amor no hace nada malo al prójimo; el amor, pues, es la manera de cumplir la Ley. (Rm 13, 8-10)

«Queridos míos, amémonos unos a otros, porque el amor viene de Dios. Todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios.» (1Jn 4, 7)

Ese amor debe practicarse, incluso, con los que son de otra raza y otra religión:

Jesús empezó a decir: «Bajaba un hombre por el camino de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos bandidos, que lo despojaron hasta de sus ropas, lo golpearon y se marcharon dejándolo medio muerto. Un samaritano también pasó por aquel camino y lo vio; pero éste se compadeció de él. Se acercó, curó sus heridas con aceite y vino y se las vendó; después lo montó sobre el animal que él traía, lo condujo a una posada y se encargó de cuidarlo. Al día siguiente sacó dos monedas y se las dio al posadero diciéndole: “Cuídalo, y si gastas más, yo te lo pagaré a mi vuelta.”» (Lc 10, 30. 33-35)

Pero el verdadero amor llega más lejos:

«Ustedes han oído que se dijo: “Ojo por ojo y diente por diente”. Pero yo les digo: No resistan al malvado. Antes bien, si alguien te golpea en la mejilla derecha, ofrécele también la otra. Si alguien te hace un pleito por la camisa, entrégale también el manto. Si alguien te obliga a llevarle la carga, llévasela el doble más lejos. Da al que te pida, y al que espera de ti algo prestado, no le vuelvas la espalda. Ustedes han oído que se dijo: “Amarás a tu prójimo y no harás amistad con tu enemigo”. Pero yo les digo: Amen a sus enemigos y recen por sus perseguidores, para que así sean hijos de su Padre que está en los Cielos. Porque él hace brillar su sol sobre malos y buenos, y envía la lluvia sobre justos y pecadores. Si ustedes aman solamente a quienes los aman, ¿qué mérito tiene? También los cobradores de impuestos lo hacen. Y si saludan sólo a sus amigos, ¿qué tiene de especial? También los paganos se comportan así. Por su parte, sean ustedes perfectos como es perfecto el Padre de ustedes que está en el Cielo». (Mt 5, 38-48)

Es más, Jesús nos dio una medida para el amor que debemos tenernos los cristianos:

«Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros. Ustedes deben amarse unos a otros como yo los he amado». (Jn 13, 34)

Y, ¿cómo nos amó Jesús? Dando su vida por nosotros. Por lo tanto, si queremos ser buenos discípulos de Jesús, nuestro Maestro, es necesario que demos la vida por los demás.

Precisamente por eso nos reconocerán como discípulos de Cristo, porque nos amamos:

«En esto reconocerán todos que son mis discípulos, en que se amen unos a otros.» (Jn 13, 35).

No reside la doctrina cristiana en la fuerza que utilicemos para defender los dogmas de fe, no en los argumentos teológicos o filosóficos, no en la evidencia científica… Jesús fue claro: «En que se amen los unos a los otros».

Amor que fue demostrado por Jesucristo en la Cruz: no sólo murió por sus apóstoles, sino que lo hizo por todos los hombres, incluyendo a los pecadores y a los que lo mataban tan injusta y ensañadamente.

Esta es, pues, la característica principal del cristiano: el amor. Amor que Jesús dio en forma de sacrificio, de cruz, de entrega total a la voluntad de Dios, hasta derramar la última gota de sangre y de agua…, por todos.

Amor que no es teoría, ni palabras, tampoco aceptación o tolerancia, sino obras, las que nos pide Dios; y la primera de ellas, un cambio en nuestro corazón: que recibamos a nuestros hermanos con un entrañable amor en Cristo, y anticipando nuestro perdón a cualquier ofensa que pudiera venir de ellos, ofrecido por la unión de los cristianos, como quería Jesús.

¿Dónde está la Palabra de Dios?

Muchos cristianos creen que la Biblia es el libro que les enseña todas las verdades de su Fe.

Es habitual, por ejemplo, oír la pregunta: «¿Dónde está eso en la Biblia?»; y si lo dice la Biblia lo creen, pero si no lo dice la Biblia, lo rechazan. Parece que la hubieran endiosado, que la hubieran convertido en un ídolo.

Al examinar la historia del cristianismo, podemos asegurar que durante muchos años no existió la parte más importante de la Biblia, la que precisamente habla de Jesucristo y de los primeros cristianos: el Nuevo Testamento.

El primer libro que se redactó de los 27 que componen el Nuevo Testamento fue la Primera Carta de Pablo a los Tesalonicenses, escrita a comienzos de los años cincuenta de nuestra era. Posteriores a este, fueron apareciendo los otros libros. El último, el Apocalipsis, se terminó un poco después del año cien.

Hacia el año trescientos había confusión acerca de cuántos eran los verdaderos libros del cristianismo: en muchos lugares se afirmaba que los libros eran 19; en otros, 22; en Egipto, 35…

Fue hasta fines del siglo IV cuando la Iglesia Católica —en el Sínodo Romano (año 382) y en los Concilios de Hipona (393) y de Cartago (397)— seleccionó y certificó los 27 libros que componen el Nuevo Testamento.

Como se ve, pasaron alrededor de veinte años desde que Jesús murió hasta que se comenzó a escribir el Nuevo Testamento; transcurrieron cerca de setenta años mientras se terminó de escribir; y se cumplieron casi cuatro siglos hasta que se estableció el número y autenticidad de sus libros, es decir, el canon de libros inspirados.

¿Qué sucedió con el cristianismo durante todo ese tiempo? ¿Cómo se enseñaba el cristianismo? ¿En qué libro se basaban los pastores para predicar? ¿Dónde estaba la Palabra de Dios?

Las respuestas a estas preguntas están en la misma Biblia:

Poco antes de su partida, Jesús les dijo a sus apóstoles:

«Vayan, pues, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos. Bautícenlos en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enséñenles a cumplir todo lo que yo les he mandado a ustedes.» (Mt 28, 19-20)

«Vayan por todo el mundo y anuncien la Buena Nueva a toda la creación.» (Mc 16, 15)

Y, como lo cuenta la Biblia, así lo hicieron. Toda la doctrina contenida en esa predicación se llama la Tradición Apostólica. Tradición significa transmisión de noticias: según la orden de Jesús, se anunciaba, se transmitía la Buena Noticia o Evangelio, verbalmente.

Y esto lo cuenta también la Biblia:

«Pongan en práctica todo lo que han aprendido, recibido y oído de mí, todo lo que me han visto hacer, y el Dios de la paz estará con ustedes.» (Flp 4, 9)

Nótese que Pablo no dice: «pongan en práctica únicamente lo que les escribí»; dice: «pongan en práctica todo lo que han aprendido, recibido y oído».

«Lo que de mí oíste ante muchos testigos, encomiéndalo a hombres fieles capaces de enseñar a otros.» (2Tm 2, 2)

«Lo que de mí oíste ante muchos testigos» significa que se predicaba oralmente.

La primera carta de Pablo a los Corintios se escribió antes que los Evangelios, y en ella dice:

«Yo he recibido del Señor lo que a mi vez les he transmitido. El Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó pan y, después de dar gracias, lo partió diciendo: “Esto es mi cuerpo, que es entregado por ustedes; hagan esto en memoria mía”. De igual manera, tomando la copa, después de haber cenado, dijo: “Esta copa es la Nueva Alianza en mi Sangre. Todas las veces que la beban háganlo en memoria mía”.» (1Co 11, 23- 25)

En esta carta, el apóstol dice que lo recibió del Señor y lo transmitió, antes de escribirlo; los Evangelios que cuentan este mismo pasaje se escribieron después. Esto significa que primero se dio la transmisión verbal —la Tradición Apostólica— y luego se escribió.

«Los alabo porque me son fieles en todo y conservan las tradiciones tal como yo se las he transmitido.» (1Co 11, 2)

«Hermanos, les ordenamos en nombre de Cristo Jesús, el Señor, que se aparten de todo hermano que viva sin control ni regla, a pesar de las tradiciones que les transmitimos.» (2Ts 3, 6)

El vocabulario de Pablo tiene mucha relación con la Tradición:

«Quiero recordarles, hermanos, la Buena Nueva que les anuncié [es decir, oralmente]. Ustedes la recibieron [así debe hacerse con ese anuncio verbal] y perseveran en ella, y por ella se salvarán si la guardan [significa que, además de recibir este mensaje hablado, debe guardarse para salvarse] tal como yo se la anuncié, a no ser que hayan creído cosas que no son. En primer lugar les he transmitido esto, tal como yo mismo lo recibí.» (1Co 15, 1-3)

En esa misma carta, Pablo dice:

«Les envío a Timoteo, mi querido hijo, hombre digno de confianza en el Señor. Él les recordará mis normas de vida cristiana, las mismas que enseño por todas partes.» (1Co 4, 17)

Como se observa, se trata de la enseñanza recibida oralmente, es decir, la Tradición.

Jesús ni siquiera pidió que se escribiera la Biblia. Es más: todos los apóstoles predicaron; solo algunos de ellos escribieron algo años después de haber predicado.

Durante los primeros siglos se anunciaba a un Cristo muerto y resucitado; esa era la Palabra de Dios. Lo importante para los apóstoles nunca fue la Biblia, pues sus libros principales —los del Nuevo Testamento— no se comenzaron a escribir antes del año 51, la Biblia tampoco se terminó de escribir antes del año cien, ni se determinó el número de libros que la componían hasta finales del siglo IV.

Se puede afirmar que la Biblia surgió de la Iglesia, y no al revés.

Además, sólo una pequeña parte de la predicación apostólica se escribió en la Biblia:

«Aún tengo muchas cosas que decirles, pero es demasiado para ustedes por ahora. Y cuando venga él, el Espíritu de la Verdad, los guiará en todos los caminos de la verdad. Él no viene con un mensaje propio, sino que les dirá lo que escuchó y les anunciará lo que ha de venir. Él tomará de lo mío para revelárselo a ustedes, y yo seré glorificado por él. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso les he dicho que tomará de lo mío para revelárselo a ustedes.» (Jn 16, 12-15)

«Muchas otras señales milagrosas hizo Jesús en presencia de sus discípulos que no están escritas en este libro.» (Jn 20, 30)

«Tendría muchas más cosas que escribirles, pero prefiero no hacerlo por escrito con papel y tinta.» (2Jn 1, 12)

«Jesús hizo también otras muchas cosas. Si se escribieran una por una, creo que no habría lugar en el mundo para tantos libros.» (Jn 21, 25)

En la Segunda Carta a los Tesalonicenses, Pablo lo afirma más categóricamente:

«Por lo tanto, hermanos, manténganse firmes y guarden fielmente las tradiciones que les enseñamos de palabra o por carta.» (2Ts 2, 15)

Dos versículos antes decía:

«De ahí que no cesamos de dar gracias a Dios, porque al recibir de nosotros la enseñanza de Dios, ustedes la aceptaron, no como enseñanza de hombres, sino como Palabra de Dios. Porque eso es realmente y como tal actúa en ustedes los creyentes.» (2Ts 2, 13)

Por otra parte, de lo que se escribió no todo se ha conservado. Pablo, por ejemplo, nombra una carta anterior a la primera que les envió a los corintios, carta que desconocemos:

«En mi carta les decía que no tuvieran trato con la gente de mala conducta.» (1Co 5, 9)

Por todo esto, se puede deducir que la Biblia no sustituyó a la predicación.

Recientes estudios en torno al Nuevo Testamento muestran que los cuatro Evangelios son la expresión escrita de las tradiciones conservadas en Palestina, Roma, Antioquía y Éfeso, tal como se retenían de la predicación apostólica.

Así lo explica Lucas, al comenzar su Evangelio:

«Algunas personas han hecho empeño por ordenar una narración de los acontecimientos que han ocurrido entre nosotros, tal como nos han sido transmitidos por aquellos que fueron los primeros testigos y que después se hicieron servidores de la Palabra. Después de haber investigado cuidadosamente todo desde el principio, también a mí me ha parecido bueno escribir un relato ordenado para ti, ilustre Teófilo.» (Lc 1, 1-4)

¿Cómo interpretar la Biblia?

Al leer la Biblia desprevenidamente, sin preparación previa, se pueden cometer muchos errores en su interpretación: entender literalmente los versículos, no investigar el estilo literario en que están escritos (muchas veces simbólico), no analizar su contexto histórico y literal, no estudiar los diferentes textos que hablan del mismo tema (los llamados textos paralelos) o no tener en cuenta la Tradición Apostólica.

Sin estos criterios, se pueden comprender erróneamente los textos bíblicos. Se da el caso de quienes afirman que Jesús fue un extraterrestre, que aprobó la prostitución o la homosexualidad; que los cristianos pueden tener varias esposas; que la Biblia prohíbe las transfusiones de sangre y la celebración de cumpleaños; que en sus líneas se habla de la reencarnación; que cada cual puede interpretar las Escrituras como quiera; que se puede matar en nombre de Dios…

Por otra parte, al interpretar la Biblia a su manera, muchos establecen o fundan nuevos grupos cristianos. Y así se dividen más los cristianos.

Entonces, cómo leer e interpretar correctamente la Biblia, si el apóstol Pedro dice:

«Sépanlo bien: nadie puede interpretar por sí mismo una profecía de la Escritura, ya que ninguna profecía proviene de una decisión humana, sino que los hombres de Dios hablaron movidos por el Espíritu Santo.» (2Pe 1, 20)

Más adelante, él mismo, hablando de las cartas de Pablo, escribe:

«Hay en ellas algunos puntos difíciles de entender, que las personas ignorantes y poco firmes en su fe tuercen, lo mismo que las demás escrituras para su propio perjuicio.» (2Pe 3, 16)

Y, ¿cómo tener la seguridad de una interpretación correcta?

Las respuestas están otra vez en la Biblia:

Antes de que lo llevaran preso, Jesús reunió a sus apóstoles, y les dijo:

«En adelante el Espíritu Santo, el Intérprete que el Padre les va a enviar en mi Nombre, les enseñará todas las cosas y les recordará todo lo que yo les he dicho.» (Jn 14, 26)

Él sabía que los seres humanos iban a existir durante muchos siglos y que necesitarían siempre un Intérprete seguro. Y, ¿qué iba a pasar cuando murieran los apóstoles? ¿Quién iba a interpretar adecuadamente la Palabra de Dios?

Como se lee en el capítulo anterior (Jn 13), en ese momento Jesús estaba solo con sus apóstoles. Esto significa que a quienes sucedieran a los apóstoles les dejó esa seguridad: el Espíritu Santo les enseñará todas las cosas.

Ahora bien, ¿cómo se fueron sucediendo los apóstoles escogidos por Jesús? Veamos la Biblia:

«Un día, mientras celebraban el culto del Señor y ayunaban, el Espíritu Santo les dijo: “Sepárenme a Bernabé y a Saulo, y envíenlos a realizar la misión para la que los he llamado.” Ayunaron e hicieron oraciones, les impusieron las manos y los enviaron.» (Hch 13, 2-3)

Otro tanto nos recuerda Pablo:

«No descuides el don espiritual que recibiste de manos de profetas cuando el grupo de los presbíteros te impuso las manos.» (1Tm 4, 14)

«No impongas a nadie las manos a la ligera, pues te harías cómplice de los pecados de otro.» (1Tm 5, 22)

«Por eso te invito a que reavives el don de Dios que recibiste por la imposición de mis manos.» (2Tm 1, 6)

Queda claro que los sucesores de los apóstoles se elegían a través de la imposición de las manos. Estos sucesores eran llamados ancianos o presbíteros en Jerusalén y, fuera de Palestina, apóstoles u obispos (obispo quiere decir superior de una diócesis, a cuyo cargo está la cura espiritual y la dirección y el gobierno):

«Pues el obispo, siendo el encargado de la Casa de Dios, debe ser irreprensible: no debe ser autoritario ni de mal genio, ni bebedor, ni peleador o que busque dinero.» (Tt 1, 7)

«Carta de Pablo y Timoteo, siervos de Cristo Jesús, a los filipenses, a todos ustedes, con sus obispos y sus diáconos, que en Cristo Jesús son santos.» (Flp 1, 1)

«En cada Iglesia designaban presbíteros.» (Hch 14, 23)

«Se decidió que Pablo y Bernabé junto con algunos de ellos subieran a Jerusalén para tratar esta cuestión con los apóstoles y los presbíteros.» (Hch 15, 2)

«Al llegar a Jerusalén fueron recibidos por la Iglesia, por los apóstoles y los presbíteros.» (Hch 15, 4)

«Los presbíteros que son buenos dirigentes recibirán doble honor y remuneración, sobre todo los que llevan el peso de la predicación y de la enseñanza.» (1Tm 5, 17)

«Entonces, los apóstoles y los presbíteros, de acuerdo con toda la Iglesia, decidieron elegir algunos hombres de entre ellos para enviarlos a Antioquía con Pablo y Bernabé. Fueron elegidos Judas, llamado Barsabás, y Silas, ambos dirigentes entre los hermanos. Debían entregar la siguiente carta: “Los apóstoles y los hermanos con título de ancianos saludan a los hermanos no judíos de Antioquía, Siria y Cilicia.”» (Hch 15, 22-23)

«A su paso de ciudad en ciudad, iban entregando las decisiones tomadas por los apóstoles y presbíteros en Jerusalén y exhortaban a que las observaran.» (Hch 16, 4)

«Pablo envió un mensaje a Éfeso para convocar a los presbíteros de la Iglesia.» (Hch 20, 17)

«Cuiden de sí mismos y de todo el rebaño en el que el Espíritu Santo les ha puesto como obispos (o sea, supervisores): pastoreen la Iglesia del Señor, que él adquirió con su propia sangre.» (Hch 20, 28)

A estos pronto se añadieron los diáconos.

Los apóstoles se reservaban la autoridad suprema, que solo trasmitían a algunos colaboradores de mayor confianza. Con el tiempo, a estos se les dio el nombre de obispos, y contaron con la misma autoridad de los apóstoles.

Así quedaron constituidos los tres grados fundamentales de la jerarquía de la Iglesia, que todavía hoy subsisten: obispos, presbíteros (llamados comúnmente sacerdotes) y diáconos.

Ya desde antes, Jesús les había dicho a los apóstoles y, obviamente, a sus sucesores, los obispos:

«Quien los escucha a ustedes, me escucha a Mí; quien los rechaza a ustedes, me rechaza a Mí; y el que me rechaza a Mí, rechaza al que me ha enviado.» (Lc 10, 16)

Rechazar a los obispos es, entonces rechazar a Jesucristo y a Dios Padre. Escucharlos es escuchar al mismo Dios.

La autoridad de los obispos quedó patente cuando les dijo:

«Todo lo que aten en la tierra, lo mantendrá atado el Cielo, y todo lo que desaten en la tierra, lo mantendrá desatado el Cielo.» (Mt 18, 18)

Y esa autoridad comenzó a ejercitarse así:

«Por aquellos días, como el número de los discípulos iba en aumento, hubo quejas de los llamados helenistas contra los llamados hebreos, porque según ellos sus viudas eran tratadas con negligencia en la atención de cada día. Los Doce reunieron la asamblea de los discípulos y les dijeron: “No es correcto que nosotros descuidemos la Palabra de Dios por hacernos cargo de las mesas. Por tanto, hermanos, elijan entre ustedes a siete hombres de buena fama, llenos del Espíritu y de sabiduría; les confiaremos esta tarea mientras que nosotros nos dedicaremos de lleno a la oración y al ministerio de la Palabra.” Toda la asamblea estuvo de acuerdo y eligieron a Esteban, hombre lleno de fe y Espíritu Santo, a Felipe, Prócoro, Nicanor, Timón, Pármenas y Nicolás, que era un prosélito de Antioquía. Los presentaron a los apóstoles, quienes se pusieron en oración y les impusieron las manos.» (Hch 6, 1-6)

Son los Doce los que promueven la elección de los siete diáconos, son los Doce los que explican lo que conviene hacer y por qué y, aunque la asamblea escoge y propone los postulantes, son los Doce quienes establecen en su cargo a los primeros diáconos, con el rito de oración e imposición de manos.

Los Doce, es decir, los apóstoles u obispos, son los que designaban a los presbíteros:

«En cada Iglesia designaban presbíteros y, después de orar y ayunar, los encomendaban al Señor en quien habían creído.» (Hch 14, 23)

El apóstol Pablo hace lo suyo, dirigiéndose a Tito:

«Te dejé en Creta para que solucionaras los problemas existentes y pusieras presbíteros en todas las ciudades, de acuerdo con mis instrucciones.» (Tt 1, 5)

Además, Jesús mismo prometió estar con ellos, los obispos, hasta el fin de la historia:

«Por su parte, los once discípulos partieron para Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Cuando vieron a Jesús, se postraron ante él, aunque algunos todavía dudaban. Jesús se acercó y les habló así: “Me ha sido dada toda autoridad en el Cielo y en la tierra. Vayan, pues, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos. Bautícenlos en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enséñenles a cumplir todo lo que yo les he encomendado a ustedes. Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin de la historia”.» (Mt 28, 16-20)

Debe notarse que Jesús no dijo: «Vayan, pues, y hagan que todos lean la Biblia.» Son los apóstoles los encargados de enseñar. Es más: si se perdiera la Biblia, los obispos seguirían poseyendo el mensaje del Evangelio, la Palabra de Dios.

Tampoco dijo Jesús: «Tomen la Biblia y funden cada uno una Iglesia». Lo que dijo fue:

«Habrá un solo rebaño con un solo pastor.» (Jn 10, 16)

La parte más importante de la Biblia surgió de la predicación de los apóstoles, de la Tradición, es decir, de la Iglesia fundada por Cristo; por el contrario, otras Iglesias y grupos surgieron de la Biblia.

Fue la Iglesia Católica la que se encargó de reunir los libros de la Biblia. Si tenemos la Biblia es gracias a la Iglesia Católica. Por eso, el argumento del que dice que «Yo leo la Biblia y creo en Jesucristo pero no creo en la Iglesia Católica» no tiene soporte ni es racional: la Iglesia Católica le dio vida a la Biblia: si no hubiera habido Iglesia Católica, la Biblia no estaría como está hoy.

Sin embargo, algunos dicen que para entender la Biblia no hace falta que haya una Iglesia que nos la explique, ni un obispo, ni un sacerdote; afirman que cada uno puede interpretarla a su modo.

Veamos lo que dice al respecto Pablo:

«Siguiendo una revelación, fui para exponerles el evangelio que anuncio a los paganos. Me entrevisté con los dirigentes en una reunión privada, no sea que estuviese haciendo o hubiera hecho un trabajo que no sirve.» (Ga 2, 2)

¡El autor de 13 de los 27 libros del Nuevo Testamento va a la Iglesia presidida por Pedro a verificar si lo que él estaba haciendo, servía!

Es más, para él era muy importante su opinión:

«Santiago, Cefas y Juan reconocieron la gracia que Dios me ha concedido. Estos hombres, que son considerados pilares de la Iglesia» (Ga 2, 9).

El que, comparándose con los demás apóstoles, dijo una vez: «he trabajado más que todos» (1Co 15, 10), averigua con ellos si su misión es la que él cree:

«En cuanto a los dirigentes de más consideración (lo que hayan sido antes no me importa, pues Dios no se fija en la condición de las personas), no me pidieron que hiciera marcha atrás. Por el contrario, reconocieron que a mí me había sido encomendada la evangelización de los pueblos paganos». (Ga 2, 6-7)

Porque quería estar seguro, y sabía que solo la Iglesia, según el mismo Jesús, es la que da seguridad.

Ese mismo comportamiento tuvo la primitiva Iglesia, cuando se presentaban controversias acerca de lo que se debería enseñar:

Llegaron algunos de Judea que aleccionaban a los hermanos con estas palabras: «Ustedes no pueden salvarse, a no ser que se circunciden como lo manda Moisés». Esto ocasionó bastante perturbación, así como discusiones muy violentas de Pablo y Bernabé con ellos. Al fin se decidió que Pablo y Bernabé junto con algunos de ellos subieran a Jerusalén para tratar esta cuestión con los apóstoles y los presbíteros. Entonces los apóstoles y los presbíteros se reunieron para tratar este asunto. (Hch 15, 1-2.6)

La Biblia nos muestra que nada de la doctrina se debe enseñar sin la aprobación de las autoridades máximas de la Iglesia:

Entonces los apóstoles y los presbíteros, de acuerdo con toda la Iglesia, decidieron elegir algunos hombres de entre ellos para enviarlos a Antioquía con Pablo y Bernabé. Fueron elegidos Judas, llamado Barsabás, y Silas, ambos dirigentes entre los hermanos. Debían entregar la siguiente carta: «Los apóstoles y los hermanos con título de ancianos saludan a los hermanos no judíos de Antioquía, Siria y Cilicia. Nos hemos enterado de que algunos de entre nosotros los han inquietado y perturbado con sus palabras. No tenían mandato alguno nuestro. Pero ahora, reunidos en asamblea, hemos decidido elegir algunos hombres y enviarlos a ustedes, junto con los queridos hermanos Bernabé y Pablo, que han consagrado su vida al servicio de nuestro Señor Jesucristo. Les enviamos, pues, a Judas y a Silas, que les expondrán de viva voz todo el asunto. Fue el parecer del Espíritu Santo y el nuestro no imponerles ninguna otra carga fuera de las indispensables. (Hch 15, 22-28)

Nótese la afirmación de los apóstoles y los presbíteros: «No tenían mandato alguno nuestro». Además, dicen con una certeza que impresiona lo que sí es mandato suyo: «Fue el parecer del Espíritu Santo y el nuestro…» Y estas frases son Palabra de Dios.

Lo que sucede es que no hay posibilidad de error cuando la Iglesia está cimentada sobre los apóstoles:

La muralla de la ciudad descansa sobre doce bases en las que están escritos los nombres de los doce Apóstoles del Cordero. (Ap 21, 14)

«Ustedes son de la casa de Dios. Están cimentados en el edificio cuyas bases son los apóstoles y profetas, y cuya piedra angular es Cristo Jesús. (Ef 2, 19b-20)

Los primeros cristianos sabían que si no seguían la autoridad de la Iglesia se podrían crear confusiones. Y esas confusiones son las que han generado la formación de tantas creencias contrarias a la verdadera Fe.

Era esa la razón para que la Iglesia Católica fuera tan precavida en el acceso a la Sagrada Escritura: porque sabía lo que iba a pasar. Por ejemplo, Martín Lutero tradujo y dio la Biblia a todo el mundo sin orientación alguna, lo que produjo interpretaciones incorrectas.

¿Debemos obedecer al Papa?

Jesús, desde el día que lo conoció, ya había establecido que Pedro sería la piedra sobre la que construiría su Iglesia. Y para eso le cambió el nombre:

«Encontró primero a su hermano Simón y le dijo: “Hemos encontrado al Mesías” (que significa el Cristo). Y se lo presentó a Jesús. Jesús miró fijamente a Simón y le dijo: “Tú eres Simón, hijo de Juan, pero te llamarás Kefas” (que quiere decir Piedra).» (Jn 1, 41-42)

Tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo, los nombres se cambian para darle una misión específica a las personas; basta ver el caso de Abrán por Abraham, esto es, padre de muchos. En este caso, Jesús le cambia el nombre a Simón por el de Pedro queriendo significar así la misión que Él le encomendaba: ser la piedra donde se asentaría la Iglesia fundada por Jesucristo, la piedra donde se edificaría y se sostendría esa Iglesia, tras su partida de este mundo; porque para Jesús era muy importante que su Iglesia estuviera bien construida:

«Se parece a un hombre que construyó una casa; cavó profundamente y puso los cimientos sobre la roca. Vino una inundación, y la corriente se precipitó sobre la casa, pero no pudo removerla porque estaba bien construida.» (Mt 7, 24-25; cf. Lc 6, 48)

Leamos ahora lo que sucedió cuando Jesús les preguntó a sus discípulos quién creían que era Él:

«Pedro contestó: “Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo”. Jesús le replicó: “Feliz eres, Simón Barjona, porque esto no te lo ha revelado la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los Cielos. Y ahora yo te digo: eres Pedro (o sea, Piedra), y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia; los poderes de la muerte jamás la podrán vencer. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos: lo que ates en la tierra quedará atado en el Cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el Cielo”.» (Mt 16, 18-19)

Con esto, Jesús dejó claro que Pedro, por decisión de Dios, es la piedra sobre la que Jesús edificó su Iglesia, la Iglesia fundada por Jesucristo; además, le dio el poder de atar y desatar: la autoridad que ejerce hoy el Papa, su sucesor.

Con frecuencia se presenta el problema de interpretar quién es la piedra o la roca, dado que en 1Co 10, 4, Pablo afirma que «bebieron la misma bebida espiritual; el agua brotaba de una roca espiritual que los seguía, y la roca era Cristo». En este pasaje es obvio deducir que Pablo mostraba a la roca como representación de Cristo, que es la fuente de todos los bienes.

Pero Pablo no hablaba de construcción ni de cimiento, como sí lo hizo Jesús en Mt 16, 18: «edificaré mi Iglesia». Aquí Cristo es el constructor mientras que el cimiento es Pedro.

Eso quedó patente en la última aparición de Jesús a sus apóstoles cuando, como despedida, les enseñó quién debía apacentar su rebaño, es decir, los bautizados, los pertenecientes a la Iglesia:

«Cuando terminaron de comer, Jesús dijo a Simón Pedro: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?” Contestó: “Sí, Señor, tú sabes que te quiero”. Jesús le dijo: “Apacienta mis corderos”.

Le preguntó por segunda vez: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?” Pedro volvió a contestar: “Sí, Señor, tú sabes que te quiero”. Jesús le dijo: “Cuida de mis ovejas”.

Insistió Jesús por tercera vez: “Simón Pedro, hijo de Juan, ¿me quieres?” Pedro se puso triste al ver que Jesús le preguntaba por tercera vez si lo quería y le contestó: “Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero”. Entonces Jesús le dijo: “Apacienta mis ovejas”.» (Jn 21, 15-17)

Jesús mismo había dicho:

«Yo soy el Buen Pastor. El Buen Pastor da su vida por las ovejas.» (Jn 10, 11)

Lo que ordenó a Pedro, es decir, apacentar las ovejas de Jesús, consiste entonces en representar a Jesús aquí en la tierra, ya que Él se iba pronto al Cielo. Ese fue su testamento: se encuentra en el último capítulo del Evangelio de Juan.

Y, según la Biblia, después de su muerte, había que reemplazar a cada apóstol para…

«que otro ocupe su cargo. » (Hch 1, 20)

Así, cuando murió Pedro, fue elegido Lino; a Lino lo reemplazó Anacleto; al morir éste fue sucedido por Clemente…; y así hasta Juan Pablo II; con él, van 265 Papas.

Esa misión, ese servicio, no hace a Pedro ni a sus sucesores más digno que los demás hombres, solamente le da una autoridad que proviene del mismo Jesús: «Apacienta mis ovejas»: sé el Pastor, como lo fui Yo.

Ya antes, Jesús le dijo a Pedro algo que nos hace ver que lo estaba preparando para darle autoridad, como administrador de su Iglesia:

«Pedro preguntó: “Señor, esta parábola que has contado, ¿es sólo para nosotros o es para todos?” El Señor contestó: “Imagínense a un administrador digno de confianza y capaz. Su señor lo ha puesto al frente de sus sirvientes y es él quien les repartirá a su debido tiempo la ración de trigo. Afortunado ese servidor si al llegar su señor lo encuentra cumpliendo su deber. En verdad les digo que le encomendará el cuidado de todo lo que tiene”.» (Lc 12, 41-44)

¿Por qué le habló de un administrador después de la parábola de los trabajadores fieles? Porque quería pedirle esa fidelidad a su trabajador principal: el primer Papa.

Pero quizá una de las muestras mayores de la preocupación de Jesús por quien iba a ser la cabeza visible del cuerpo de Cristo, la Iglesia, es la siguiente:

«¡Simón, Simón! Mira que Satanás ha pedido permiso para sacudirlos a ustedes como trigo que se limpia; pero yo he rogado por ti para que tu fe no se venga abajo. Y tú, cuando hayas vuelto, tendrás que fortalecer a tus hermanos.» (Lc 22, 31-32)

Es de notar que Jesús dice aquí que «Satanás va a sacudirlos a ustedes», es decir, a todos los apóstoles. Sin embargo, Jesús no ruega por todos, sino «por ti para que tu fe no se venga abajo», porque sabía la responsabilidad que se derivaba de la autoridad que le había conferido. Además, añade: «Y tú, cuando hayas vuelto, tendrás que fortalecer a tus hermanos».

Otro pasaje de la Biblia nos enseña que para Jesús, Pedro tenía una misión y una autoridad muy especiales:

«Volvió y los encontró dormidos. Y dijo a Pedro: “Simón, ¿duermes? ¿De modo que no pudiste permanecer despierto una hora?”» (Mc 14, 37)

Llama la atención que el texto diga que Jesús los encontró dormidos, pero no se preocupó por todos, sino únicamente por Pedro, quien tampoco había podido «permanecer despierto una hora». Es que Él sabía cuán importante iba a ser la autoridad de Pedro.

Por eso, en la Biblia, Pedro ocupa siempre el primer lugar:

«Estos son los Doce: Simón, a quien puso por nombre Pedro…» (Mc 3, 16)

«Allí estaban Pedro…» (Hch 1, 13)

«Seis días después, Jesús tomó consigo a Pedro…» (Mc 9, 2)

«Es verdad. El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón.» (Lc 24, 34)

«Que se apareció a Pedro y luego a los Doce.» (1Co 15, 5)

Veamos lo que sucedió después de la resurrección de Jesús:

«El primer día después del sábado, María Magdalena fue al sepulcro muy temprano, cuando todavía estaba oscuro, y vio que la piedra que cerraba la entrada del sepulcro había sido removida. Fue corriendo en busca de Simón Pedro.» (Jn 20, 1-2)

María había podido ir corriendo en busca de los discípulos de Jesús. Pero no lo hizo: prefirió buscar a la máxima autoridad.

Y él mismo Juan muestra el respeto por esa autoridad:

«Pedro y el otro discípulo salieron para el sepulcro. Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió más que Pedro y llegó primero al sepulcro. Como se inclinara, vio los lienzos por el suelo, pero no entró. Pedro llegó detrás, entró en el sepulcro, y vio también los lienzos tumbados. El sudario con que le habían cubierto la cabeza no se había caído como los lienzos, sino que se mantenía enrollado en su lugar. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero, vio y creyó.» (Jn 20, 3-8)

Sólo hasta que el primado —Pedro— entró, Juan se permitió entrar y ver. De nuevo queda patente la autoridad de Pedro.

Al final del Evangelio de Marcos se lee cómo un joven instruye a las mujeres que lo vieron resucitado:

«Ahora vayan a decir a los discípulos, y en especial a Pedro, que Él se les adelanta camino de Galilea.» (Mc 16, 7)

Pablo va también en busca de esa máxima autoridad:

«Más tarde, pasados tres años, subí a Jerusalén para entrevistarme con Pedro y permanecí con él quince días.» (Ga 1, 18)

La Biblia nos muestra que Pedro, ejerciendo esa autoridad, es quien decide reemplazar a Judas:

«Uno de aquellos días, Pedro tomó la palabra en medio de ellos —había allí como ciento veinte personas—, y les dijo: “Hermanos, era necesario que se cumpliera la Escritura, pues el Espíritu Santo había anunciado por boca de David el gesto de Judas; este hombre, que guió a los que prendieron a Jesús, era uno de nuestro grupo, y había sido llamado a compartir nuestro ministerio común. Sabemos que con el salario de su pecado se compró un campo, se tiró de cabeza, su cuerpo se reventó y se desparramaron sus entrañas. Este hecho fue conocido por todos los habitantes de Jerusalén, que llamaron a aquel campo, en su lengua, Hakeldamá, que significa: Campo de Sangre. Esto estaba escrito en el libro de los Salmos: Que su morada quede desierta y que nadie habite en ella.

“Pero también está escrito: Que otro ocupe su cargo. Tenemos, pues, que escoger a un hombre de entre los que anduvieron con nosotros durante todo el tiempo en que el Señor Jesús actuó en medio de nosotros”.» (Hch 1, 15-21)

Pedro empieza así a ejercer su autoridad.

Autoridad que no solo se ejerce para las decisiones importantes, sino también para castigar:

«Pedro le dijo: “Ananías, ¿por qué has dejado que Satanás se apoderara de tu corazón? Te has guardado una parte del dinero; ¿por qué intentas engañar al Espíritu Santo? Podías guardar tu propiedad y, si la vendías, podías también quedarte con todo. ¿Por qué has hecho eso? No has mentido a los hombres, sino a Dios”. Al oír Ananías estas palabras, se desplomó y murió. Un gran temor se apoderó de cuantos lo oyeron.» (Hch 5, 3-5)

Tal sería la autoridad de Pedro, que toda la Iglesia oraba por él, cuando lo apresaron:

«Mandó detener también a Pedro: eran precisamente los días de la fiesta de los Panes Ázimos. Después de detenerlo lo hizo encerrar en la cárcel bajo la vigilancia de cuatro piquetes de cuatro soldados cada uno, pues su intención era juzgarlo ante el pueblo después de la Pascua. Y mientras Pedro era custodiado en la cárcel, toda la Iglesia oraba incesantemente por él a Dios. (Hch 12, 3-5)

Además, es Pedro el primero que predica cuando Jesús es proclamado por primera vez:

«Entonces Pedro, con los Once a su lado, se puso de pie, alzó la voz y se dirigió a ellos diciendo: “Amigos judíos y todos los que se encuentran en Jerusalén, escúchenme, pues tengo algo que enseñarles…”» (Hch 2, 14)

Y así comenzó la predicación apostólica, la Tradición.

Y es él quien dirige las discusiones y les da conclusión:

«Entonces los apóstoles y los presbíteros se reunieron para tratar este asunto. Después de una acalorada discusión, Pedro se puso en pie y dijo:…» (Hch 15, 6-7)

La Iglesia, entonces, lo reconocía como el Pastor universal.

Esto es, precisamente, lo que significa la palabra «católico»: universal, es decir, que está abierta a todas las razas y culturas de todos los tiempos.

Recién comenzado el cristianismo, un obispo que conoció a los apóstoles y de quienes recibió la imposición de manos, Ignacio de Antioquía, fue el que, para designar a la Iglesia fundada por Jesucristo, usó la expresión: «católica». Efectivamente, escribiendo a los cristianos de Esmirna les decía: «Donde está Cristo, allí está la Iglesia Católica».

¿Los cristianos deben someterse a alguna autoridad?

En materia de dogma y moral, entonces, el Papa y los obispos unidos a él poseen una autoridad que se llama Magisterio de la Iglesia. Efectivamente, asistido por el Espíritu Santo, el Magisterio es el auténtico depositario de la doctrina cristiana y también su auténtico intérprete.

El Magisterio examina constantemente la Fe, la moral y las costumbres e interpreta adecuadamente la Tradición Apostólica y la Biblia.

La interpretación de la Biblia es llamada exégesis, y se hace siguiendo algunos parámetros serios y profundos:

  • Se estudia el estilo literario de cada uno de sus libros: hay diversísimos modos de expresarse a través de los tiempos, según los lugares y de acuerdo con los idiomas y giros idiomáticos. También es necesario verificar a qué género literario pertenece cada texto: poesía, historia, cuento, leyenda, etc. Por último, debe investigarse la vida y mentalidad del autor.
  • Se investiga el contexto histórico de cada escrito: las costumbres van cambiando en cada época y se adecuan a las circunstancias que se están viviendo.
  • Se examina también el contexto literal: recuérdese que todo texto sacado de su contexto puede significar otra idea diferente e, incluso, contraria.
  • Se comparan los diferentes textos que hablan del mismo tema: la Biblia no es un catecismo que presenta los temas ordenados, uno a uno. El plan de Dios fue revelarse paulatinamente, de acuerdo con la madurez histórica de su pueblo elegido, hasta expresar lo que quería informarnos. Muchos temas son tratados en diferentes lugares del libro sagrado, y solo se entenderán cuando se reúnan todos, para comprender la idea global de Dios.
  • Se confronta la Tradición de la Iglesia con la Biblia: la Revelación de Dios incluye ambas fuentes, como se demostró líneas más arriba.

Además, el Magisterio tiene en cuenta criterios de gran importancia:

  • Todo lo valioso del Antiguo Testamento (AT) está interiorizado en el Nuevo Testamento (NT): menos acciones externas y más conversión del corazón.
  • El AT fue superado y sobrepasado por el NT.
  • El AT presenta una forma provisional de la religión, sombra del NT.
  • El AT llega a la plenitud solamente con el NT y este se entiende mejor con el Antiguo.
  • La Ley del AT fue establecida para el pueblo judío y para antes de la venida de Cristo; por lo tanto, ya no obliga a los que creen en Cristo. Esa Ley fue sustituida por la nueva Ley del amor del NT, que comprende y sobrepasa la antigua Ley.
  • Las enseñanzas y órdenes divinas que contiene la Escritura pueden ser temporales (para un momento determinado) o particulares (para ciertas personas o grupos de personas).
  • En la Biblia se encuentran a menudo expresiones derivadas de costumbres, opiniones o creencias de ciertos lugares y momentos históricos en los que vive el autor, a los que no es extraño. Estas expresiones en nada desdicen la autoría de Dios, ya que Él se vale de esa individualidad para precisar lo que desea en los términos de la época, lugar y circunstancias, para hacerse entender mejor.

Como se ve, el estudio bíblico requiere, además de la asistencia del Espíritu Santo, de personas capacitadas y especializadas, y de mucho tiempo y dedicación.

Estas investigaciones del Magisterio de la Iglesia son publicadas constantemente, para que todos los cristianos estén adecuadamente informados. Las principales publicaciones son las siguientes:

  • Cartas y encíclicas pontificias (del Papa)
  • Documentos eclesiales (de la Iglesia)
  • Documentos emanados de los concilios, congregaciones, asambleas episcopales y sínodos
  • Derecho canónico
  • Liturgia
  • Escritores eclesiásticos: Padres de la Iglesia (patrística), Doctores, santos, etc.

Para informar todo esto al pueblo cristiano de una manera más asequible, se editó el Catecismo de la Iglesia Católica, donde están todos los postulados de nuestra Fe, reunidos de la Biblia y de la Tradición de la Iglesia, y adaptados a la evolución de los tiempos. Así, el pueblo de Dios puede comprender mejor su Fe.

El Catecismo es, por así decirlo, la explicación actualizada de la Palabra de Dios. Una vez leído y comprendido, meditado y estudiado, se puede entender mucho mejor la Biblia.

¿Por qué tanto interés en la Virgen María?

La primera vez que apareció un escrito acerca de la guerra que se libra en el universo, fue hace mil cuatrocientos cincuenta años aproximadamente, en el “best seller” de la historia de la humanidad: la Biblia. En el primero de los 73 libros que la componen, el Génesis, se cuenta la historia que sucedió hace unos cien mil años, cuando según los paleoantropólogos irrumpió entre las especies la vida humana.

Dios, enojado por la desobediencia de Adán y Eva, acaba de reprenderlos, y le dice al demonio, representado en la serpiente:

«Haré que haya enemistad entre ti y la mujer.» (Gn 3, 15)

Enemistad, ¡Guerra!

Este segmento del Génesis es extractado del protoevangelio, en el que se anuncia por primera vez a los hombres la Buena Noticia: Dios enviará a un Salvador, al Mesías, para saldar la cuenta que debíamos por nuestra desobediencia.

Años más tarde, hacia el año setecientos antes de Cristo, el mismo Dios explica cómo se va a reconocer a ese Mesías:

«¡Oigan, herederos de David! ¿No les basta molestar a todos, que también quieren cansar a mi Dios? El Señor, pues, les dará esta señal: La virgen está embarazada y da a luz un varón a quien le pone el nombre de Emmanuel, es decir: Dios–con–nosotros.» (Is 7, 14)

¿Una mujer virgen y embarazada a la vez? Dentro de lo conocido por el hombre de entonces —y tampoco cuando sucedió— era imposible que una mujer virgen quedara embarazada. Este acontecimiento tan extraordinario era la señal por la cual los hombres reconocerían al Dios–con–nosotros, al Salvador de la humanidad.

Siete siglos después se hizo el milagro: apareció la señal, la virgen grávida que dio a luz al Mesías. El episodio lo narra el Evangelio:

«Al sexto mes el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una joven virgen que estaba comprometida en matrimonio con un hombre llamado José, de la familia de David. La virgen se llamaba María. Llegó el ángel hasta ella y le dijo: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo.” María quedó muy conmovida al oír estas palabras, y se preguntaba qué significaría tal saludo. Pero el ángel le dijo: “No temas, María, porque has encontrado el favor de Dios. Concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, al que pondrás el nombre de Jesús. Será grande y justamente será llamado Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de su antepasado David; gobernará por siempre al pueblo de Jacob y su reinado no terminará jamás.” María entonces dijo al ángel: “¿Cómo puede ser eso, si yo soy virgen?” Contestó el ángel: “El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el niño santo que nacerá de ti será llamado Hijo de Dios.”» (Lc 1, 26-35)

Todo esto se entiende mejor a la luz de este extracto del Apocalipsis:

«Apareció en el cielo una señal grandiosa: una mujer, vestida del sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza. Está embarazada y grita de dolor, porque le ha llegado la hora de dar a luz. Apareció también otra señal: un enorme dragón rojo con siete cabezas y diez cuernos, y en las cabezas siete coronas; con su cola barre la tercera parte de las estrellas del cielo, precipitándolas sobre la tierra. El dragón se detuvo delante de la mujer que iba a dar a luz, para devorar a su hijo en cuanto naciera. Y la mujer dio a luz un hijo varón, el que ha de gobernar a todas las naciones con vara de hierro; pero su hijo fue arrebatado y llevado ante Dios y su trono, mientras la mujer huyó al desierto, donde tiene un lugar que Dios le ha preparado. Allí la alimentarán durante mil doscientos sesenta días.» (Ap 12, 1-6)

Es impresionante observar en la imagen de la Virgen de Guadalupe, la patrona de América, todas esas señales que narra el Apocalipsis: una mujer, con la luz del sol detrás de ella, con la luna bajo sus pies y estrellas sobre su cabeza. Parece como si todos los astros se pusieran de pie ante la inminencia de la señal esperada por todos: la Virgen.

Luego viene el dragón, que se detuvo delante de la mujer que iba a dar a luz, para devorar a su hijo en cuanto naciera, algo que se hizo patente cuando Herodes, títere del demonio, mandó matar a todos los niños en Belén, esperando destruir al Mesías. O cuando el mismo Satanás tentó a Jesús en el desierto. O también cuando los judíos —movidos también por el dragón— intentaron despeñarlo en un barranco o lapidarlo. O cuando pidieron a los romanos su muerte, tras la cual salió vencedor, ya que resucitó dejándolos aterrados, aunque lo quisieron negar diciendo que sus amigos se habían robado el cuerpo mientras dormían los guardias…

Pero esta fue la segunda vez que salía vencida la serpiente. Ya antes había sido echada del cielo:

«Entonces se desató una batalla en el cielo: Miguel y sus ángeles combatieron contra el dragón. Lucharon el dragón y sus ángeles, pero no pudieron vencer, y ya no hubo lugar para ellos en el cielo. El dragón grande, la antigua serpiente, conocida como el Demonio o Satanás, fue expulsada; el seductor del mundo entero fue arrojado a la tierra y sus ángeles con él. Por eso, alégrense cielos y ustedes que habitan en ellos. Pero ¡ay de la tierra y del mar!, porque el Diablo ha bajado donde ustedes y grande es su furor, al saber que le queda poco tiempo.» (Ap 12, 7-9.12)

Una vez vencido por el arcángel Miguel, intentó vencer a Jesucristo y fracasó. Por eso ahora la emprendió contra la Virgen María:

«Cuando el dragón vio que había sido arrojado a la tierra, se puso a perseguir a la mujer que había dado a luz al varón. Pero se le dieron a la mujer las dos alas del águila grande para que volara al desierto, a su lugar; allí será mantenida lejos del dragón por un tiempo, dos tiempos y la mitad de un tiempo. Entonces la serpiente vomitó de su boca como un río de agua detrás de la mujer para que la arrastrara, pero la tierra vino en ayuda de la mujer. Abrió la tierra su boca, y se tragó el río que el dragón había vomitado. Entonces el dragón se enfureció contra la mujer y se fue a hacer la guerra al resto de sus hijos, es decir, a los que observan los mandamientos de Dios y guardan el mensaje de Jesús. Y se quedó a orillas del mar.» (Ap 12, 13-18)

Al analizar este pasaje de la Biblia, reluce un aspecto fundamental: cuando el dragón vio que había sido arrojado a la tierra, se puso a perseguir a la mujer. María comienza a ser perseguida por Satanás desde los inicios del cristianismo.

¿Por qué? Porque María es la señal. Esta es la forma perfecta para destruir indirectamente al Mesías: si se afirma, por ejemplo, que María no fue virgen, desaparece la señal por la que los hombres podrían saber quién es el Salvador.

Eso, precisamente, fue lo que hicieron los judíos de la época:

«¿No es éste el hijo del carpintero?» (Mt 13, 55)

Al afirmar que Jesús era hijo de José, el carpintero, María no sería virgen; y, por lo tanto, la señal quedaba eliminada. Eliminada la señal, Jesús no sería el Mesías, y el cristianismo desaparecería.

Por eso, los cristianos que sostienen que María no fue virgen están declarando que Jesús no es el Salvador, el Mesías, el Hijo de Dios. Y eso significaría que el cristianismo es un invento de los hombres. Aquellos que lo hacen son, sin darse cuenta, instrumentos del demonio, como lo son también los que dicen que Jesús tuvo más hermanos, que es lo mismo que decir que María tuvo más hijos.

Quizá algunos creen eso porque en los evangelios se habla de los hermanos de Jesús. Lo que sucede es que, entre los judíos, la palabra «hermano» equivalía a primo, tío, sobrino, cuñado, hermano… en fin, todos los descendientes de un abuelo. Veamos los siguientes ejemplos:

Abram llama hermano a Lot:

«En cuanto oyó Abram que los cuatro jefes habían llevado prisionero a su hermano Lot, escogió trescientos dieciocho de sus hombres que se habían criado en su casa y los persiguió hasta la ciudad de Dan.» (Gn 14, 14)

Pero se sabía que Lot era sobrino de Abram (2 versículos antes):

«Se llevaron también con ellos a Lot, hijo del hermano de Abram, con todo lo que tenía, pues vivía en Sodoma.” (Gn 14, 12)

Labán llama hermano a Jacob:

«Entonces Labán le dijo: “¿Acaso porque eres hermano mío vas a trabajar para mí de balde? Dime cuál va a ser tu salario.”» (Gn 29, 15)

Pero Jacob es sobrino de Labán; se leía 2 también versículos antes:

«Apenas supo Labán que Jacob era el hijo de su hermana, corrió a su encuentro, lo abrazó, lo besó, y lo llevó a su casa.» (Gn 29, 13)

Es más: en la Biblia se llama «hermana» a la esposa:

Me robaste el corazón, hermana mía, esposa mía, me robaste el corazón con una sola mirada tuya, con una sola de las perlas de tu collar. (Ct 4, 9)

Tobías respondió: «No comeré ni beberé hasta que decidas acerca de lo que te he pedido.» Y Ragüel dijo: «Ahora mismo lo decido. Hoy Sara te es entregada conforme a las disposiciones del Libro de Moisés; entiende, pues, que Dios mismo te la entrega. Recibe a tu hermana, pues en adelante tú serás para ella un hermano, y ella, una hermana para ti. Que el Señor del Cielo los guíe por el buen camino esta misma noche, pues sus caminos son misericordia y paz.» .Luego Ragüel llamó a su hija Sara, que se acercó. Le tomó la mano y la puso en manos de Tobías, diciendo: «Recíbela conforme a la Ley, de acuerdo con las disposiciones del Libro de Moisés, que hace de ella tu esposa. Llévala a la casa de tu padre. El Dios del Cielo los guíe por los caminos de la paz.» Luego dijo a la madre que trajera una hoja de papiro; escribió en ella el contrato matrimonial, y lo firmaron. Terminado esto, se pusieron a comer y beber. (Tb 7, 12-14)

Ragüel llamó a su esposa y le dijo: «Hermana, prepara otro dormitorio para Sara.» Ella preparó la habitación y llevó a Sara, que se puso a llorar. (Tb, 12, 15)

Y también son hermanos todos los que pertenecen a la misma tribu o a la misma fe. Solo así se pueden entender las siguientes frases:

De los hijos de Quehat: a Uriel, el jefe y a sus hermanos, ciento veinte. (1Cro 15, 5)

Uno de aquellos días, Pedro tomó la palabra en medio de ellos —había allí como ciento veinte personas—, y les dijo: «Hermanos… (Hch 1, 15-16a)

Y le preguntó: «¿De dónde eres?» El joven respondió: «Soy uno de los hijos de Israel, tus hermanos». (Tb 5, 5a)

Tobías contó a su padre que había encontrado a un hermano israelita, y el padre le contestó: «Llámalo para saber a qué familia y tribu pertenece; y si es digno de confianza, para que te acompañe.» (Tb 5, 9)

Tobit exclamó: «Que te conserves sano y salvo, hermano. No te enojes porque he querido conocer la verdad acerca de tu familia. Eres de nuestra parentela, de clase buena y honrada. Conozco a Ananías y a Natán, hijos de Semeías, el grande. Íbamos a Jerusalén y rezábamos juntos allí; ellos nunca cayeron en el error cuando se desviaron sus hermanos; tus hermanos son buenos, tu raza es noble. ¡Bien venido seas!» (Tb 5, 14)

Ragüel, que oyó esto, dijo al joven: «Come y bebe tranquilo, porque eres el único que tiene derecho a casarse con mi hija; no puedo darla a otro sino a ti, ya que eres mi pariente más cercano. Ahora debo decirte la verdad: la he dado a siete hombres de nuestros hermanos y todos murieron la noche de bodas. Pero tú, come y bebe, que el Señor les dará su gracia y su paz.» (Tb 7, 10)

Además, si María tenía otros hijos, ¿por qué, en la Cruz, no encargó su Madre a uno de ellos?:

«Cerca de la cruz de Jesús estaba su madre, con María, la hermana de su madre, esposa de Cleofás, y María de Magdala. Jesús, al ver a la Madre y junto a ella al discípulo que más quería, dijo a la Madre: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Después dijo al discípulo: “Ahí tienes a tu madre”. Y desde aquel momento el discípulo se la llevó a su casa.» (Jn 19, 25-27)

Si los otros hermanos existían, ¿por qué no estaban ahí? Y si estaban, ¿por qué no se opusieron?

Hay también quienes sostienen que la Biblia presenta a Jesús como primogénito y que, por consiguiente, María tuvo más hijos:

Y dio a luz a su hijo primogénito (Lc 2, 7a).

Pero el libro sagrado deja claro que el primogénito es el primer nacido, haya o no haya más nacimientos. Los judíos debían consagrar a Dios al primer hijo:

«Todos los primogénitos de los hijos de Israel son míos, tanto de hombre como de animales.» (Ex 13, 2)

¿Cuándo se debía consagrar a Dios al primer hijo? Para estar seguro de que iba a ser el primero de varios o de muchos, y no el único, ¿había que esperar hasta que naciera el segundo? La Ley exigía que se hiciera eso pronto; por lo tanto no es posible que la palabra «primogénito» signifique «el primero».

Esto se demuestra por el hallazgo hecho el año 1922, en Tell El Yejudieh, Egipto: se encontró una lápida escrita en griego, el año 5 antes de Cristo, que decía: «La joven madre judía Arsénoe murió entre los dolores del parto al dar a luz a su hijo primogénito.»

Por otra parte, algunas personas afirman que María, después del nacimiento de Jesús, sí tuvo relaciones sexuales con José, basados en el siguiente versículo:

Y María no tuvo relación con José hasta que nació Jesús. (Mt 1, 25)

«Hasta que» no significa que después sí hubo relaciones, sino que Jesús nació sin la participación de José, por obra del Espíritu Santo. Esta es una manera de expresarse, común en la Biblia:

Y Micol, hija de Saúl, no tuvo hijos hasta el día de su muerte. (2S 6, 23)

Esto no puede indicar que después sí los tuvo, pues estaba muerta.

Lo mismo ocurre si leemos:

«Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin de la historia.» (Mt 28, 20b)

Tampoco quiere decir esto que Jesús ya no estará con nosotros después del fin de la historia.

Además, aseverar que María perdió la virginidad después de haber tenido a Jesús no tiene sentido: ¿para qué habría realizado Dios ese milagro tan extraordinario de hacer nacer a su Hijo de una virgen, si luego ella perdería la virginidad al concebir y tener a sus otros hijos?

Satanás, en su guerra contra María, la señal, suscita en las mentes de algunos la idea de que José y la Virgen, al vivir tanto tiempo bajo un mismo techo, debieron tener relaciones sexuales. Y es que el demonio tiene tan corrompido al mundo de hoy, que son pocos los que entienden una vida pura, como la de los sacerdotes, religiosos y religiosas, que ofrecen a Dios la virginidad por amor al reino de los cielos; o una vida de amor espiritual como la que llevaron José y la Virgen, respetándose con una delicadeza extrema, ya que tenían una vocación sublime: ser los padres del Hijo de Dios… En cambio, muchos prefieren la sexualidad desaforada y el placer, porque son esclavos del dragón.

Lo que pasa es que el demonio nos quiere divertidos mientras que Dios nos quiere convertidos.

Veamos ahora lo que le pasó a José, para entender otra forma que utilizó —y todavía usa— el demonio para destruir la señal:

«Este fue el principio de Jesucristo: María, su madre, estaba comprometida con José; pero antes de que vivieran juntos, quedó embarazada por obra del Espíritu Santo. Su esposo, José, pensó despedirla, pero como era un hombre bueno, resolvió repudiarla en secreto. Mientras lo estaba pensando, el Ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: “José, descendiente de David, no tengas miedo de llevarte a María, tu esposa, a tu casa; si bien está esperando es por obra del Espíritu Santo, tú eres el que pondrás el nombre al hijo que dará a luz. Y lo llamarás Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados”. Todo esto sucedió para que se cumpliera lo que había dicho el Señor por boca del profeta: La virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrán por nombre Emmanuel, que significa: Dios–con–nosotros. Cuando José se despertó, hizo lo que el Ángel del Señor le había ordenado y tomó consigo a su esposa. Y sin que hubieran tenido relaciones, dio a luz un hijo, al que puso por nombre Jesús.» (Mt 1, 18-25)

Dice el texto que José era un hombre bueno. Así son la mayoría de los cristianos: hombres y mujeres buenos, como José. No le hacen mal a nadie, cumplen los mandamientos de Dios, leen la Biblia y la estudian, se alejan de los vicios, son buenos esposos y padres, etc. Pero algunos, como José, deciden abandonar a María en secreto, no recibirla en sus casas, no recibirla en sus vidas. Y, ¿por qué? Porque, también como ese hombre bueno, tienen miedo. El ángel tuvo que decirle: “José, descendiente de David, no tengas miedo de llevarte a María, tu esposa, a tu casa; si bien está esperando es por obra del Espíritu Santo”. A esos cristianos tenemos que gritarles, como el ángel le gritó a José: ¡No tengan miedo de recibir a María en sus casas! ¡Lo que ella trajo al mundo es obra del Espíritu Santo! No la rechacen, pues estarían rechazando al Espíritu Santo.

Hablar de María es, por lo tanto, hablar de la obra del Espíritu Santo. Por eso los católicos hablamos mucho de la Virgen; porque amamos la obra del Espíritu Santo.

Y así como Jesús quiso venir al mundo a través de María, asimismo todos podemos llegar a Dios más fácilmente a través de ella: si Dios quiso necesitar de María para venir al mundo, siendo todopoderoso, ¡cuánto más la necesitaremos nosotros, que somos simples criaturas!

En esta guerra contra María y los que la siguen, otro ataque del demonio es el rechazo a la honra que se le hace a María. Dicen algunos, incitados por el odio que le tiene el demonio a la Virgen, que los católicos adoran a María. Pero los católicos no adoramos a la Virgen María, considerándola Dios; sino que la veneramos, es decir, la respetamos por su dignidad y grandes virtudes; y así cumplimos la profecía que ella misma hizo en la visita que le hizo a su prima Isabel:

«Por entonces María se fue deprisa a una ciudad ubicada en los cerros de Judá. Entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel. Al oír Isabel su saludo, el niño dio saltos en su vientre. Isabel se llenó del Espíritu Santo y exclamó en alta voz: “¡Bendita tú eres entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Cómo he merecido yo que venga a mí la madre de mi Señor? Apenas llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de alegría en mis entrañas. ¡Dichosa tú por haber creído que se cumplirían las promesas del Señor!” María dijo entonces: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador, porque se fijó en su humilde esclava, y desde ahora todas las generaciones me dirán feliz. El Poderoso ha hecho grandes cosas por mí: ¡Santo es su Nombre!”» (Lc 1, 39-49)

Debe notarse que María dice que todas las generaciones la felicitarán. Eso significa que los católicos, al venerarla, estamos cumpliendo simplemente las palabras de la Biblia, mientras que los que no la honran no lo están haciendo.

Fue exactamente lo mismo lo que le pasó a Isabel quien, llena del Espíritu Santo exclamó en alta voz: “¡Bendita tú eres entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! Es que hay que estar llenos del Espíritu Santo para gritar ¡Bendita! a la Santísima Virgen María; pero si no estamos llenos del Espíritu Santo, no entendemos esa devoción.

Un análisis adicional que se debe hacer del fragmento evangélico anterior es el siguiente: Isabel, al exclamar ¿Cómo he merecido yo que venga a mí la madre de mi Señor?, está afirmando que María es la Madre de Dios, dignidad insuperable en la historia de la humanidad; esta extraordinaria mujer merece, solo por ese título, los honores más altos que pueda recibir persona alguna en el mundo presente, en el pasado o en el futuro. Si les rendimos honores a los grandes hombres de la ciencia, si veneramos a los inventores y a quienes han hecho avanzar a la humanidad, dándoles pergaminos o diplomas, haciéndoles homenajes públicos, aplaudiéndolos y elogiándolos, ¿cuánto más deberíamos hacer por la única mujer a la que la Biblia llama «Madre del Señor»?

Y es que cuando se dice que una mujer es la madre de alguien, no se está afirmando que ella haya formado su alma y su cuerpo: solo su cuerpo fue heredado de ella. Así mismo, cuando se afirma que María, la Virgen, es Madre de Dios, nadie piensa que ella sea Madre de la Divinidad, sino que es Madre de uno que es Dios. La Virgen no creó a Dios, como las madres tampoco crearon a sus hijos, pero es su Madre.

Sería absurdo afirmar que nació primeramente un hombre vulgar de la santa Virgen, y luego descendió sobre él el Verbo sino que, unido desde el seno materno, se sometió a nacimiento carnal.

Pero lo que más exalta la personalidad de María es que, siendo tan maravillosas su misión, su vida y su dignidad, ella no se sintió orgullosa por ello: al elogio de su prima no respondió diciendo: “Gracias, Isabel, ¿te diste cuenta lo importante que soy?”; tampoco dijo: “Al fin alguien que se da cuenta de mis prerrogativas”; ni mucho menos: “Me alegro, porque Dios se fijó en mis cualidades”… No. Ella, la más admirable mujer de la historia, dijo: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador, porque se fijó en su humilde esclava, y desde ahora todas las generaciones me dirán feliz. El Poderoso ha hecho grandes cosas por mí: ¡Santo es su Nombre!”

Ella se alegra en Dios, no por ella. Se proclama a sí misma “humilde” y “esclava”. Y afirma que es el Poderoso quien ha hecho grandes cosas en ella. Es el colmo de la perfección: no solamente es la mayor criatura, sino la más humilde de todas.

Para verificar la importancia de María, veamos cómo la Biblia la presenta junto a Jesús, en los momentos más importantes de su misión salvadora:

En el momento en que Dios se manifiesta por primera vez al pueblo de Israel, es decir, cuando llegan los pastores al pesebre, ellos lo encuentran junto a María:

«Fueron apresuradamente y hallaron a María y a José con el recién nacido acostado en el pesebre.» (Lc 2, 16)

Cuando Dios Hijo se manifiesta a los paganos (a los no judíos), está, de nuevo, junto a su Madre. Dice el Evangelio que llegaron unos Magos que venían de Oriente buscando al Rey de los judíos recién nacido:

«¡Qué alegría tan grande: habían visto otra vez a la estrella!. Al entrar a la casa vieron al niño con María, su madre; se arrodillaron y le adoraron. Abrieron después sus cofres y le ofrecieron sus regalos de oro, incienso y mirra.» (Mt 2, 10-11)

A este episodio la Iglesia lo llama la Epifanía, es decir, la manifestación del Mesías al mundo entero. Por eso se representan tres razas en las figuras de los Magos.

Más adelante, al manifestarse por primera vez como el Mesías, es decir, cuando hace el primer milagro, María está con Jesús:

«Más tarde se celebraba una boda en Caná de Galilea, y la madre de Jesús estaba allí. También fue invitado Jesús a la boda con sus discípulos.» (Jn 2, 1-2)

Y cuando Jesús da al mundo la mayor muestra de amor al morir en una cruz, derramando su Sangre para perdonar nuestros pecados, con Él está María:

«Cerca de la cruz de Jesús estaba su madre, con María, la hermana de su madre, esposa de Cleofás, y María de Magdala.» (Jn 19, 25)

Finalmente, la Iglesia naciente se reúne en Jerusalén para esperar la venida del Espíritu Santo, junto con María en el Cenáculo:

«Todos ellos perseveraban juntos en la oración en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos.» (Hch 1, 14)

Por eso es imposible entender a Jesús sin María, o comprender la salvación sin María, o concebir el cristianismo sin María.

Pero, ¿es María madre nuestra?

Dice Pablo:

«Ustedes son el cuerpo de Cristo y cada uno en su lugar es parte de él.» (1Co 12, 27).

Estas palabras son claras: somos parte del cuerpo de Cristo, que es la cabeza de ese cuerpo:

«Y él es la cabeza del cuerpo, es decir, de la Iglesia, él que renació primero de entre los muertos, para que estuviera en el primer lugar en todo.» (Col 1, 18)

Y lo reafirma en otras partes:

«Estaremos en la verdad y el amor, e iremos creciendo cada vez más para alcanzar a aquel que es la cabeza, Cristo. Él hace que el cuerpo crezca, con una red de articulaciones que le dan armonía y firmeza, tomando en cuenta y valorizando las capacidades de cada uno. Y así el cuerpo se va construyendo en el amor.» (Ef 4, 15-16)

«El hombre es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia, cuerpo suyo, del cual es asimismo salvador.» (Ef 5, 23)

«Miren cuántas partes tiene nuestro cuerpo, y es uno, aunque las varias partes no desempeñan la misma función. Así también nosotros formamos un solo cuerpo en Cristo. Dependemos unos de otros.» (Rm 12, 4-5)

«…mantenerse en contacto estrecho con aquel que es la cabeza. Él mantiene la unidad del cuerpo entero por un conjunto de nervios y ligamentos, y le da firmeza haciéndolo crecer según Dios». (Col 2, 19)

«Dios, colocó todo bajo sus pies [los de Cristo], y lo constituyó Cabeza de la Iglesia. Ella es su cuerpo y en ella despliega su plenitud el que lo llena todo en todos.» (Ef 1, 22-23)

Eso significa que, si María fue la Madre de Jesús, nosotros somos sus hijos, pues no puede una madre dar vida sólo a la cabeza, sino al cuerpo entero.

Así como el rey Salomón le rindió homenajes a su madre, los católicos rinden homenaje a su Madre, la Madre de todos.

Un solo Mediador

Un sólo Mediador se nos ha dado: Jesús (mediador es el que paga lo que uno debe).

Pero también hay intercesores, es decir, otro tipo de mediadores (mediar también significa: «interceder o rogar por uno»): son los que suplican al ofendido que perdone al ofensor o que envíe ayudas especiales al necesitado:

«Oren unos por otros para que sean salvos.» (St 5, 16)

Esto quiere decir que la salvación puede llegar mediante las oraciones de los otros.

Hay otro ejemplo en la Biblia:

«Por lo tanto, consíganse siete becerros y siete carneros y vayan a ver a mi servidor Job. Ofrecerán un sacrificio de holocausto, mientras que mi servidor Job rogará por ustedes. Ustedes no han hablado bien de mí, como hizo mi servidor Job, pero los perdonaré en consideración a él.» (Jb 42, 8)

En este caso, Job aparece como intermediario entre los hombres y Dios para rogar en favor de ellos, no para pagar sus deudas.

Pero hay un ejemplo mejor en la misma Biblia:

«“Perdona pues el pecado de este pueblo con esa gran misericordia y esa paciencia que has tenido para con él, desde su salida de Egipto hasta el día de hoy”. El Señor respondió: “Ya que tú me lo pides, lo voy a perdonar”.» (Nm 14, 19–20)

En esta ocasión, Moisés intercedió por el pueblo y fue oído.

Igual pueden interceder todos los amigos de Jesús, los amigos de Jesús que están en el Cielo (porque en el infierno no hay amigos de Jesús), es decir, los santos.

Y si los amigos de Jesús pueden servirnos de intercesores ante Él, mucho más su Madre, como lo hizo en Caná:

«Tres días más tarde se celebraba una boda en Caná de Galilea, y la madre de Jesús estaba allí. También fue invitado Jesús a la boda con sus discípulos. Sucedió que se terminó el vino preparado para la boda, y se quedaron sin vino. Entonces la madre de Jesús le dijo: “No tienen vino”. Jesús le respondió: “Mujer, ¿por qué te metes en mis asuntos? Aún no ha llegado mi hora.” Pero su madre dijo a los sirvientes: “Hagan lo que él les diga”. Había allí seis recipientes de piedra, de los que usan los judíos para sus purificaciones, de unos cien litros de capacidad cada uno. Jesús dijo: “Llenen de agua esos recipientes”. Y los llenaron hasta el borde. “Saquen ahora, les dijo, y llévenle al mayordomo”. Y ellos se lo llevaron.

Después de probar el agua convertida en vino, el mayordomo llamó al novio, pues no sabía de dónde provenía, a pesar de que lo sabían los sirvientes que habían sacado el agua. Y le dijo: “Todo el mundo sirve al principio el vino mejor, y cuando ya todos han bebido bastante, les dan el de menos calidad; pero tú has dejado el mejor vino para el final”.» (Jn 2, 1–10)

De modo, pues, que una cosa es ser Mediador y otra intercesor.

¿Se les puede pedir cosas a los santos?

¿Dice la Biblia algo de esto?

Efectivamente, son muchos los pasajes en los que la Biblia llama «santo» o «santos» a algunos seres humanos. Veamos algunos.

  • «No nos retires tu misericordia, por Abraham, tu amigo, por Isaac, tu siervo, por Israel, tu santo.» (Dn 3, 35)
  • «La sabiduría hizo que lo que ellos emprendían tuviera éxito gracias a un santo » (Sb 11, 1)
  • «Envidiaron a Moisés, en el campamento, y a Aarón, el santo del Señor.» (Sal 106, 16)
  • «Le colocó también el turbante en la cabeza, y puso en su parte delantera la lámina de oro: ésta era la corona de santidad que el Señor había mandado a Moisés.» (Lv 8, 9)
  • «Por eso el varón santo te suplica en la hora de la angustia.» (Sal 32, 6)
  • «La dama dijo entonces a su marido: «Mira, este hombre que siempre pasa por nuestra casa es un santo varón de Dios.» (2R 4, 9)
  • «Herodes veía que Juan era un hombre justo y » (Mc 6, 20)

Además, en la Biblia se llama «santo» al pueblo de Dios:

  • «Cuando el pueblo santo sea totalmente aplastado y sin fuerza, entonces se cumplirán estas cosas.» (Dn 12, 7)
  • «Pues tú eres un pueblo santo y consagrado al Señor, tu Dios.» (Dt 14, 2)
  • «El Señor hará de ti su pueblo santo, como te ha jurado si tú guardas sus mandamientos y sigues sus caminos.» (Dt 28, 9)
  • «Yo soy el Señor, quien los hace » (Ez 20, 12)
  • «Para tus santos, sin embargo, resplandecía la luz.» (Sb 18, 1)
  • «Teme al Señor, pueblo de los santos, pues nada les falta a los que lo temen.» (Sal 34, 10)

Y la Palabra de Dios nos pide constantemente que seamos santos:

  • «Habla a toda la comunidad de los hijos de Israel y diles: Sean santos, porque yo, el Señor, Dios de ustedes, soy Santo.» (Lv 19, 2)
  • «Pues Dios no nos llamó a vivir en la impureza, sino en la » (1Ts 4, 7)
  • «En Cristo, Dios nos eligió antes de que creara el mundo, para estar en su presencia santos y sin mancha.» (Ef 1, 4)
  • «Si es santo el que los llamó, también ustedes han de ser santos en toda su conducta.» (1Pe 1, 15)
  • «Que el bueno siga practicando el bien y el santo creciendo en santidad.» (Ap 22, 11)
  • «Revístanse, pues, del hombre nuevo, el hombre según Dios que él crea en la verdadera justicia y » (Ef 4, 24)
  • «Serán santos para su Dios y no profanarán su Nombre porque son ellos los que ofrecen los sacrificios por el fuego, alimento de su Dios; por esto han de ser » (Lv 21, 6)

Por eso, es frecuente que los cristianos, con alegría, se llamen «santos»:

  • «Así, pues, ya no son extranjeros ni huéspedes, sino ciudadanos de la ciudad de los santos; ustedes son de la casa de Dios.» (Ef 2, 19)
  • «Recíbanla bien, como debe hacerse entre cristianos y santos hermanos, y ayúdenla en todo lo que necesite, pues muchos están en deuda con ella, y yo también.» (Rm 16, 2)
  • «¡Feliz y santo es el que participa en la primera resurrección! La segunda muerte ya no tiene poder sobre ellos: serán sacerdotes de Dios y de su Mesías y reinarán con él mil años.» (Ap 20, 6)
  • «Respecto a la colecta en favor de los santos, sigan también ustedes las normas que di a las Iglesias de Galacia.» (1Co 16, 1)
  • «Y si es esto lo que esperamos de él, querremos ser santos como él es santo.» (1Jn 3, 3)
  • «Si alguno, pues, trata de no cometer las faltas de que hablo, será como vajilla noble: será santo, útil al Señor, apropiado para toda obra buena.» (2Tm 2, 21)

Y es que Dios mismo nos pide que manifestemos con nuestra vida santa la santidad de Dios:

  • «Recuerda que ustedes se rebelaron contra mis órdenes en el desierto de Zin, cuando la comunidad murmuró por el asunto del agua, y a ustedes les mandé que manifestaran mi santidad delante de ellos. (Estas son las aguas de Meribá en Cadés en el desierto de Zin.)» (Nm 27, 14)
  • «Por tu Sabiduría formaste al hombre para que domine a todas las criaturas por debajo de ti, para que gobierne al mundo con santidad y justicia, y tome sus decisiones con recta conciencia.» (Sb 9, 2-3)
  • «Entonces Moisés dijo a Aarón: “Esto es lo que el Señor había declarado: Daré a conocer mi santidad a través de los que se allegan a mí, y a vista de todo el pueblo seré glorificado.” Aarón no agregó palabra.» (Lv 10, 3)
  • «Quisiera que saquen provecho de cada cosa y cada circunstancia, para que lleguen puros e irreprochables al día de Cristo, habiendo hecho madurar, gracias a Cristo Jesús, el fruto de la Esto será para gloria de Dios, y un honor para mí.» (Flp 1, 10-11)
  • «…de este modo el que comunicaba la santidad se identificaría con aquellos a los que santificaba.» (Hb 2, 11)

Por otra parte, es importante que progresemos en la santidad:

«El que se queda con la leche no entiende todavía el lenguaje de la vida en santidad, no es más que un niño pequeño.» (Hb 5, 13)

Y Dios mismo nos ayuda:

«Nuestros padres nos corregían sin ver más allá de la vida presente, tan corta, mientras que Él mira a lo que nos ayudará a alcanzar su propia santidad.» (Hb 12, 10)

Para nunca apartarnos de esa santidad:

«Más les valdría no haber conocido los caminos de la santidad, que después de haberlos conocido, apartarse de la santa doctrina que les fue enseñada.» (2Pe 2, 21)

Por eso no debe admirar que se les diga «santos» a todos los que han vivido bien su cristianismo; que a Pablo se le diga san Pablo; a Pedro, san Pedro; y así, a muchos.

Sin embargo, algunos niegan la inmortalidad del alma. En ese caso, no existirán los santos en el Cielo, y no podrían interceder por nosotros.

Por eso, conviene revisar la Escritura:

Pero Dios creó al hombre a imagen de lo que en él es invisible, y no para que fuera un ser corruptible. (Sb 2, 23)

Porque Dios no hizo la muerte, y no le gusta que se pierdan los vivos. Él creó todas las cosas para que existan; las especies que aparecen en la naturaleza son medicinales, y no traen veneno ni muerte. La tierra no está sometida a la muerte. (Sb 1, 13-14)

Y, si no está sometida a la muerte, ¿en qué consiste la muerte para la Biblia?

El polvo vuelve a la tierra de donde vino, y el espíritu sube a Dios que lo dio. (Qo 12, 7)

Quiere decir esto que hay algo que sobrevive.

Por eso, Jacob espera, después de muerto, irse a reunir en el más allá con su hijo, a quien cree muerto:

Todos sus hijos e hijas acudieron a consolarlo, pero él no quería ser consolado, y decía: «Estaré todavía de duelo cuando descienda donde mi hijo al lugar de las Sombras.» Y su padre lo lloró. (Gn 37, 35)

Lo mismo se explica en el Antiguo Testamento cuando hablan de los que mueren:

Abraham murió luego de una feliz ancianidad, cargado de años, y fue a reunirse con sus antepasados. (Gn 25, 8)

Ismael vivió ciento treinta y siete años. Luego murió y fue a juntarse con sus antepasados. (Gn 25, 17)

Isaac vivió ciento ochenta años; murió muy anciano y fue a reunirse con sus antepasados. Lo sepultaron sus hijos Esaú y Jacob. (Gn 35, 28-29)

Cuando Jacob hubo terminado de dar estas instrucciones a sus hijos, recogió sus pies en la cama y expiró, y fue a reunirse con sus antepasados. (Gn 49, 33)

Aunque no fueran enterrados con sus antepasados, el libro sagrado afirma repetidas veces que se reunirían con ellos.

Y es que el alma, o dígase el espíritu, deja el cuerpo como quien deja una tienda que ha habitado:

«Sabiendo que pronto será desarmada esta tienda mía, según me lo ha manifestado nuestro Señor Jesucristo.» (2P 1, 14)

Se asegura que habrá vida:

«Pues Cristo quiso morir por el pecado y para llevarnos a Dios, siendo esta la muerte del justo por los injustos. Murió por ser carne, y luego resucitó por el Espíritu. Entonces fue a predicar a los espíritus encarcelados; me refiero a esas personas que se negaron a creer en tiempo de Noé, cuando se iba acabando la paciencia de Dios y Noé ya estaba construyendo el arca. Pero algunas personas, ocho en total, entraron al arca y se salvaron a través del agua.» (1Pe 3, 18-20)

«Sabemos que si nuestra casa terrena o, mejor dicho, nuestra tienda de campaña, llega a desmontarse, Dios nos tiene reservado un edificio no levantado por mano de hombres, una casa para siempre en los cielos. Sí, mientras estamos bajo tiendas de campaña sentimos un peso y angustia: no querríamos que se nos quitase este vestido, sino que nos gustaría más que se nos pusiese el otro encima y que la verdadera vida se tragase todo lo que es mortal. Por eso nos viene incluso el deseo de salir de este cuerpo para ir a vivir con el Señor. (2Co 5, 1. 4. 8)

Cristo es mi vida, y de la misma muerte saco provecho. Pero veo que, mientras estoy en este cuerpo, mi trabajo da frutos, de modo que ya no sé qué escoger. Estoy apretado por los dos lados: por una parte siento gran deseo de largarme y estar con Cristo, lo que sería sin duda mucho mejor. (Flp 1, 21-23)

Jesús mismo le promete la vida eterna al buen ladrón:

Jesús le respondió: «En verdad te digo que hoy mismo estarás conmigo en el paraíso.» (Lc 23, 43)

Definitivamente, en la Biblia encontramos muchas citas que ratifican que las almas siguen viviendo después de la muerte del individuo:

«Cuando abrió el quinto sello, divisé debajo del altar las almas de los que fueron degollados a causa de la palabra de Dios y del testimonio que les correspondía dar. Se pusieron a gritar con voz muy fuerte: “Santo y justo Señor, ¿hasta cuándo vas a esperar a hacer justicia y tomar venganza por nuestra sangre a los habitantes de la tierra?”» (Ap 6, 9-10)

Cristo, en este aspecto es enfático:

«¿Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? Él no es un Dios de muertos, sino de vivos.» (Mt 22, 32)

«Y en cuanto a saber si los muertos resucitan, ¿no han leído en el libro de Moisés, en el capítulo de la zarza, cómo Dios le dijo: Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos. (Mc 12, 26-27a) «Y todos viven por Él». (Lc 20, 38)

Por eso Esteban clamó antes morir:

«Señor Jesús, recibe mi espíritu.» (Hch 7, 59b)

La muerte verdadera es la eterna:

Estando en el infierno, en medio de los tormentos, el rico levantó los ojos y vio a lo lejos a Abraham y a Lázaro con él en su regazo. Entonces gritó: «Padre Abraham, ten piedad de mí, y manda a Lázaro que moje en agua la punta de su dedo y me refresque la lengua, porque me atormentan estas llamas.» Abraham le respondió: «Hijo, recuerda que tú recibiste tus bienes durante la vida, mientras que Lázaro recibió males. Ahora él encuentra aquí consuelo y tú, en cambio, tormentos. Además, mira que hay un abismo tremendo entre ustedes y nosotros, y los que quieran cruzar desde aquí hasta ustedes no podrían hacerlo, ni tampoco lo podrían hacer del lado de ustedes al nuestro.» (Lc 16, 23-26)

Solamente van a morir eternamente los que pecan:

«Porque todas las vidas me pertenecen, tanto la vida del hijo como la del padre, y el que peca, ese morirá. Quien debe morir es el que peca.» (Ez 18, 4. 20a)

Por eso, Jesús nos dice:

«No teman a los que sólo pueden matar el cuerpo, pero no el alma; teman más bien al que puede destruir alma y cuerpo en el infierno.» (Mt 10, 28)

Es que todos los que creen en Jesús creen en la resurrección:

«No se asombren de esto; llega la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán mi voz. Los que obraron el bien resucitarán para la vida, pero los que obraron el mal irán a la condenación.» (Jn 5, 28-29)

«Y espero de Dios, como ellos mismos esperan, la resurrección de los muertos, tanto de los justos como de los pecadores.» (Hch 24, 15)

«Les damos esto como palabra del Señor: nosotros, los que ahora vivimos, si todavía estamos con vida cuando venga el Señor, no tendremos ventaja sobre los que ya han muerto. Cuando se dé la señal por la voz del arcángel y la trompeta divina, el mismo Señor bajará del cielo. Y primero resucitarán los que murieron en Cristo.» (1Ts 4, 15-16)

«Algunos dirán: ¿Cómo resurgen los muertos? ¿Con qué clase de cuerpo vuelven? ¡Necio! Lo que tú siembras debe morir para recobrar la vida. Y lo que tú siembras no es el cuerpo de la futura planta, sino un grano desnudo, ya sea de trigo o de cualquier otra semilla. Lo mismo ocurre con la resurrección de los muertos. Se siembra un cuerpo en descomposición, y resucita incorruptible. Porque es necesario que nuestro ser mortal y corruptible se revista de la vida que no conoce la muerte ni la corrupción.» (1Co 15, 35-37. 42. 3)

Y, si resucitan, están vivos, y pueden interceder por nosotros:

Luego se le había aparecido, orando en igual forma, un anciano canoso y digno que se distinguía por su buena presencia y su majestuosidad. Entonces el sumo sacerdote Onías había dicho a Judas: «Este es el que ama a sus hermanos, el que ruega sin cesar por el pueblo judío y por la Ciudad Santa. Es Jeremías, el profeta de Dios.» Y Jeremías había extendido su mano derecha entregando una espada de oro a Judas, mientras le decía: «Recibe como regalo de parte de Dios esta espada con la que destrozarás a los enemigos.» (2M 15, 13-16)

Y después de su muerte profetizó y anunció al rey su fin… (Sir 46, 23a)

En vida hizo prodigios, y después de muerto, todavía obró milagros. (Sir 48, 14)

El rico Epulón intercede por sus hermanos:

El otro replicó: «Entonces te ruego, padre Abraham, que envíes a Lázaro a la casa de mi padre». (Lc 16, 27)

Los santos participan ya con Cristo de la gloria del Reino del Padre. Por la fe, los cristianos creemos que la acción de los santos es más eficaz que si estuvieran todavía con nosotros. Ellos son nuestros amigos, ya que nos ofrecen un ejemplo qué seguir e interceden por nosotros.

Durante toda la historia de la humanidad, los seres humanos hemos venerado a los grandes hombres y mujeres de la historia, de la ciencia, de la inventiva, de las artes, en fin, de todas las áreas; les hacemos estatuas, fotografías, dibujos o grabados… La veneración se da también a seres humanos vivos: aplausos, flores, ovaciones, diplomas, pergaminos, etc.

El Señor le perdonó sus pecados y quiso que su poder perdurara por los siglos: se comprometió con él en lo que respecta a los reyes futuros, y le prometió que haría gloriosa su dinastía en Israel. (Sir 47, 11)

¡Oh Elías, tus milagros constituyeron tu gloria! ¿Quién podría vanagloriarse de ser como tú? (Sir 48, 4)

Entonces ¿por qué no rendirle homenaje a los santos?

Como el culto a María, el que le rendimos a los santos lleva a Dios y termina en Él.

Por eso, la Iglesia Católica distingue claramente los diferentes cultos u homenajes externos de respeto y amor que tributa el cristiano:

El culto de latría o adoración, que se tributa a Dios.

El culto de dulía o veneración, que se tributa a los ángeles y a los santos.

El culto de hiperdulía, que se tributa a la Virgen.

¿Está permitido el culto a los ángeles?

Como algunos cristianos niegan cualquier culto diferente al que se le da a Dios, porque lo consideran adoración, vale la pena tratar acerca de la veneración a los ángeles, que merecen un honor especial, ya que permanecen fieles a Dios, sirviéndolo y realizando algunas misiones a favor de los hombres.

Así que corre a su encuentro y pregúntale: ¿Tú estás bien? ¿Tu marido está bien? ¿El niño está bien?» Ella respondió: «Bien.» Llegó hasta el hombre de Dios y se abrazó a sus pies. Entonces se acercó Guejazí para separarla, pero el hombre de Dios le dijo: «Déjala, porque su alma está amargada y el Señor no me lo hizo saber ni me ha revelado el motivo de su pena.» (2R 4, 26-27)

Mientras Josué estaba cerca de Jericó, levantó los ojos y vio delante de sí a un hombre con una espada desenvainada en la mano. Se dirigió a él y le dijo: «¿Eres tú de los nuestros o de los enemigos?» Y él respondió: «No, yo soy el jefe del ejército del Señor, y acabo de llegar.» Josué se postró en tierra, lo adoró y dijo: «¿Qué ordena mi Señor a su servidor?» El jefe del ejército del Señor le dijo: «Quítate el calzado de tus pies; el lugar que pisas es santo.» Así lo hizo Josué. (Jos 5, 13-15)

Es evidente lo que la Palabra de Dios enseña con estos pasajes bíblicos: no solamente se puede dar muestras de veneración a los ángeles, sino que es bueno obedecerlos. Esa misma actitud de respeto se ve en otros pasajes de la Biblia:

«Yo soy Rafael, uno de los siete ángeles que tienen entrada a la Gloria del Señor.» Temblaron entonces, y los dos cayeron con el rostro en tierra, llenos de terror. (Tb 12, 15-16)

Esto es precisamente lo que se llama culto de veneración o de dulía, que la Iglesia Católica rinde a esos espíritus puros que están en la presencia de Dios.

¿Prohíbe Dios las imágenes?

La siguiente frase del Éxodo hace creer a algunos que Dios prohíbe las imágenes:

«No tendrás otros dioses fuera de mí. No te harás estatua ni imagen alguna de lo que hay arriba, en el cielo, abajo, en la tierra, y en las aguas debajo de la tierra. No te postres ante esos dioses, ni los sirvas, porque yo, el Señor, tu Dios, soy un Dios celoso.» (Ex 20, 3–5).

Esta frase es clara desde el comienzo: «No tendrás otros dioses fuera de mí». Por eso, lo que Dios pretendía, en esa época del Antiguo Testamento, era que el pueblo escogido no cayera en algo que los pueblos vecinos trataban de infundirles: la creencia en otros dioses, es decir, tener ídolos.

Así mismo, en el Deuteronomio se lee:

«No tendrás otro dios delante de mí. No te harás ídolos, no te harás figura alguna de las cosas que hay arriba en el cielo o aquí debajo en la tierra, ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra. Ante ellas no te hincarás ni les rendirás culto; porque yo, el Señor, tu Dios, soy un Dios celoso, que castigo la maldad de los padres en los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me odian.» (Dt 5, 7–9)

También es claro este mensaje desde el principio: «No tendrás otro dios delante de mí.». Quien lea lo anterior con sencillez y simplicidad (sin prevenciones ni prejuicios) puede darse cuenta de que la finalidad de estas palabras es el rechazo de Dios a la idolatría, no a hacer o tener imágenes.

La prueba de esto es que el mismo Dios manda hacer imágenes: la Biblia cuenta que, en el primer templo que Él manda construir en el mundo:

«El Señor habló a Moisés para decirle: “Me harán un santuario para que Yo habite en medio de ellos, y lo harán, como también todas las cosas necesarias para mi culto, según el modelo que Yo te enseñaré. Así mismo, harás dos querubines de oro macizo, y los pondrás en las extremidades de la cubierta.”» (Ex 25, 1.8-9.18)

Queda claro, entonces, que Dios no solamente permite que se hagan imágenes, sino que Él mismo las manda a hacer.

Además, el libro de Josué narra que él y los sacerdotes se postraron ante esas imágenes:

«Entonces Josué y todos los jefes de Israel rasgaron sus vestidos, se cubrieron de ceniza la cabeza y permanecieron postrados delante del Arca del Señor hasta la tarde.» (Jos 7, 6)

Más adelante, se nos cuenta cómo Dios, otra vez, manda a hacer otra imagen:

«El Señor le dijo a Moisés: «Hazte una serpiente de bronce y colócala en un poste. El que haya sido mordido, al verla, sanará».» (Nm 21, 8)

Y Moisés obedeció la orden de Dios:

«Moisés hizo una serpiente de bronce y la puso en un poste. Cuando alguien era mordido por una serpiente, miraba la serpiente de bronce y se sanaba.» (Nm 21, 9)

Cuenta la Biblia también que cuando Salomón construyó el templo le hizo imágenes:

«Dentro del Lugar Santísimo, puso dos querubines hechos de madera de olivo silvestre, de cinco metros de alto. Cada una de sus alas tenía dos metros y medio de largo, de manera que había cinco metros de una punta a la otra de las alas. Los dos querubines tenían exactamente la misma hechura y las mismas medidas: cinco metros de alto. Colocó los querubines dentro de la Casa, con las alas desplegadas, de manera que, por el lado exterior un ala tocaba la pared y, en el medio de la Casa, las alas de ambos se tocaban. Salomón cubrió de oro los dos querubines.» (1Re 6, 23-28)

Y, acto seguido, Salomón le hizo más imágenes al templo:

«Sobre el panel que estaba entre los listones había leones, bueyes y querubines. Lo mismo sobre los listones. Por encima y por debajo de los leones y de los toros había adornos.» (1Re 7, 29)

Finalmente, tras esa construcción, Dios se muestra complacido por el templo, lleno de imágenes:

«Cuando los sacerdotes salieron del Lugar Santo, la nube llenó la Casa del Señor.» (1Re 8, 10)

Dios no se puede contradecir: si Él mismo manda hacer imágenes, no las puede prohibir. Es la idolatría lo que Dios reprueba.

Dios prohibió hacer o tener imágenes para evitar que la fe en el único Dios, el Señor, se contaminara con las prácticas idolátricas, fetichistas y politeístas de los pueblos vecinos:

En efecto, cualquiera que se volvía al objeto de bronce se salvaba, no por lo que tenía a su vista, sino por ti, el Salvador de todos. (Sb 16, 7)

Por eso, la idolatría significa creer que un trozo de papel, yeso, bronce u otro material es un dios, que tiene poderes como tal, y que hay que adorarlo.

Israel fue entendiendo que el Señor es el único Dios de todos los pueblos y que las imágenes, altares, oraciones y cultos sólo a Él estaban destinados. Así, el peligro de la idolatría desapareció.

Entonces, el propio Dios, que se había mantenido invisible hasta ese momento, viendo ya maduro a su pueblo, quiso hacerse una imagen para que todos la pudieran contemplar, oír, tocar: se acercó a los hombres mediante una figura, la de Cristo:

Él es la imagen del Dios que no se puede ver. (Col 1, 15)

Se niegan a creer, porque el dios de este mundo los ha vuelto ciegos de entendimiento y no ven el resplandor del Evangelio glorioso de Cristo, que es imagen de Dios. (2Co 4, 4)

Con esta explicación, ¿cómo se podría pensar en volver a esas épocas anteriores de ignorancia y prohibir de nuevo las imágenes?

Las imágenes de Cristo nos recuerdan su vida y sus hechos en los pasajes que representan, nos impulsan a alabarlo por cuantas bondades realizó cuando vivió entre nosotros. Las imágenes son, y han sido durante mucho tiempo, la Biblia de los analfabetas y de los niños pequeños que todavía no saben leer.

Por otra parte, las imágenes de los santos nos ayudan a elevar nuestro corazón a Dios para bendecirlo por lo que hizo en ellos y a través de ellos, nos recuerdan la santidad a la que estamos llamados y estimulan nuestro esfuerzo por lograrla.

Adorar solamente a Dios

El Diccionario de la lengua española (de la Real Academia Española) define «Adorar» como: «Reverenciar con sumo honor o respeto a un ser, considerándolo como cosa divina» o «Reverenciar y honrar a Dios con el culto religioso que le es debido».

«Venerar», en cambio, es: «Respetar en sumo grado a una persona por su santidad, dignidad o grandes virtudes, o a una cosa por lo que representa o recuerda» o «Dar culto a Dios, a los santos o a las cosas sagradas».

Si veneramos con monumentos a los próceres de nuestra independencia, a la bandera que nos recuerda la Patria a la que pertenecemos, ¿por qué no podemos hacerlo con todo lo que nos recuerda y nos lleva a Cristo?

Del mismo modo, muchos tienen fotografías de sus hijos, cónyuge, padre o madre, parientes o amigos, y lo hacen para recordarlos y suscitar en su corazón sentimientos gratos con que los veneran…

Veamos algunos casos en los que la Biblia pone de relieve el respeto especial (veneración) que se les tiene a algunos personajes:

Hagamos ahora el elogio de los hombres ilustres, hagamos una reseña de nuestros antepasados. El Señor les dio una bella gloria, que es una parte de su gloria eterna. Unos fueron soberanos en su reino, hombres famosos por su energía; otros sobresalieron por sus sabias decisiones, hablaron como profetas. Otros guiaron al pueblo con sus consejos, le enseñaron con sus palabras llenas de sabiduría. Otros cultivaron la música, la poesía y la prosa. Otros fueron hombres ricos, personajes poderosos que vivieron en paz en sus dominios. Todos tuvieron fama en su vida y fueron un motivo de orgullo para sus contemporáneos. Si bien ellos dejaron un nombre, y todavía se repiten sus alabanzas, otros cayeron en el olvido, desaparecieron como si no hubieran existido, y lo mismo ocurrió con sus descendientes. Pero hablemos de los hombres de bien cuyas buenas obras no se han olvidado. Sus descendientes han heredado ese hermoso legado, su raza se mantiene fiel a la Alianza, sus hijos siguen su ejemplo. Su raza durará para siempre, su gloria no desaparecerá. Sus cuerpos fueron enterrados en la paz, pero su nombre está vivo por todas las generaciones. Los pueblos cuentan su sabiduría y la asamblea proclama su alabanza. (Sir 44, 1-15)

Abraham es el padre ilustre de una multitud de naciones; nadie ha igualado nunca su gloria. (Sir 44, 19)

«¡Qué glorioso era [Josué] cuando, levantando su brazo, hería a las ciudades con su espada!» (Sir 46, 2)

Como se ve, la veneración era muy frecuente, lo sigue siendo y lo será siempre. ¿Cuánto más se debe venerar a un patriarca?

Dejando el lugar donde estaba el cuerpo, Abrahán dijo a los hititas: «Yo no soy más que un forastero en medio de ustedes. Denme una tierra en medio de ustedes, para que sea mía y pueda enterrar a mi difunta.» Los hititas le respondieron: «Escúchanos, señor: entre nosotros tú eres un príncipe de Dios. Sepulta a tu difunta en la mejor de nuestras sepulturas, pues ninguno de nosotros te negará una tumba para tu difunta.» (Gn 23, 3-6)

Sus tumbas eran veneradas miles de años:

Hermanos, no voy a demostrarles que el patriarca David murió y fue sepultado: su tumba se encuentra entre nosotros hasta el día de hoy. (Hch 2, 29)

(Recordemos que David vivió más de mil años antes.)

Jesús hizo notar la veneración que se vivía entre los judíos:

«Ustedes construyen sepulcros para los profetas y adornan los monumentos de los hombres santos.» (Mt 23, 29b)

Él mismo, el Hijo de Dios, elogió sobremanera a Juan, el bautista:

«Yo se los digo: de entre los hijos de mujer no se ha manifestado uno más grande que Juan Bautista.» (Mt 11, 11a)

¿Existen cosas sagradas?

Con alguna frecuencia aparecen cristianos que afirman que no debe haber lugares, objetos, tiempos, acciones y personas sagradas.

Según la Biblia sí. Y se las debe venerar, esto es, tener un respeto especial.

Lugares

En el antiguo testamento había lugares donde Dios se manifestó de modo especial:

Se despertó Jacob de su sueño y dijo: «Verdaderamente el Señor estaba en este lugar y yo no me di cuenta.» Sintió miedo y dijo: «¡Cuán digno de todo respeto es este lugar! ¡Es nada menos que una Casa de Dios! ¡Esta es la Puerta del Cielo!» (Gn 28, 16-17)

El Señor le dijo: «No te acerques más. Sácate tus sandalias porque el lugar que pisas es tierra sagrada.» (Ex 3, 5)

Cuando Salomón acabó de rezar, bajó fuego del cielo que devoró el holocausto y los sacrificios mientras la Gloria del Señor llenó la Casa. Los sacerdotes no podían entrar en la Casa del Señor, porque su Gloria la llenaba. (2Cro 7, 1-2)

Además, Dios mismo pidió un lugar especial para habitar entre los hombres, un santuario:

Me van a hacer un santuario para que yo habite en medio de ellos, y lo harán, como también todas las cosas necesarias para mi culto, según el modelo que yo te enseñaré. (Ex 25, 8-9)

Pero donde se verifica mejor la supremacía de las iglesias o templos es en el Nuevo Testamento:

¿No tienen sus casas para comer y beber? ¿O es que desprecian a la iglesia de Dios y quieren avergonzar a los que no tienen nada? ¿Qué les diré? ¿Tendré que aprobarlos? En esto no. (1Co 11, 22)

Objetos

Por ser el más sagrado objeto del Antiguo Testamento, Dios quiso detallar, paso a paso, cómo debía construirse el Arca de la Alianza:

«Harás un Arca de madera de acacia, de dos codos y medio d largo, codo y medio de ancho y otro codo y medio de alto. La revestirás de oro fino por dentro y por fuera y labrarás una cornisa de oro alrededor. Le pondrás cuatro anillos, uno en cada ángulo del Arca, dos a un lado y dos al otro. Harás también unas varas de madera de acacia y las cubrirás igualmente con oro. Las pasarás por los anillos que están a los lados del Arca para llevarla. Estas varas estarán siempre metidas en los anillos y no se sacarán de ellos. En el Arca pondrás el Testimonio que yo te daré. Le harás una cubierta, el «Lugar del Perdón», de oro puro, de dos codos y medio de largo y codo y medio de ancho. Así mismo, harás dos querubines de oro macizo, y los pondrás en las extremidades de la cubierta. Pondrás un querubín a una extremidad, y el otro en la otra; formarán un solo cuerpo con la cubierta, a sus dos lados. Los querubines extenderán sus alas hacia arriba y sus alas cubrirán el Lugar del Perdón. Estarán de frente el uno al otro y sus caras mirarán hacia el Lugar del Perdón. Lo pondrás sobre el Arca, y pondrás dentro de ella el Testimonio que yo te daré.» (Ex 25, 10-21)

En la construcción del templo había lugares más sagrados:

«El velo servirá para separar el Lugar Santo del Lugar Santísimo.» (Ex 26, 33)

Además, se utilizan los ornamentos de los sacerdotes:

Lo revistió [a Aarón] con ornamentos espléndidos y le entregó las insignias de su poder: pantalones, túnica larga, efod. Del borde de su manto pendían granadas e innumerables campanillas de oro que tintineaban a cada uno de sus pasos; se las oía resonar en el templo y el pueblo permanecía atento a ellas. Lo revistió con un traje sagrado, bordado de oro, de púrpura y de escarlata; encima llevaba el pectoral con el urim y el tumim, bordado también con hilos escarlatas. Piedras preciosas destellaban, grabadas como sellos, engastadas por el joyero en una montura de oro. Allí se leían los nombres de las tribus de Israel: era para tenerlas siempre presentes en la memoria del Señor. Le puso una corona de oro por encima del turbante, con una inscripción en relieve: «¡Consagrado al Señor!» Era un adorno precioso, una obra espléndida que atraía las miradas de todos. Antes de él jamás se había visto algo tan hermoso; ningún profano se había revestido con tales ornamentos. (Sir 45, 8-13a)

Al leer esto se deduce qué bueno es que los sacerdotes usen ornamentos y se revistan para las celebraciones.

Dios mismo mandó fabricar objetos sagrados:

La mesa de los panes:

«Harás también una mesa de madera de acacia, de dos codos de largo, uno de ancho y uno y medio de alto.» (Ex 25, 23)

El candelabro de oro:

«Labrarás igualmente un candelabro de oro puro. Su pie y su tallo serán de oro macizo; sus capullos y flores formarán cuerpo con él.» (Ex 25, 31)

El altar de los holocaustos:

«Harás también un altar de madera de acacia, que tendrá dos metros y medio de largo y otros tantos de ancho, esto es, cuadrado, y metro y medio de altura.» (Ex 27, 1)

La pila de bronce:

El Señor se dirigió a Moisés y le dijo: «Harás una pila de bronce con un pie de bronce para el lavatorio. La colocarás entre la Tienda de las Citas y el altar y se echará agua en ella para que Aarón y sus hijos se laven las manos y los pies. Que se laven con esta agua cuando entren a la Tienda de las Citas, no sea que mueran. Lo mismo cuando se presenten al altar para cumplir su ministerio y ofrecer un sacrificio por el fuego al Señor, que se laven las manos y los pies, no sea que mueran; este será un rito perpetuo para Aarón y su descendencia de generación en generación.» (Ex 30 17-21)

El altar de los perfumes:

«Harás también un altar para quemar el incienso. Lo harás de madera de acacia.» (Ex 30, 1)

«Derramará aceite y pondrá incienso.» (Lv 2, 1b)

Todos estos objetos sagrados y muchos más tienen por objeto el culto divino.

También están las reliquias:

Resulta que en ese momento unas personas estaban sepultando a un difunto, cuando divisaron a los moabitas. Deprisa tiraron el cadáver al sepulcro de Eliseo y se pusieron a salvo. Pero el hombre, al tocar los huesos de Eliseo, cobró vida y se puso de pie. (2R 13, 21)

Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento:

Hasta tal punto que imponían a los enfermos pañuelos o ropas que él había usado, y mejoraban. También salían de ellos los espíritus malos. (Hch 19, 12)

Tiempos

Los israelitas, según las órdenes de Dios, consideraban sagrado el séptimo día:

«Seis días trabajarás, y al séptimo descansarás; tu buey y tu burro reposarán, y el hijo de tu esclava podrá respirar, tal como el extranjero. Cumplan todas estas cosas que les he dicho.» (Ex 23, 12-13a)

El séptimo año:

«Seis años sembrarás tus campos y sacarás sus frutos; al séptimo no los cultivarás y los dejarás descansar. Los pobres de tu pueblo comerán lo que encuentren allí, y si sobra algo, lo comerán los animales del campo. Harás lo mismo con tu viña y tu olivar.» (Ex 23, 10-11)

El año jubilar:

«El año cincuenta será para ustedes un año santo.» (Lv 25, 10)

Además, tenían días festivos:

«Tres veces al año me celebrarán con una fiesta: La celebración de la fiesta de los Ázimos será de siete días. Comerás panes sin levadura, como te tengo mandado, en el mes de Abib (de la primavera), el mes en que saliste de Egipto. Ustedes no se presentarán delante de mí con las manos vacías. Luego la fiesta de la siega de los primeros frutos de tus trabajos, de todo aquello que hayas sembrado en el campo. Luego la fiesta de la recolección a fin de año, cuando recoges todos los frutos del campo. Con eso, todos tus varones se presentarán tres veces al año delante del Señor, tu Señor.» (Ex 23, 14-17)

Ya entre los cristianos, en el Nuevo Testamento, el primer día de la semana se erigió para celebrar la resurrección del Señor:

«El primer día de la semana estábamos reunidos para la fracción del pan, y Pablo, que debía irse al día siguiente, comenzó a conversar con ellos. Pero su discurso se alargó hasta la medianoche.» (Hch 20, 6-7)

Y, continuando la costumbre de los israelitas, el antiguo pueblo de Dios, paulatinamente fueron apareciendo fiestas y tiempos para los cristianos, el nuevo pueblo de Dios: Pascua (la Nueva Alianza) y Cuaresma, Navidad y Adviento, etc.

Acciones

En el Antiguo Testamento se hacían sacrificios:

«Esta es la ley de la víctima ofrecida por un el delito: esta víctima es cosa muy santa.» (Lv 7, 1)

«Si quiere ofrecer un holocausto, es decir, una víctima totalmente quemada, presentará a la entrada de la Tienda de las Citas el macho sin defecto que haya escogido, y así su sacrificio será agradable al Señor. Pondrá su mano sobre la cabeza de la víctima, para que el Señor se la reciba para perdón de sus pecados. Sacrificará el novillo delante del Señor y los sacerdotes, hijos de Aarón, ofrecerán la sangre derramándola sobre el altar que está a la entrada de la Tienda de las Citas, y todo en derredor.» (Lv 1, 3-7a)

Y oblaciones:

«Cuando alguien ofrezca al Señor una ofrenda, ésta consistirá en flor de harina, sobre la que derramará aceite y pondrá incienso. Cuando quieras ofrecer alguna masa cocida al horno, será de flor de harina en panes sin levadura amasados con aceite, o en tortas sin levadura untadas de aceite. .Si ofreces al Señor las primicias de tus sembrados, presentarás las espigas tostadas al fuego, o granos nuevos partidos. Así será tu ofrenda de primicias. El sacerdote quemará en tu nombre parte del grano molido y del aceite, con todo el incienso. Es un sacrificio por el fuego para el Señor. (Lv 2, 1. 4. 14.16)

Ya en el Nuevo Testamento, se celebra la cena del Señor:

Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la convivencia, a la fracción del pan y a las oraciones. (Hch 2, 42)

Y, como lo pidió Jesús, se hacía repetidamente:

«La copa de bendición que bendecimos, ¿no es comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo?» (1Co 10, 16)

Personas

Para hacer esas celebraciones es necesario que haya sacerdotes consagrados al servicio de Dios en el culto y merecen un respeto especial:

Dios hizo que apareciera Moisés, un descendiente de Jacob, un hombre muy amado por Dios y por los hombres y cuya memoria será bendita para siempre. Lo hizo tan glorioso como los ángeles, lo volvió poderoso, terrible para sus enemigos; por su sola palabra se multiplicaban los prodigios. El Señor lo glorificó en presencia de los reyes, le dio mandamientos para su pueblo y le dejó ver un reflejo de su gloria. (Sir 45, 1-3)

¿Qué es si no veneración todo lo que Dios hizo con este hombre? Nosotros, criaturas, ¿no veneraríamos, a ejemplo del Creador, a las personas consagradas?

David le preguntó: «¿Cómo te atreviste a alzar tu mano para matar al rey ungido por el Señor?» (2S 1, 14)

Dios elevó y consagró igual que a él a su hermano Aarón, de la tribu de Leví. (Sir 45, 6)

Esas consagraciones pedidas por Dios son realmente valiosas:

«Esta es la manera como consagrarás a los sacerdotes…» (Ex 29, 1a)

Hoy, con la Nueva Alianza que sustituye a la Antigua, celebramos la resurrección del Señor a ejemplo de los primeros cristianos, ¿no veneraremos a los sacerdotes consagrados al servicio de Dios en el culto?

¿Se debe «orar» o «rezar»?

Entre algunos cristianos, la oración suele practicarse sistemáticamente mediante la improvisación, con fórmulas espontáneas. Llegan incluso a criticar a otros porque, según ellos, nunca oran, sino sólo rezan, pues habitualmente recurren a fórmulas hechas.

El Diccionario de la lengua española define claramente que orar es «Hacer oración a Dios, vocal o mentalmente». Y rezar: «Dirigir oral o mentalmente súplicas o alabanzas a Dios, la Virgen o los santos.» Está claro, entonces, que no debemos diferenciar las dos palabras, pues son sinónimas.

Lo que quizá quieren expresar es que no se deben hacer oraciones vocales, con fórmulas preestablecidas.

Sin embargo, por la Biblia, todos deberíamos saber que hay oraciones vocales perfectamente válidas, como cuando Jesucristo enseñó la maravillosa oración del Padrenuestro:

«Un día estaba Jesús orando en cierto lugar. Al terminar su oración, uno de sus discípulos le dijo: “Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos.” Les dijo: “Cuando recen, digan: Padre, santificado sea tu Nombre, venga tu Reino. Danos cada día el pan que nos corresponde. Perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe. Y no nos dejes caer en la tentación.”» (Lc 11, 1-4)

«Ustedes, pues, recen así: Padre nuestro, que estás en el Cielo, santificado sea tu Nombre, venga tu Reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el Cielo. Danos hoy el pan que nos corresponde; y perdona nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores; y no nos dejes caer en la tentación, sino líbranos del Maligno.» (Mt 6, 9-13)

Pensemos que el mismo Cristo, estando en la cruz, para dirigirse a su Padre en oración, usó fórmulas que se encontraban en los salmos:

«A eso de las tres, Jesús gritó con fuerza: “Elí, Elí, lamá sabactani”, que quiere decir: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”» (Mt 27, 46)

«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me abandonaste?» (Sal 21, 2)

Por otra parte, el libro entero de los salmos, ¿qué otra cosa es sino un hermoso libro de oraciones? Y se trata, por lo tanto, de fórmulas hechas ya.

Si alguien, inspirado por el Espíritu Santo, dice una oración, ¿qué tiene de malo escribirla para que otros se aprovechen de sus beneficios?

¿Es que la oración pierde inmediatamente su valor al escribirse? ¿Acaso no fue el mismo Espíritu Santo quien la inspiró?

Eso es lo que sucede en la Iglesia cuando redacta oraciones que les sirven a muchos otros para acercarse más a Dios.

Toda la liturgia de la Iglesia (misales, leccionarios, Oficio Divino, devocionarios, etc.) es obra del Espíritu Santo.

¿Debemos hacernos la señal de la cruz?

Algunos cristianos piensan que no se deben santiguar ni hacer la señal de la Cruz, porque dicen que la Cruz es señal de muerte, y que Cristo no está muerto, está vivo, está resucitado.

Veamos algunos apartes del la Biblia, para saber si estos cristianos aciertan:

Y gracias a él fuera reconciliado con Dios, porque la sangre de su cruz ha restablecido la paz tanto sobre la tierra como en el mundo de arriba. (Col 1, 20)

Ustedes estaban muertos por sus pecados, y su misma persona no estaba circuncidada, pero Dios los hizo revivir junto a Cristo: ¡nos perdonó todas nuestras faltas! Anuló el comprobante de nuestra deuda, esos mandamientos que nos acusaban; lo clavó en la cruz y lo suprimió. Les quitó su poder a las autoridades del mundo superior, las humilló ante la faz del mundo y las llevó como prisioneros en el cortejo triunfal de su cruz. (Col 2, 13-15)

Destruyó el odio en la cruz, y habiendo reunido a los dos pueblos, los reconcilió con Dios por medio de la misma cruz. (Ef 2, 16)

O sea, que Jesús nos reconcilió por medio de la cruz. Pero hay más: lo que engrandeció a Jesucristo fue la cruz:

Se rebajó a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte en una cruz. Por eso Dios lo engrandeció y le dio el Nombre que está sobre todo nombre, para que al Nombre de Jesús se doble toda rodilla en los cielos, en la tierra y entre los muertos, y toda lengua proclame que Cristo Jesús es el Señor, para gloria de Dios Padre. (Flp 2, 8-11)

Desdichadamente, muchos no quieren a la cruz «porque —dicen ellos— la Cruz es señal de muerte, y Cristo está vivo, está resucitado»:

Porque muchos viven como enemigos de la cruz de Cristo; se lo he dicho a menudo y ahora se lo repito llorando. (Flp 3, 18)

Pablo llora por eso. Es más: dice que lo único que lo enorgullece es la cruz de Cristo:

En cuanto a mí, no quiero sentirme orgulloso más que de la cruz de Cristo Jesús, nuestro Señor. Por él el mundo ha sido crucificado para mí, y yo para el mundo. (Ga 6, 14)

A pesar de que dice en otra parte que vana sería nuestra fe si Cristo no hubiera resucitado, Pablo no quiere sentirse orgulloso sino únicamente de la cruz de Cristo.

Levantemos la mirada hacia Jesús, que dirige esta competición de la fe y la lleva a su término. Él escogió la cruz en vez de la felicidad que se le ofrecía; no tuvo miedo a la humillación y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios. (He 12, 2)

Es la cruz la que lo llevó a la derecha de Dios. Y también es la cruz la que deben cargar los que desean seguirlo:

Entonces dijo Jesús a sus discípulos: «El que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo, cargue con su cruz y me siga. (Mt 16, 24; Mc 8, 34)

Aunque para algunos, la cruz resulta una locura:

De todas maneras, no me envió Cristo a bautizar, sino a proclamar el Evangelio. ¡Y no con discursos sofisticados! Pues entonces la cruz de Cristo ya no tendría sentido. Porque el lenguaje de la cruz resulta una locura para los que se pierden; pero para los que se salvan, para nosotros, es poder de Dios. Ya lo dijo la Escritura: Destruiré la sabiduría de los sabios y haré fracasar la pericia de los instruidos. Sabios, entendidos, teóricos de este mundo: ¡cómo quedan puestos! ¿Y la sabiduría de este mundo? Dios la dejó como loca. Pues el mundo, con su sabiduría, no reconoció a Dios cuando ponía por obra su sabiduría; entonces a Dios le pareció bien salvar a los creyentes con esta locura que predicamos. Mientras los judíos piden milagros y los griegos buscan el saber, nosotros predicamos a un Mesías crucificado: para los judíos ¡qué escándalo! Y para los griegos ¡qué locura! Pero para los que Dios ha llamado, judíos o griegos, este Mesías es fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Pues las locuras de Dios tienen más sabiduría que los hombres, y la debilidad de Dios es más fuerte que los hombres. (1Co 1, 17-25)

Llama mucho la atención estas palabras de Pablo, en las que dice que él predica a un Mesías crucificado; no dice «a un Mesías resucitado», sino «a un Mesías crucificado». Y luego, para dar a entender cómo el hombre con su supuesta sabiduría nunca alcanzará la sabiduría de Dios, afirma que hasta la debilidad de Dios es más fuerte: la cruz de Cristo.

Pedro, por su parte, confirma esa doctrina:

Él cargó con nuestros pecados en el madero de la cruz, para que, muertos a nuestros pecados, empezáramos una vida santa. Y por su suplicio han sido sanados. (1Pe 2, 24)

Sin la cruz, Cristo no hubiera sido crucificado.

Sin la cruz, Aquél que es la vida no hubiera sido clavado en le leño. Si no hubiese sido clavado, no hubiese sido rasgado el documento en que constaba la deuda contraída por nuestros pecados, no hubiéramos sido declarados libres, no podríamos disfrutar del árbol de la vida, el paraíso continuaría cerrado…

Sin la cruz, no hubiera sido derrotada la muerte, ni despojado el lugar de los muertos.

La glorificación de Cristo pasa a través del suplicio de la cruz y la antítesis sufrimiento–glorificación se hace fundamental en la historia de la redención: Cristo, encarnado en su realidad concreta humano–divina, se somete voluntariamente a la humillante condición de esclavo (la cruz, del latín «crux», es decir, tormento, estaba reservada a los esclavos), y el infame suplicio se transforma en gloria imperecedera. Por eso la cruz es el símbolo y el compendio del cristianismo:

«Recuerden la serpiente que Moisés hizo levantar en el desierto: así también tiene que ser levantado el Hijo del Hombre, para que todo el que crea en él tendrá por él vida eterna». (Jn 3, 14-15)

¿Está prohibido comer carne de ciertos animales?

Algunos de los seguidores de Jesús afirman que la Biblia prohíbe comer la carne de algunos animales. Efectivamente, esta prohibición está únicamente en el Antiguo Testamento.

«El cerdo, que tiene la pezuña partida, hendida en dos uñas, pero no rumia, será impuro para ustedes. Ustedes no comerán su carne y tampoco tocarán su cadáver: serán impuros para ustedes.» (Lv 11, 7-8)

Había dos razones para que se dieran estas indicaciones: en primer lugar, por higiene: la carne de cerdo, como se sabe, puede producir enfermedades cuando se conserva en lugares donde hace mucho calor y hay poco aseo, dos condiciones frecuentísimas en ese tiempo y lugar. Por otra parte, con estas leyes el pueblo judío aprendía a obedecer a Dios en cosas sencillas y externas, con las que se preparaba para obedecer en aspectos más trascendentales y profundas, que lo llevarán a la santidad.

Ya que esa santidad a la que se está invitando al pueblo es algo más interior y profundo, en el Nuevo Testamento se encuentran frases que derogan esas leyes antiguas y pasajeras:

«Piensen que el Reino de Dios no es cuestión de comida o bebida, sino de justicia, de paz y alegría en el Espíritu Santo.» (Rm 14, 17)

«Ciertamente no es un alimento el que nos hará agradables a Dios; de comerlo, no será grande el provecho, y de no comer, no nos faltará. Cuídense, pues, de que sus derechos no hagan caer a los débiles.» (1Co 8, 8-9)

Cuando Pedro creyó que seguían vigentes esas leyes, aprendió una lección:

Entonces una voz le habló: «Pedro, levántate, mata y come.» Pedro contestó: «¡De ninguna manera, Señor! Jamás he comido nada profano o impuro.» Y se le habló por segunda vez: «Lo que Dios ha purificado, tú no lo llames impuro.» (Hch 10, 13-15)

Jala muchos cristianos la aprendan también, porque:

«Lo que entra por la boca no hace impura a la persona.» (Mt 15, 11a; cf. Mc 7, 15a)

Así Jesús declaraba que todos los alimentos son puros. (Mc 7, 20a)

«Porque todo lo que Dios ha creado es bueno y no hay por qué rechazar un alimento que se toma dando gracias a Dios.» (1Tm 4, 4)

En consecuencia, hagamos caso omiso de las críticas que nos hagan en ese sentido:

«Por tanto, que nadie los venga a criticar por lo que comen o beben, por no respetar fiestas, lunas nuevas o el día sábado.» (Col 2, 16)

Sin embargo, queda una pequeña duda: ¿Por qué los Apóstoles recomendaron no comer carne sacrificada a los ídolos?:

«Que no coman carne sacrificada a los ídolos, ni sangre, ni carne de animales sin desangrar, y que se abstengan de relaciones sexuales prohibidas. Observen estas normas dejándose guiar por el Espíritu Santo. Adiós.» (Hch 15, 29)

Se trataba de una circunstancia particular del momento: los judíos recién convertidos al cristianismo, por su poca formación, no podían entender todavía que los cristianos tomaran sangre o comieran carne que había sido ofrecida a los ídolos (para ellos eso seguía siendo idolatría). Para evitar esas posibles confusiones entre ellos, producto de su inmadurez, se hicieron esas recomendaciones. Más adelante, como lo cuenta la historia, esto se superó cuando entendieron los textos que declaran puros todos los alimentos.

¿Debemos pagar el diezmo?

Es verdad que, en el Antiguo Testamento Dios ordenó dar el diezmo a los sacerdotes levitas:

A los hijos de Leví les doy como herencia todos los diezmos de Israel, a cambio del servicio que presten, es decir, del servicio de la Tienda de las Citas. (Nm 18, 21)

Pero Jesús derogó esa orden en el Nuevo Testamento:

Coman y beban lo que les ofrezcan, porque el obrero merece su salario. (Lc 10, 7)

«Lo que les ofrezcan» significa que los cristianos quedan libres para ofrecer lo que deseen para sostener a los sacerdotes.

Es que los sacerdotes deben vivir confiados en la providencia divina (sin más amparo que el de Dios). Lo expresa el mismo Jesús:

«A lo largo del camino proclamen: ¡El Reino de los Cielos está ahora cerca! Sanen enfermos, resuciten muertos, limpien leprosos y echen los demonios. Ustedes lo recibieron sin pagar, denlo sin cobrar. No lleven oro, plata o monedas en el cinturón. Nada de provisiones para el viaje, o vestidos de repuesto; no lleven bastón ni sandalias, porque el que trabaja se merece el alimento. (Mt 10, 7-10)

Por eso, la Iglesia Católica, si bien expresa en su quinto mandamiento: «Ayudar a la Iglesia en sus necesidades», no impone valor alguno. Sugiere únicamente que se done el salario de un día por año (o, lo que es lo mismo, el 3 x 1.000 de lo que cada uno gane) a la parroquia a la que cada uno pertenezca.

Sin embargo, son muchos los católicos que dan más de esa medida. Hay algunos, por ejemplo que, basados en unas palabras de Jesús, dan el 1 % de sus ingresos:

«Todo el que haya dejado casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o propiedades por causa de mi Nombre, recibirá cien veces más y tendrá por herencia la vida eterna. (Mt 19, 29)

Ya que el Señor ofrece el ciento por uno, ellos dan el uno por ciento.

Para la gloria de Dios, son muchos los que sobrepasan estas medidas: dan más, porque saben que el sostenimiento de una parroquia cuesta: servicios, vino, hostias, velas, volantes para repartir, sueldo del sacristán…; por otra parte, se necesita dinero para el transporte y el vestido del sacerdote, junto con su alimentación y los utensilios de aseo que debe gastar, etc.

Pero también se dan casos en los que el sacerdote apenas le alcanza para pagar lo necesario, o pasa necesidades, porque los feligreses dan muy poco. A pesar de esto, la Iglesia no cambia su criterio, basada en las palabras de Jesús.

Es que el Nuevo Testamento imprime un nuevo orden a las cosas:

Entonces sigue: Aquí estoy yo para hacer tu voluntad. Con esto anula el primer orden de las cosas para establecer el segundo. (Hb 10, 9)

Porque la Ley antigua era represiva:

Destruyó el sistema represivo de la Ley. (Ef 2, 15a)

Ahora el parámetro es el amor: cuanto más interiorizada está la esencia de la vida cristiana en nuestras almas, tanto más generosos somos para ayudar a resolver las necesidades de los sacerdotes y en todo lo demás.

¿Celebrar el sábado o el domingo?

Algunos cristianos dicen que el día del Señor es el sábado y no el domingo; que, por lo tanto, es el sábado el que debe guardarse, como dice el Antiguo Testamento.

Lo primero que debe saberse es que, etimológicamente, «domingo» proviene del latín: «dominicus» [dies, día] del Señor. Es el día consagrado a Él. Y es el primer día de la semana.

En el Apocalipsis, Juan habla del «día del Señor»:

Se apoderó de mí el Espíritu el día del Señor y oí a mis espaldas una voz que sonaba como trompeta: (Ap 1-10)

Desde la época de los apóstoles, el día de culto, el día que se guarda es el domingo:

«Nosotros nos embarcamos en Filipos apenas terminaron las fiestas de los Panes Ázimos. Cinco días después nos reunimos con ellos en Tróade, donde nos detuvimos siete días. El primer día de la semana estábamos reunidos para la fracción del pan, y Pablo, que debía irse al día siguiente, comenzó a conversar con ellos. Pero su discurso se alargó hasta la medianoche.» (Hch 20, 6-7)

«Cada domingo, cada uno de ustedes ponga aparte lo que pueda, y no esperen a que yo llegue para recoger las limosnas.» (1Co 16, 2)

Se celebraba en memoria de la resurrección del Señor:

El primer día después del sábado, María Magdalena fue al sepulcro muy temprano, cuando todavía estaba oscuro, y vio que la piedra que cerraba la entrada del sepulcro había sido removida. (Jn 20, 1)

Jesús, pues, resucitó en la madrugada del primer día de la semana. Se apareció primero a María Magdalena, de la que había echado siete demonios. (Mc 16, 9)

En memoria de las apariciones de Cristo resucitado:

Ese mismo día, el primero después del sábado, los discípulos estaban reunidos por la tarde, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Llegó Jesús, se puso de pie en medio de ellos y les dijo: «¡La paz esté con ustedes!» (Jn 20, 19)

Ocho días después, los discípulos de Jesús estaban otra vez en casa, y Tomás con ellos. Estando las puertas cerradas, Jesús vino y se puso en medio de ellos. Les dijo: «La paz esté con ustedes». (Jn 20, 26)

Y en memoria de la venida del Espíritu Santo:

Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De repente vino del cielo un ruido, como el de una violenta ráfaga de viento, que llenó toda la casa donde estaban, y aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y fueron posándose sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía que se expresaran. (Hch 2, 1-4)

San Pablo dice claramente que el sábado era una sombra que desaparecía con la realidad de Cristo:

Por tanto, que nadie los venga a criticar por lo que comen o beben, por no respetar fiestas, lunas nuevas o el día sábado. Tales cosas no eran más que sombras, mientras que lo real es la persona de Cristo. (Col 2, 16-17)

¿La fe salva?

Una polémica se ha suscitado entre los cristianos por el siguiente texto:

«Sin embargo, hemos reconocido que las personas no son justas como Dios las quiere por haber observado la Ley, sino por la fe en Cristo Jesús. Por eso hemos creído en Cristo Jesús, para ser hechos justos a partir de la fe en Cristo Jesús, y no por las prácticas de la Ley. Porque el cumplimiento de la Ley no hará nunca de ningún mortal una persona justa según Dios.» (Ga 2, 16; cf. Ga 3, 11; cf. Rm 3, 20.28)

Por un lado, hay quienes piensan que estos párrafos del Nuevo Testamento dan lugar a que todos pensemos que podemos hacer todo el mal que queramos, y que basta decir que creemos en Cristo para ganar el cielo. Efectivamente, el primer protestante, Martín Lutero, decía:

«Mira qué rico es el cristiano que, aunque quiera, no puede perder su salvación por más pecados que cometa, con tal que persevere en creer. Porque ningún pecado puede condenarlo si no es el de incredulidad.» (Citado por Christiani, L., Luther et Luthéranisme, París, 1908, p. 75. La cita de Lutero procede de su obra: De la cautividad babilónica.)

Pero a la gran mayoría de los creyentes les causa una duda que, como se verá, tiene sus raíces en la falta de cotejar este con otros pasajes de la Biblia, como los que siguen:

«Un hombre joven se le acercó y le dijo: “Maestro, ¿qué es lo bueno que debo hacer para conseguir la vida eterna?” Jesús contestó: “¿Por qué me preguntas sobre lo que es bueno? Uno solo es el Bueno. Pero si quieres entrar en la vida, cumple los mandamientos.”» (Mt 19, 16–17)

Como se ve, en palabras del mismo Jesús, cumplir los mandamientos consigue para cada uno la vida eterna, la salvación.

Y Pablo es más categórico:

«Porque no son justos ante Dios los que escuchan la Ley, sino los que la cumplen.» (Rm 2, 13)

«El Señor le dará su merecido por lo que ha hecho.» (2Tm 4, 14)

«Actuando así te salvarás a ti mismo y a los que te escuchan.» (1Tm 4, 16)

Santiago es todavía más enfático:

«Entiendan, pues, que uno llega a la verdadera rectitud a través de las obras y no sólo por la fe.» (St 2, 24)

Pedro, por su parte, escribe:

«El Padre que invocan no hace diferencias entre personas, sino que juzga a cada uno según sus obras.» (1Pe 1, 17)

En ese sentido, el Apocalipsis es terminante:

«A sus hijos los heriré de muerte; así entenderán todas las Iglesias que yo soy el que escudriña el corazón y la mente, dando a cada uno según sus obras.» (Ap 2, 23)

«Y vi a los muertos, grandes y pequeños, de pie ante el trono, mientras eran abiertos unos libros. Luego fue abierto otro, el libro de la vida. Entonces fueron juzgados los muertos de acuerdo con lo que está escrito en esos libros, es decir, cada uno según sus obras. El mar devolvió los muertos que guardaba, y también la Muerte y el Lugar de los muertos devolvieron los muertos que guardaban, y cada uno fue juzgado según sus obras.» (Ap 20, 12-13)

«Voy a llegar pronto y llevo conmigo el salario para dar a cada uno conforme a su trabajo.» (Ap 22, 12)

El mismo Jesús afirma:

Todo árbol que no da buenos frutos se corta y se echa al fuego. Por lo tanto, ustedes los reconocerán por sus obras. (Mt 7, 19-20)

Además, Pablo añade que la fe que vale es la fe que actúa:

«Para los que están en Cristo Jesús, ya no son ventajas el tener o no tener la circuncisión; solamente vale la fe que actúa mediante el amor.» (Ga 5, 6)

Y que, aunque Cristo nos salvó, todavía tenemos la posibilidad de pecar y morir:

«El pecado paga un salario y es la muerte.» (Rm 6, 23)

Parece que todas estas citas bíblicas se oponen a las primeras.

Pero la siguiente deshace el conflicto:

«Hermanos, si uno dice que tiene fe, pero no viene con obras, ¿de qué le sirve? ¿Acaso lo salvará esa fe? Si un hermano o una hermana no tienen con qué vestirse ni qué comer, y ustedes le dicen: “Que les vaya bien, caliéntense y aliméntense”, sin darles lo necesario para el cuerpo; ¿de qué les sirve eso?

Lo mismo ocurre con la fe: si no produce obras, muere sola. Y sería fácil decirle a uno: “Tú tienes fe, pero yo tengo obras. Muéstrame tu fe sin obras, y yo te mostraré mi fe a través de las obras. ¿Tú crees que hay un solo Dios? Pues muy bien, pero eso lo creen también los demonios y tiemblan”.

¿Será necesario demostrarte, si no lo sabes todavía, que la fe sin obras no tiene sentido? Abraham, nuestro padre, ¿no fue reconocido justo por sus obras, cuando ofreció a su hijo Isaac sobre el altar? Ya ves que la fe acompañaba a sus obras, y por las obras su fe llegó a la madurez. Esto es lo que recuerda la Escritura: Abraham creyó en Dios, y por eso fue reconocido justo, y fue llamado amigo de Dios.

Entiendan, pues, que uno llega a la verdadera rectitud a través de las obras y no sólo por la fe. Lo mismo pasó con Rahab, la prostituta: fue admitida entre los justos por sus obras, por haber dado hospedaje a los espías y porque los hizo partir por otro camino. Porque así como un cuerpo sin espíritu está muerto, así también la fe que no produce obras está muerta.» (St 2, 14–26)*

La conclusión obvia es que la fe que no se expresa en obras está muerta, es decir, no existe; mientras que la fe viva —la verdadera fe— es la que produce frutos: se cumplen los mandamientos:

«El hombre contestó: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente; y amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Jesús le dijo: “¡Excelente respuesta! Haz eso y vivirás”.» (Lc 10, 27–28)

Todos sabemos que amar es hacer todo lo necesario para hacer feliz al amado; por tanto, amar a Dios y al prójimo como lo dice el texto es actuar, realizar obras, y eso fue lo que produjo la exclamación positiva de Jesús.

Esto se hace más evidente al recordar otro pasaje bíblico:

Los discípulos le dijeron: «Ahora sí que hablas con claridad, sin usar parábolas. Ahora vemos que lo sabes todo y no hay por qué hacerte preguntas. Ahora creemos que saliste de Dios.» Jesús les respondió: «¿Ustedes dicen que creen? Está llegando la hora, y ya ha llegado, en que se dispersarán cada uno por su lado y me dejarán solo.» (Jn 16, 29-32a)

Llama la atención que Jesús da a entender que la fe —creer— no significa solamente decir «creo» o «creemos»: cuando los discípulos dijeron: «Ahora sí creemos», Jesús les hizo caer en cuenta que todavía no lo hacían.

Lo mismo debe pensarse cuando nos preguntamos si la fe basta para entrar en el Reino de los Cielos, como dijo Lutero. Jesús contestó esa pregunta:

«No bastará con decirme: ¡Señor!, ¡Señor!, para entrar en el Reino de los Cielos; más bien entrará el que hace la voluntad de mi Padre del Cielo.» (Mt 7, 21)

No podemos dudar de la fe del que dice: «¡Señor!, ¡Señor!». Para decir eso es necesario tener fe. Pero, para Jesús, eso no basta: es necesario hacer la voluntad de Dios Padre:

«Cuando el Hijo del Hombre venga en su gloria rodeado de todos sus ángeles, se sentará en el trono de Gloria, que es suyo. Todas las naciones serán llevadas a su presencia, y separará a unos de otros, al igual que el pastor separa las ovejas de los chivos. Colocará a las ovejas a su derecha y a los chivos a su izquierda. Entonces el Rey dirá a los que están a su derecha: “Vengan, benditos de mi Padre, y tomen posesión del reino que ha sido preparado para ustedes desde el principio del mundo. Porque tuve hambre y ustedes me dieron de comer; tuve sed y ustedes me dieron de beber. Fui forastero y ustedes me recibieron en su casa. Anduve sin ropas y me vistieron. Estuve enfermo y fueron a visitarme. Estuve en la cárcel y me fueron a ver”. Entonces los justos dirán: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer, o sediento y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos forastero y te recibimos, o sin ropa y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel, y te fuimos a ver?” El Rey responderá: “En verdad les digo que, cuando lo hicieron con alguno de los más pequeños de estos mis hermanos, me lo hicieron a mí”. Dirá después a los que estén a la izquierda: “¡Malditos, aléjense de mí y vayan al fuego eterno, que ha sido preparado para el diablo y para sus ángeles! Porque tuve hambre y ustedes no me dieron de comer; tuve sed y no me dieron de beber; era forastero y no me recibieron en su casa; estaba sin ropa y no me vistieron; estuve enfermo y encarcelado y no me visitaron.” Estos preguntarán también: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento, desnudo o forastero, enfermo o encarcelado, y no te ayudamos?” El Rey les responderá: “En verdad les digo: siempre que no lo hicieron con alguno de estos más pequeños, ustedes dejaron de hacérmelo a mí.” Y éstos irán a un suplicio eterno, y los buenos a la vida eterna.» (Mt 25, 31-46)

Los demonios creen en Jesús, y no se salvaron. Los hombres que digan que creen en Jesús pueden perderse eternamente, si no actúan en consecuencia.

Se comprenden ahora muy bien otras frases del Nuevo Testamento:

  • Pongan por obra lo que dice la Palabra y no se conformen con oírla, pues se engañarían a sí mismos. (St 1, 22)
  • «Porque lo que importa no es haber sido circuncidado o no, sino el observar los mandamientos de Dios. » (1Co 7, 19)
  • «Dios pagará a cada uno según su trabajo.» (1Co 3, 8)
  • «Sepan que el Hijo del Hombre vendrá con la gloria de su Padre, rodeado de sus ángeles, y entonces recompensará a cada uno según su conducta.» (Mt 16, 27)
  • «Él pagará a cada uno de acuerdo con sus obras. Dará vida eterna a quien haya seguido el camino de la gloria, del honor y la inmortalidad, siendo constante en hacer el bien; y en cambio habrá sentencia de reprobación para quienes no han seguido la verdad, sino más bien la injusticia. Habrá sufrimientos y angustias para todos los seres humanos que hayan hecho el mal, en primer lugar para el judío, y también para el griego. La gloria, en cambio, el honor y la paz serán para todos los que han hecho el bien» (Rm 2, 6–10)

Al despedirse de sus discípulos, Jesús les dijo:

«Vayan, pues, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos. Bautícenlos en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enséñenles a cumplir todo lo que yo les he mandado a ustedes.» (Mt 28, 19-20)

Este es el final del Evangelio de Mateo: la despedida, el testamento de Jesús. Y aquí no dice: «Bautícenlos en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enséñenles a tener fe.» Lo que dice es: «Bautícenlos en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enséñenles a cumplir todo lo que yo les he mandado a ustedes.»

Por lo tanto, en cuanto a la salvación, hay 2 momentos: uno para ser salvo y otro para permanecer salvado. Para ser salvo (la redención objetiva), no hay ningún mérito de nosotros, es solo la Fe en Cristo. Para permanecer salvo (la redención subjetiva) la sola Fe no basta, debe estar viva y dar frutos.

El mismo Pablo luchaba para permanecer salvo:

«Castigo mi cuerpo y lo tengo bajo control, no sea que después de predicar a otros yo me vea eliminado.» (1Co 9, 27)

Porque siempre existirá el peligro de caer:

«Por tanto, amadísimos míos, que siempre me han escuchado, sigan procurando su salvación con temor y temblor; y si lo hicieron cuando me tenían presente, háganlo más todavía cuando estoy lejos.» (Flp 2, 12)

«Quiero recordarles, hermanos, la Buena Nueva que les anuncié. Ustedes la recibieron y perseveran en ella, y por ella se salvarán si la guardan tal como yo se la anuncié» (1Co 15, 1-2)

«Así, pues, el que crea estar en pie tenga cuidado de no caer.» (1Co 10, 12)

Pablo habla de una lucha para lograr la salvación. Es seguro entonces que la fe sola no salva.

«No creo haber conseguido ya la meta ni me considero un “perfecto”, sino que prosigo mi carrera hasta conquistar, puesto que ya he sido conquistado por Cristo. No, hermanos, yo no me creo todavía calificado, pero para mí ahora sólo vale lo que está adelante, y olvidando lo que dejé atrás, corro hacia la meta, con los ojos puestos en el premio de la vocación celestial, quiero decir, de la llamada de Dios en Cristo Jesús.» (Flp 3, 12-14)

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Otra propiedad que debe tenerse en cuenta es que amar a Dios es también cuestión de obras, no solo de fe:

«Hijitos, no amemos con puras palabras y de labios para fuera, sino de verdad y con hechos. En esto conoceremos que somos de la verdad. (1Jn 3, 18-19a)

«Aunque tuviera tanta fe como para trasladar montes, si me falta el amor nada soy.» (1Co 13, 2)

«Vean cómo sabremos que lo conocemos: si cumplimos sus mandatos. Si alguien dice: “Yo lo conozco”, pero no guarda sus mandatos, ése es un mentiroso y la verdad no está en él.» (1Jn 2, 3-4)

«Amar a Dios es guardar sus mandatos, y sus mandatos no son pesados.» (1Jn 5, 3)

«Y el amor consiste en vivir de acuerdo a sus mandamientos. Este es el mandamiento que oyeron desde el comienzo, y así es como han de vivir.» (1Jn 6)

Por otra parte, es necesario recordar que Jesús especificó cómo se lo ama:

«Si ustedes me aman, guardarán mis mandamientos.» (Jn 14, 15)

«El que guarda mis mandamientos después de recibirlos, ése es el que me ama. El que me ama a mí será amado por mi Padre, y yo también lo amaré y me manifestaré a él.» (Jn 14, 21)

La segunda venida de Cristo

Una de las mayores inquietudes de algunos cristianos nació con las siguientes palabras de Jesús:

«Después de esos días de angustia, el sol se oscurecerá, la luna perderá su brillo, caerán las estrellas del cielo y se bambolearán los mecanismos del universo. Entonces aparecerá en el cielo la señal del Hijo del Hombre. Mientras todas las razas de la tierra se golpearán el pecho, verán al Hijo del Hombre viniendo sobre las nubes del cielo con el poder divino y la plenitud de la gloria. Enviará a sus ángeles, que tocarán la trompeta y reunirán a los elegidos de los cuatro puntos cardinales, de un extremo al otro del mundo.» (Mt 24, 29-31)

¿Cuándo sucederá todo esto? Esa fue la pregunta de los discípulos que estaban escuchando. Y Él ya respondió:

«Por lo que se refiere a ese Día y cuándo vendrá, nadie lo sabe, ni siquiera los ángeles de Dios, ni aun el Hijo, sino solamente el Padre.» (Mt 24, 36; Mc 13, 32)

Ni siquiera el Hijo lo sabe. Y es que no nos corresponde saberlo:

Les respondió: «No les corresponde a ustedes conocer los plazos y los pasos que solamente el Padre tenía autoridad para decidir.» (Hch 1, 7)

«Por eso estén despiertos, porque no saben en qué día vendrá su Señor.» (Mt 24, 42)

Aún más: no necesitamos saberlo:

«¿Cuándo sucederá eso? ¿Cómo será? Sobre esto, hermanos, no necesitan que se les hable, pues saben perfectamente que el día del Señor llega como un ladrón en plena noche. Cuando todos se sientan en paz y seguridad, les caerá de repente la catástrofe encima, lo mismo que llegan los dolores de parto a la mujer embarazada, y nadie podrá escapar. Pero ustedes, hermanos, no andan en tinieblas, de modo que ese día no los sorprenderá como hace el ladrón. Todos ustedes son hijos de la luz e hijos del día: no somos de la noche ni de las tinieblas. Entonces no durmamos como los demás, sino permanezcamos sobrios y despiertos. (1Ts 5, 1-6)

Ni nos debe inquietar:

«Que no se dejen perturbar tan fácilmente. No se asusten por manifestaciones del Espíritu, o por rumores, o por alguna carta que pasa por nuestra, que dicen que el día del Señor es inminente. (2Ts 2, 2)

Sin embargo, algunos se han atrevido a pronosticar fechas en las que, por supuesto, nunca se ha cumplido la venida del Reino de Dios. Esa palabra no viene de Dios:

«Si un profeta pretende hablar en mi nombre sin que lo haya mandado, o si habla en nombre de otros dioses, morirá. Acaso preguntas: “¿Cómo vamos a saber que una palabra no viene de el Señor?” Si algún profeta habla en nombre del Señor y lo que dice no sucede, tú sabrás que esta palabra no viene del Señor. El profeta habrá hablado para jactarse y no le harás caso. (Dt 18, 20-22)

Y se siguen dando posibles fechas para su cumplimiento.

Además, recordemos que:

…primero el Evangelio tiene que ser proclamado en todas las naciones. (Mc 13, 10)

Y antes los judíos deben convertirse:

«Quiero, hermanos, que entiendan este misterio y no se sientan superiores. Una parte de Israel va a quedarse endurecida hasta que el conjunto de las naciones haya entrado; entonces todo Israel se salvará, según dice la Escritura: De Sión saldrá el libertador que limpiará a los hijos de Jacob de todas sus faltas. (Rm 11, 25-26)

«Y les digo que ya no me volverán a ver hasta que digan: ¡Bendito sea el que viene en nombre del Señor!» (Mt 23, 39)

Dios, siendo tan bueno, ¿cómo pudo crear el infierno?

No recibe el mismo castigo quien ataca a un ciudadano simple que quien lo hace a un policía o quien lo hace al presidente de la república. El primero pasará unas horas en la cárcel; el segundo, unos días; y el tercero, unas semanas o meses. Por lo tanto, no es el grado de la ofensa la que determina el castigo, sino la dignidad del ofendido. Y si alguien ofende a un Dios eterno, ¿cuánto tiempo deberá ser castigado?

Morir en pecado mortal sin estar arrepentidos ni acoger el amor misericordioso de Dios significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección. Dios no puede querer sino la salvación de los seres que ha creado; es la criatura la que se cierra a su amor, se aleja definitivamente de Dios por elección libre y confirmada con la muerte, que sella para siempre esa opción.

El término “infierno” designa el lugar o, mejor, la situación de castigo que corresponde a los impíos. En este sentido es empleada con frecuencia en la Biblia:

«Y, al salir, verán los cadáveres de los hombres que se rebelaron contra mí. El gusano que los devora no morirá, y el fuego que los quema no se apagará, y todos se sentirán horrorizados al verlos. (Is 66, 24)

«Ya tiene la pala en sus manos para separar el trigo de la paja. Guardará el trigo en sus bodegas, mientras que la paja la quemará en el fuego que no se apaga.» (Mt 3, 12)

El mismo Jesús señala la existencia del infierno:

«Pues es mejor para ti entrar con un solo ojo en el Reino de Dios que ser arrojado con los dos al infierno, donde su gusano no muere y el fuego no se apaga.» (Mc 9, 47-48)

«Pero yo les digo: Si uno se enoja con su hermano, es cosa que merece juicio. El que ha insultado a su hermano, merece ser llevado ante el Tribunal Supremo; si lo ha tratado de renegado de la fe, merece ser arrojado al fuego del infierno.» (Mt 5, 22)

«Por eso, si tu ojo derecho te está haciendo caer, sácatelo y tíralo lejos; porque más te conviene perder una parte de tu cuerpo y no que todo tu cuerpo sea arrojado al infierno. Y si tu mano derecha te lleva al pecado, córtala y aléjala de ti; porque es mejor que pierdas una parte de tu cuerpo y no que todo tu cuerpo sea arrojado al infierno.» (Mt 5, 29-30)

«Dirá después a los que estén a la izquierda: “¡Malditos, aléjense de mí y vayan al fuego eterno, que ha sido preparado para el diablo y para sus ángeles!”» (Mt 25, 41)

«No teman a los que sólo pueden matar el cuerpo, pero no el alma; teman más bien al que puede destruir alma y cuerpo en el infierno.» (Mt 10, 28)

«El Hijo del Hombre enviará a sus ángeles; éstos recogerán de su Reino todos los escándalos y también los que obraban el mal, y los arrojarán en el horno ardiente. Allí no habrá más que llanto y rechinar de dientes.» (Mt 13, 41-42)

«Así pasará al final de los tiempos: vendrán los ángeles y separarán a los malos de entre los buenos, y los arrojarán al horno ardiente. Allí será el llorar y el rechinar de dientes.» (Mt 13, 49-50)

«Si tu mano o tu pie te está haciendo caer, córtatelo y tíralo lejos. Pues es mejor para ti entrar en la vida sin una mano o sin un pie que ser echado al fuego eterno con las dos manos y los dos pies. Y si tu ojo te está haciendo caer, arráncalo y tíralo lejos. Pues es mejor para ti entrar tuerto en la vida que ser arrojado con los dos ojos al fuego del infierno.» (Mt 18, 8-9)

«¿Cómo lograrán escapar de la condenación del infierno?» (Mt 23, 33)

«Yo les voy a mostrar a quién deben temer: teman a Aquel que, después de quitarle a uno la vida, tiene poder para echarlo al infierno. Créanme que es a ése a quien deben temer.» (Lc 12, 5)

«Estando en el infierno, en medio de los tormentos, el rico levantó los ojos y vio a lo lejos a Abraham y a Lázaro con él en su regazo.» (Lc 16, 23)

«Y ahora yo te digo: tú eres Pedro (o sea, Piedra), y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia; los poderes del infierno jamás la podrán vencer.» (Mt 16, 18)

«El patrón de ese servidor vendrá en el día que no lo espera y a la hora que menos piensa. Le quitará el puesto y lo mandará donde los hipócritas: allí será el llorar y el rechinar de dientes.» (Mt 24, 50-51)

Y Pablo reafirma lo que será el infierno:

«Serán condenados a la perdición eterna, lejos del rostro del Señor y de su Gloria irresistible.» (2Ts 1, 9)

¿Existe el purgatorio?

Es muy frecuente oír que el purgatorio no existe.

Acudamos a la Biblia para refrescar algunos conceptos:

«Al que calumnie al Hijo del Hombre se le perdonará; pero al que calumnie al Espíritu Santo, no se le perdonará, ni en este mundo, ni en el otro.» (Mt 12, 32)

De esta frase de Jesús se desprende que hay pecados que se perdonan en “este mundo”, y hay pecados que se perdonan “en el otro”.

Si así es, si se perdonan en la otra vida, ¿dónde se perdonan?

¿En el infierno? No puede ser, porque en el infierno no hay Redención.

¿En el cielo? Tampoco puede ser, porque allí nada ni nadie puede entrar manchado:

«Nada manchado entrará en ella [en la Nueva Jerusalén], ni los que cometen maldad y mentira, sino solamente los inscritos en el libro de la vida del Cordero.» (Ap 21, 27)

Debe haber entonces un lugar —un estado— donde se perdonen los pecados en el otro mundo, donde se purifican las almas antes de entrar al cielo. Ese estado es llamado purgatorio por los católicos.

Y hasta tal punto se enojó el señor, que lo puso en manos de los verdugos, hasta que pagara toda la deuda. (Mt 18, 34)

«Trata de llegar a un acuerdo con tu adversario mientras van todavía de camino al juicio. ¿O prefieres que te entregue al juez, y el juez a los guardias que te encerrarán en la cárcel? En verdad te digo: no saldrás de allí hasta que hayas pagado hasta el último centavo.» (Mt 5, 25–26)

Son palabras de Jesús que hablan explícitamente de un lugar (“allí”) en donde “saldrás” “hasta que hayas pagado”.

Del infierno no puede ser, pues de allá nadie sale nunca.

Del cielo tampoco, porque allí no se paga nada.

En la Biblia se habla de la necesaria purificación. Pablo, por ejemplo, habla de una salvación pasando por el fuego:

«Sobre este cimiento se puede construir con oro, plata, piedras preciosas, madera, caña o paja. Un día se verá el trabajo de cada uno. Se hará público en el día del juicio, cuando todo sea probado por el fuego. El fuego, pues, probará la obra de cada uno. Si lo que has construido resiste al fuego, serás premiado. Pero si la obra se convierte en cenizas, el obrero tendrá que pagar. Se salvará, pero no sin pasar por el fuego.» (1Co 3, 12-15)

Y, hablando de la necesidad de la muerte de Cristo, la carta a los hebreos explica esa purificación:

«Tal vez fuera necesario purificar aquellas cosas que sólo son figuras de las realidades sobrenaturales; pero esas mismas realidades necesitan sacrificios más excelentes.» (Hb 9, 23)

Por otra parte, Pablo ruega para que el Señor le conceda misericordia a Onesíforo, ya muerto:

«Que el Señor bendiga a la familia de Onesíforo, pues a menudo vino a confortarme y no se avergonzó de mis cadenas. Apenas llegó a Roma, se puso a buscarme hasta que me encontró. El Señor le conceda que alcance misericordia ante el Señor aquel día; tú conoces mejor que nadie los servicios que me prestó en Éfeso.» (2Tm 1, 16-18)

En el segundo libro de los Macabeos hay otra clara alusión al purgatorio:

«Efectuó entre sus soldados una colecta y entonces envió hasta dos mil monedas de plata a Jerusalén a fin de que allí se ofreciera un sacrificio por el pecado. Todo esto lo hicieron muy bien inspirados por la creencia de la resurrección, pues si no hubieran creído que los compañeros caídos iban a resucitar, habría sido cosa inútil y estúpida orar por ellos. Pero creían firmemente en una valiosa recompensa para los que mueren como creyentes; de ahí que su inquietud era santa y de acuerdo con la fe. Esta fue la razón por la cual Judas ofreció este sacrificio por los muertos; para que fueran perdonados de su pecado.» (2M 12, 43–46)

Si los compañeros caídos habían sido buenos, ya se habrían ganado el cielo, y no tendrían necesidad de ese sacrificio ofrecido por Judas ni, como dice el texto, «orar por ellos».

Si —por el contrario— habían sido malos, se habrían ganado el infierno; y ya nada los salvaría.

La frase: «Judas ofreció este sacrificio por los muertos» obliga a pensar que algunos muertos no van ni al infierno ni al cielo. Entonces, ¿a dónde van? Es obvio deducir que irán a purgarse para ganarse esa «valiosa recompensa para los que mueren como creyentes».

¿Cuál Biblia?

A primera vista, las diferentes ediciones de la Biblia son iguales. Pero, como se verá, existen diferencias.

Hay algunos libros del Libro Sagrado que se llaman Protocanónicos, de «Proto-», que significa «prioridad, preeminencia o superioridad» porque se los incluyó primero en el canon (catálogo de los libros tenidos como auténticamente sagrados).

Otros, por el contrario, se llaman Deuterocanónicos, que tiene el significado de «segundos», porque se incluyeron en el canon después de un período de dudas.

Con respecto al Antiguo Testamento, ha de saberse que treinta y nueve libros del Antiguo Testamento están escritos en lengua hebrea, y son admitidos por todos los cristianos —incluso por los judíos—; son los protocanónicos.

Los siete restantes: los dos de los Macabeos, Sabiduría, Baruc, Tobías, Judit y Eclesiástico (además de unos pasajes de Daniel y Ester), conforman los libros llamados deuterocanónicos, incluidos en la Biblia Griega, llamada «de los LXX», cuyos originales generalmente están en griego (aunque se ha encontrado que partes considerables también fueron escritas en hebreo y algunos trozos en otras lenguas, como el arameo).

Estos libros deuterocanónicos son aceptados tanto por los católicos, como por los orientales y los anglicanos, pero no por los protestantes, ni por las sectas, movimientos y grupos nacidos de ellos, porque los consideran apócrifos, esto es, no auténticos como Palabra de Dios.

Sorprende saber, sin embargo, que estos 7 libros estuvieron en la Biblia de los protestantes, desde la publicación de Casiodoro de Reina en 1569 y la de Cipriano de Valera en 1602 hasta 1827, cuando las Sociedades Bíblicas los eliminaron, según información del Diccionario ilustrado de la Biblia (protestante).

En lo que se refiere al Nuevo Testamento, son deuterocanónicos otros 7: Hebreos, Santiago, segunda carta de Pedro, segunda y tercera carta de Juan, Judas y Apocalipsis.

Curiosamente, tanto los libros protocanónicos como los deuterocanónicos del Nuevo Testamento —conservados todos en lengua griega—, son considerados inspirados (y por lo tanto del canon) por los protestantes y los grupos, movimientos y sectas derivadas de ellos.

Quiere esto decir que los católicos aceptan como inspirados 73 libros de la Biblia, mientras que los protestantes y sus ramificaciones eliminaron 7, para quedarse con 66.

Por último, dado que la Tradición Apostólica es Palabra de Dios, como se vio, la Biblia católica contiene explicaciones del Magisterio de la Iglesia (notas al pie) sobre algunos textos, para su mejor comprensión.

Debe añadirse aquí que la Biblia que usan los Testigos de Jehová y la de los Mormones está modificada en gran cantidad y que se debe considerar totalmente diferente.

¿Sirven los sacramentos?

Algunos cristianos creen que si aceptan los sacramentos —especialmente su acción salvadora— disminuirían a Cristo o negarían que solo Cristo salva.

Por eso rechazan los sacramentos diciendo que no se gana la salvación con ritos externos, cultos o cosas materiales. Quieren ir directamente a Cristo, sin intermediario alguno.

Pero continuamente invocan, como camino para llegar a Cristo, la Biblia. Libro sagrado y santo, pero libro material, hecho de hojas y tinta. Palabra de Dios, pero escrita en palabras humanas, las cuales se expresan con sonidos de lenguaje humano, en idiomas humanos diversos, escrito por autores humanos, de épocas diversas, de distintas culturas, de diferentes formas de pensar…

Y es que la Biblia no cayó del cielo; ni la escribió Dios directamente. Él utilizó medios: hombres que escribían palabras humanas; papiro, pergamino o papel y tinta; varios idiomas, diversas culturas y distintas psicologías; y sigue utilizando los mismos medios: cuando un predicador lee en voz alta la Biblia usa sonidos del lenguaje humano que vuelan y llegan a los oídos de los que escuchan; cuando uno adquiere una Biblia le dan un libro material lleno de letras impresas en hojas materiales.

Algunos dicen con frecuencia que debe hacerse contacto directo con Dios, sin intermediarios; pero la Biblia es para ellos un intermediario, una tremenda mediación entre ellos —seres humanos— y Dios.

Eso mismo son los sacramentos que —afirma la Real Academia Española— son «signos sensibles de un efecto interior y espiritual que Dios obra en nuestras almas».

El sacramento es un don divino de salvación, otorgado a través de una forma visible y palpable que concretiza ese don. La Biblia, para algunos cristianos, es un sacramento en el pleno sentido de la palabra, dotado por Dios de una eficacia intrínseca sobrenatural para iluminar, para convertir, para salvar.

El ser humano necesita de los sacramentos, pues está compuesto de cuerpo y alma espiritual —materia y espíritu—; necesita de las cosas materiales para subir a lo más espiritual. Si debemos dar gloria a Dios con todo nuestro ser, debemos poner a su servicio también esas cosas materiales.

De hecho, Dios mismo se hizo hombre. El cristianismo no es de ángeles y espíritus sin materia: es un conglomerado de seres humanos —materia y espíritu, otra vez— que siguen a la Palabra de Dios hecha Carne:

«Y la Palabra se hizo Carne, puso su tienda entre nosotros.» (Jn 1, 14)

¡Este es el principal sacramento: un Dios hecho hombre!

Y ese Hombre hizo milagros a través de signos, de sacramentos:

Veamos, por ejemplo, ¿por qué usó Jesús tierra y saliva para curar?

«Dicho esto, hizo un poco de lodo con tierra y saliva, untó con él los ojos del ciego y le dijo: “Vete y lávate en la piscina de Siloé (que quiere decir el Enviado).” El ciego fue, se lavó y, cuando volvió, veía claramente.» (Jn 9, 6-7)

¿No podía haber dicho: «Desde este momento estás curado»? Él es Dios; para Él no hay nada imposible.

Sin embargo, usó muchos signos materiales, es decir, sacramentos:

«Jesús lo apartó de la gente, le metió los dedos en los oídos y con su saliva le tocó la lengua. Enseguida levantó los ojos al cielo, suspiró y dijo: “Effetá”, que quiere decir: “Ábrete”.» (Mc 7, 33-35)

Es más, algunos de entre la gente sabían que debían usar un sacramento, un signo —tocar su ropa, por ejemplo—, para poder lograr lo que querían:

«Como había oído lo que se decía de Jesús, se acercó por detrás entre la gente y le tocó el manto. La mujer pensaba: “Si logro tocar, aunque sólo sea su ropa, sanaré.” Al momento cesó su hemorragia y sintió en su cuerpo que estaba sana.» (Mc 5, 27-29)

Hay más todavía: ¿Por qué Jesús no hacía los milagros sin emitir palabras? ¿Para qué hablaba? ¿Acaso hay algo imposible para Él?

«Jesús le contestó: “Puedes volver, tu hijo está vivo.” El hombre creyó en la palabra de Jesús y se puso en camino. Al llegar a la bajada de los cerros, se topó con sus sirvientes que venían a decirle que su hijo estaba sano.» (Jn 4, 50-51)

Es que Él quiso necesitar del signo —del sacramento—, para que pudiéramos entender visualmente, auditivamente, tactilmente, como seres humanos que somos. Dice el texto que «el hombre creyó en la palabra de Jesús». La palabra es, en este caso, ese signo.

La Eucaristía

Y, cuando se habla de la salvación, del rescate, de la purificación, de la ira aplacada de Dios, se muestra que eso se da por un signo, por un sacramento:

«Y gracias a él fuera reconciliado con Dios, porque la Sangre de su cruz ha restablecido la paz tanto sobre la tierra como en el mundo de arriba.» (Col 1, 20)

«En cambio, si caminamos en la luz, lo mismo que él está en la luz, estamos en comunión unos con otros, y la Sangre de Jesús, el Hijo de Dios, nos purifica de todo pecado.» (1Jn 1, 7)

«Pero con toda seguridad la Sangre de Cristo, que se ofreció a Dios por el Espíritu eterno como víctima sin mancha, purificará nuestra conciencia de las obras de muerte, para que sirvamos al Dios vivo.» (Hb 9, 14)

«Y por su Sangre nos ha purificado de nuestros pecados, haciendo de nosotros un reino y una raza de sacerdotes de Dios, su Padre.» (Ap 1, 6)

La Sangre de Cristo es el signo, el sacramento.

«En verdad les digo que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su Sangre, no tienen vida en ustedes. El que come mi Carne y bebe mi Sangre vive de vida eterna, y yo lo resucitaré el último día. Mi Carne es verdadera comida y mi Sangre es verdadera bebida. El que come mi Carne y bebe mi Sangre permanece en mí y yo en él.» (Jn 6, 53–56)

La vida divina, entonces, viene a nosotros mediante el sacramento. El modo de unirnos a Cristo y permanecer en Él es la Eucaristía.

El Bautismo

Otro sacramento es el agua, que posee atributos inesperados en el Bautismo: aquella agua lava los pecados.

Para que quedara bien claro, Pedro afirmó:

«Ustedes reconocen en esto la figura del bautismo que ahora los salva.» (1Pe 3, 21)

¡El Bautismo que ahora los salva! Entonces, ¿Pedro dice que es el Bautismo el que nos salva? ¿Acaso no es Jesús el que nos salva?

Lo que pasa es que el sacramento del Bautismo es «signo sensible de un efecto interior y espiritual que Dios obra en nuestras almas».

Solo la muerte y la Resurrección de Jesucristo nos salvan. Pero los sacramentos nos acercan y ponen a nuestro alcance esa muerte y Resurrección salvadoras. Esto lo explica muy bien Pablo:

«Como ustedes saben, todos nosotros, al ser bautizados en Cristo Jesús, hemos sido sumergidos en su muerte. Por este bautismo en su muerte fuimos sepultados con Cristo, y así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la Gloria del Padre, así también nosotros empezamos una vida nueva.» (Rm 6, 3-4)

Recordemos también que para salvarse no solo se necesita el Espíritu, sino también el agua, signo material:

«Jesús le contestó: “En verdad te digo: El que no renace del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios”.» (Jn 3, 5)

«Y ahora, ¿qué esperas? Levántate, recibe el Bautismo y lava tus pecados invocando su Nombre.» (Hch 22, 16)

«El que crea y se bautice se salvará; el que se niegue a creer se condenará.» (Mc 16, 16)

«En el bautismo volvimos a nacer y fuimos renovados por el Espíritu Santo.» (Tt 3, 5)

El padre de los protestantes, Martín Lutero, bautizaba a los niños recién nacidos. Juan Calvino —defensor de Lutero y quizá el más importante propulsor del protestantismo— escribió lo siguiente acerca de la idea de algunos de dejar a los niños sin bautizar hasta que sean capaces de escoger por sí mismos:

«Todo esto repugna maliciosamente a la verdad de Dios. Porque si se los deja como meros hijos de Adán, se los deja en la muerte, tal como se dice (en la escritura); en Adán no podemos hacer otra cosa que morir. Al contrario, Jesucristo dice que se deje que los niños se acerquen a Él (Mt 19, 14). ¿Por qué? Porque Él es la vida. Él quiere, por tanto, hacerlos participar de sí para darles vida.» (Institución cristiana, IV, 16-17: O. C. T. 4, p 951)

Y en forma conclusiva afirmó:

«Finalmente retengamos esta sencilla afirmación, a saber, que mientras no haya sido regenerado en el agua viva, nadie entrará en el Reino de Dios.» (Institución cristiana, IV, 25: O. C. T. 4, p 963)

¿Por qué escribía todo esto Calvino? Porque sabía que todos los hombres, aunque personalmente no hayan pecado, tan solo por descender de Adán tienen el pecado original:

«Un solo hombre hizo entrar el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte. Después la muerte se propagó a todos los hombres.» (Rm 5, 12)

«Y así como la desobediencia de uno solo hizo pecadores a muchos, así también por la obediencia de uno solo una multitud accede a la verdadera rectitud.» (Rm 5, 19)

A pesar de todo, algunos cristianos creen que es necesario que la persona tenga conciencia para que se le pueda administrar el Bautismo.

Si un niño recién nacido se enferma y el médico le administra un medicamento para curarlo, ¿hay necesidad de que el niño esté consciente para que el medicamento le haga efecto? No; las drogas actúan por su capacidad intrínseca de curar, tanto en los adultos como en los niños. Para que surtan efecto no es necesario que el paciente sepa qué droga le están administrando, ni cuál es su mecanismo de acción.

El pecado original —recordémoslo— es la enfermedad del espíritu, por la que se pierde la salvación eterna. ¿Para qué esperar, si el sacramento del Bautismo tiene esa capacidad intrínseca para lavar el pecado original, como se ha visto?

Para librar a un menor de un gran mal no es necesario pedirle permiso. No les pedimos permiso a los niños para vacunarlos, por ejemplo; ni para curar sus enfermedades; ni para enseñarle cómo debe portarse en la vida; tampoco para inscribirlo en el registro civil y, más tarde, usarlos en su propio beneficio.

El nombre que nos ponen nuestros padres es inconsulto: no nos pidieron consejo ni opinión y, sin embargo, lo llevamos toda la vida. Así sucede con el Bautismo.

Nadie se disgusta al recibir, siendo pequeño, una gran herencia, aunque nos la den sin pedirnos permiso. Y, ¿qué mayor herencia que la salvación eterna? Es que para lo que es absolutamente bueno y esencial no se requiere pedirle permiso al menor de edad.

Además, la Biblia nos cuenta que se bautizaban familias enteras:

Se bautizó con toda su familia a aquella hora de la noche. (Hch 16, 33b)

En este versículo no se dice: «Se bautizó con su esposa», sino: «Se bautizó con toda su familia».

Recibió el bautismo junto con los de su familia. (Hch 16, 15a)

Tampoco se dice: «se bautizaron solo los adultos». Se dice: «Recibió el bautismo junto con los de su familia»; recordemos que por familia se entendían los padres, los hijos y hasta los servidores y esclavos.

Por otra parte, hay quienes dicen que, ya que Jesucristo se bautizó a los 33 años, nadie debe bautizarse antes. De aquí nacen varias preguntas: ¿Qué le sucederá a alguien que muera a los 24 años o a otro que conoció los caminos de Dios a los 45 años?

Por lo demás, no es necesario que hagamos las cosas tal y como Jesús las hizo. ¿Por qué, por ejemplo, no ayunamos 40 días y 40 noches después del bautismo?. ¿Por qué no morimos a los 33 años?. ¿Por qué no trabajamos todos 30 años como carpinteros?…

Otro aspecto de controversia es si se debe bautizar o no a una persona que no ha recibido la enseñanza necesaria. Jesús nos responde eso:

Jesús se acercó y les habló así: «Me ha sido dada toda autoridad en el Cielo y en la tierra. Vayan, pues, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos. Bautícenlos en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.» (Mt 28, 18-19))

Está claro: primero, el Bautismo; luego, la enseñanza.

Analicemos, como muestra, lo que afirman algunos cristianos: que hay que bautizarse en un río, puesto que en un río se bautizó Jesús.

El día de Pentecostés, después de que apareció el Espíritu Santo, Pedro se puso a predicar, y muchas personas lo escucharon.

Los que acogieron la palabra de Pedro se bautizaron, y aquel día se unieron a ellos unas tres mil personas. (Hch 2, 41)

Sabemos que en Jerusalén no hay ríos. ¿Dónde se bautizaron entonces?

Siguiendo el camino llegaron a un lugar donde había agua. El etíope dijo: «Aquí hay agua. ¿Qué impide que yo sea bautizado?» .Felipe respondió: «Puedes ser bautizado si crees con todo tu corazón.» El etíope replicó: «Creo que Jesucristo es el Hijo de Dios.» Entonces hizo parar su carro. Bajaron ambos al agua y Felipe bautizó al eunuco. (Hch 8, 36-38)

El texto no dice: «Aquí hay un río», sino «Aquí hay agua»; lo que hace suponer que se trataba de un pozo o un charco.

Es que este sacramento es, como se vio más arriba, «signo sensible de un efecto interior y espiritual que Dios obra en nuestras almas».

Y lo mismo ocurre con los demás sacramentos.

Cuando algunos cristianos dicen que es la fe en Cristo la que salva y no los sacramentos, están olvidando que precisamente los sacramentos son acciones de fe.

¿Se permite el divorcio en la Biblia?

Muchos grupos cristianos no católicos admiten el divorcio y las nuevas nupcias, basados en una ley pasajera (de carácter temporal) hecha para el pueblo judío:

Si un hombre toma una mujer y se casa con ella, puede ser que le encuentre algún defecto y ya no la quiera. En ese caso, escribirá un certificado de divorcio que le entregará antes de despedirla de su casa. (Dt 24, 1)

Ante todo, es bueno saber que el matrimonio, en cuanto unión de un hombre «esposo» y de una mujer «esposa» en orden a constituir una familia, tiene para la Biblia su origen en Dios, quien esencialmente lo desea indisoluble:

Jesús respondió: «¿No han leído que el Creador al principio los hizo hombre y mujer y dijo: El hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá con su mujer, y serán los dos una sola carne? (Mt 19, 4-5).

Los fariseos le preguntaron: «Entonces, ¿por qué Moisés ordenó que se firme un certificado en el caso de divorciarse?» Jesús contestó: «Moisés vio lo tercos que eran ustedes, y por eso les permitió despedir a sus mujeres, pero al principio no fue así. Yo les digo: el que se divorcia de su mujer, fuera del caso de infidelidad, y se casa con otra, comete adulterio.» (Mt 19, 7-9)

Desde siempre se canta el amor exclusivo (leer todo el Cantar de los Cantares) y se valora muy positivamente la estabilidad del matrimonio y la fidelidad de los esposos.

Con esto se va viendo el ideal religioso del matrimonio que Jesús y Pablo reafirman con fuerza, hasta el punto de considerar el matrimonio cristiano como símbolo de la unión existente entre Cristo y la Iglesia:

«Es éste un misterio muy grande, pues lo refiero a Cristo y a la Iglesia.» (Ef 5, 32)

Por eso, el mismo Jesucristo, cuando lo instituyó, elevó al matrimonio a la altura de un sacramento, signo y señal de la gracia divina: Dios llena a los contrayentes de la fuerza espiritual necesaria para cumplir su misión con la altura de la sublime unión existente entre Cristo y la Iglesia, donde no cabe el divorcio.

Veamos en la Biblia cómo Jesús condena el divorcio:

«Todo hombre que se divorcia de su mujer y se casa con otra, comete adulterio. Y el que se casa con una mujer divorciada de su marido, también comete adulterio». (Lc 16, 18)

«El que se separa de su esposa y se casa con otra mujer, comete adulterio contra su esposa”» (Mc 10, 11)

«Ustedes han oído que se dijo: “No cometerás adulterio.” Pero yo les digo: Quien mira a una mujer con malos deseos, ya cometió adulterio con ella en su corazón. Por eso, si tu ojo derecho te está haciendo caer, sácatelo y tíralo lejos; porque más te conviene perder una parte de tu cuerpo y no que todo tu cuerpo sea arrojado al infierno. Y si tu mano derecha te lleva al pecado, córtala y aléjala de ti; porque es mejor que pierdas una parte de tu cuerpo y no que todo tu cuerpo sea arrojado al infierno. También se dijo: “El que se divorcie de su mujer, debe darle un certificado de divorcio.” Pero yo les digo: Si un hombre se divorcia de su mujer, a no ser por motivo de infidelidad, es como mandarla a cometer adulterio: el hombre que se case con la mujer divorciada, cometerá adulterio.» (Mt 5, 27-32)

«Un hombre joven se le acercó y le dijo: “Maestro, ¿qué es lo bueno que debo hacer para conseguir la vida eterna?.” Jesús contestó: “¿Por qué me preguntas sobre lo que es bueno? Uno solo es el Bueno. Pero si quieres entrar en la vida, cumple los mandamientos.” El joven dijo: “¿Cuáles?” Jesús respondió: “No matar, no cometer adulterio, no hurtar, no levantar falso testimonio”» (Mt 19, 16-18)

La misma reprobación se da en otros pasajes del Nuevo Testamento:

«¿No saben acaso que los injustos no heredarán el Reino de Dios? No se engañen: ni los que tienen relaciones sexuales prohibidas, ni los que adoran a los ídolos, ni los adúlteros, ni los homosexuales y los que sólo buscan el placer» (1Co 6, 9)

«Que todos respeten el matrimonio y ninguno manche la unión conyugal. Dios castigará a los licenciosos y a los que cometen adulterio». (He 13, 4)

Pero ya desde el Antiguo Testamento se nota que Dios condena sin paliativos al adulterio:

«No cometas adulterio». (Ex 20, 14; Dt 5, 18)

«No te acostarás con la mujer de tu prójimo, pues es una maldad». (Le 18, 20)

«Si alguno comete adulterio con una mujer casada, con la mujer de su prójimo, morirán los dos, el adúltero y la mujer adúltera». (Le 20, 10)

«Si se sorprende a un hombre acostado con una mujer casada, morirán los dos, el adúltero y la adúltera. Así harás desaparecer el mal de Israel.» (Dt 22, 22)

«Odio el divorcio, dice el Señor, Dios de Israel, y al que hace el mal sin manifestar vergüenza. Tengan, pues, mucho cuidado y no cometan tal traición.» (Ml 2, 16)

«La Sabiduría te protegerá de la mujer de otro, de la bella desconocida de palabras suaves». (Pr 2, 16)

«Lo mismo le ocurrirá a la mujer que engaña a su marido y le da un heredero concebido de un extraño. En primer lugar desobedeció a la ley del Altísimo, luego pecó contra su marido, y en tercer lugar se manchó con un adulterio, teniendo hijos de un extraño.» (Sir 23, 22-23)

Y, ¿por qué el divorcio es una ofensa tan grave para Dios? El mismo Jesús responde esa pregunta:

«Lo que Dios ha unido, que el hombre no lo separe.» (Mc 10, 9)

«El hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá con su mujer, y serán los dos una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre.» (Mt, 19 5-6)

Ante las leyes civiles es válido el divorcio pero, ante Dios, los esposos están casados, y seguirán casados hasta que uno de los dos muera.

Es fácil deducir entonces que, entre los bautizados, tanto el matrimonio civil como la unión libre de los ya casados por la Iglesia no tiene validez ante Dios. Este «invento» humano, se constituye en un desprecio a las leyes de Dios, es decir, en una burla a Dios: es como si el que se va a casar «por lo civil» o a unir libremente le dijera a Dios: «A mi no me interesa lo que Usted piense ni su autoridad, lo que me interesa es lo que la sociedad civil piense, y esa autoridad es la única que vale para mí». Por eso mismo, el matrimonio civil o la unión libre de un bautizado es siempre una ofensa a ese Dios tan bueno, que nos dio la vida y todo lo que tenemos, y que solo desea nuestra felicidad.

Y, ¿qué es lo que hace la Iglesia Católica cuando anula un matrimonio?

Para contestar esta pregunta, es necesario distinguir tres conceptos diferentes:

La separación de cuerpos, que consiste en decretar, legalmente, que los esposos dejan de vivir en comunidad.

El divorcio, en el que se decreta que el matrimonio que Dios bendijo ya dejó de existir legalmente, aunque Dios haya dicho explícitamente que el ser humano no puede separar lo que Dios unió para siempre.

La anulación consiste en lo siguiente: la Iglesia, por el poder que Dios le dio, determina que, dado que no se cumplieron los requisitos indispensables, Dios nunca unió a esa pareja de novios. Esta decisión genera un efecto retroactivo desde momento de la celebración, es decir, le hace perder su validez.

Ese matrimonio, en consecuencia, nunca fue válido ante Dios, aunque un sacerdote hubiera presenciado las nupcias y hubiera bendecido a la pareja, ni siquiera aunque ya hayan tenido hijos.

¿Se pueden casar los curas?

El hombre es el complemento de la mujer y esta el de aquel. Eso es lo que significa sexo: sección, parcialidad, mitad en busca de otra mitad, es decir, complemento.

Pero la persona histórica, concreta (no la metafísica), jamás encontrará otra que le sirva de complemento total. Sólo Dios puede llenar el corazón del hombre. Es el único que puede complementarlo.

El matrimonio es, en este contexto, el amor de uno por otra -—o viceversa— porque ella —o él— es la imagen de Dios.

Adorar a una mujer, por ejemplo, es idolatría. El camino apropiado es amar y adorar a Dios en la imagen de la esposa; o amar y adorar a Dios en la imagen del esposo.

En cambio, la virginidad cristiana, como tal, no necesita del sacramento. ¡Alcanza la realidad frontalmente! Dios se convierte en él(la) esposo(a) del ser personal. De este modo, la virginidad confirma el sacramento del matrimonio y le da una verdadera dimensión. La virginidad, entonces, viene a ser la realidad definitiva del hombre y de la mujer complementada por Dios. El matrimonio, al ser sólo signo, termina con la vida terrestre, y significa; mientras que la virginidad es lo significado.

No se habla aquí, es lógico, de la virginidad física, psicológica (indivisibilidad del corazón) o jurídica (renuncia al matrimonio), sino de la virginidad evangélica, esa que encuentra a Dios como el verdadero complemento, con signo (sacramento) o sin él.

Para los casados, el matrimonio debe constituirse en un signo eficiente de esa virginidad así entendida, que también ellos deben vivir.

De aquí que quien se entrega a Dios en el celibato sacerdotal tenga más cerca de sí la realidad (le es más asequible) y, por consiguiente, se capacita para un juicio más recto acerca de su sexualidad y la de los demás: solteros y casados (por añadidura, está más lejos de las veleidades y de los vaivenes de las pasiones).

Por todo esto hablaba Pablo así:

Yo quisiera verlos libres de preocupaciones. El que no se ha casado se preocupa de las cosas del Señor y de cómo agradarlo. No así el que se ha casado, pues se preocupa de las cosas del mundo y de cómo agradar a su esposa, y está dividido. De igual manera la mujer soltera y la joven sin casar se preocupan del servicio del Señor y de ser santas en su cuerpo y en su espíritu. Mientras que la casada se preocupa de las cosas del mundo y de agradar a su esposo. Al decirles esto no quiero ponerles trampas; se los digo para su bien, con miras a una vida más noble en la que estén enteramente unidos al Señor. (1Co 7, 32-35)

Se trata, como dice Pablo, de «una vida más noble en la que estén enteramente unidos al Señor.»

Y es que Jesús (que no se casó) enseñó el celibato como algo superior al matrimonio:

«Hay hombres que han nacido incapacitados para el sexo. Hay otros incapacitados, que fueron mutilados por los hombres. Hay otros todavía, que se hicieron tales por el Reino de los Cielos. ¡Entienda el que pueda!» (Mt 19, 12)

Por eso, la Iglesia Católica les pide a quienes se sienten llamados por Dios al sacerdocio ministerial que vivan célibes, esto es, solteros. Ellos, siendo totalmente libres, aceptan esa propuesta de la Iglesia.

Y eso se extiende a quienes desean llevar una vida religiosa: los monjes y las monjas:

La mujer está ligada a su marido mientras éste vive. Pero si se muere queda libre y puede casarse con quien desee, siempre que sea un matrimonio cristiano. De todos modos será más feliz si permanece sin casarse; éste es mi consejo. Y creo que yo también tengo el Espíritu de Dios. (1Co 7, 39-40)

¿Prohíbe la Biblia llamar «Padre» a los sacerdotes?

En la Biblia se usa el término «padre» para designar al padre biológico:

«Respeta a tu padre y a tu madre, para que se prolongue tu vida sobre la tierra que el Señor, tu Dios, te da.» (Ex 20, 12)

Jesús mismo lo hace:

«Ya sabes los mandamientos: No cometas adulterio, no mates, no robes, no levantes falsos testimonios, honra a tu padre y a tu madre.» (Lc 18, 20)

Hay muchos lugares del Antiguo y del Nuevo Testamento donde se ve ese sentido:

«Esto les escribo, padres: ustedes conocen al que es desde el principio.» (1Jn 2, 13)

Pero, además, se usa para llamar al padre espiritual. Es el caso de Eliseo, que llama «padre» a Elías, aunque no era su padre biológico:

Eliseo lo vio alejarse y clamaba: «¡Padre, padre mío, carro de Israel y su caballería!» Luego Eliseo no lo vio más. Tomó sus vestidos y los desgarró. (2R 2, 12)

Lo mismo sucede en otros pasajes bíblicos:

Sus servidores se acercaron a él cuando se iba, y le dijeron: «Padre, si el profeta te hubiera mandado hacer una cosa difícil, ¿no la habrías hecho? Y ¡qué fácil es bañarte, como el profeta te ha ordenado!» (2R 5, 13)

Cuando el rey de Israel los vio, preguntó a Eliseo: «¿Debo matarlos, padre mío?». (2R 6, 22)

También se lee la palabra «padre» en el Nuevo Testamento:

Entonces gritó: «Padre Abraham, ten piedad de mí, y manda a Lázaro que moje en agua la punta de su dedo y me refresque la lengua, porque me atormentan estas llamas.» (Lc 16, 24)

Esteban respondió: «Hermanos y padres, escúchenme: El Dios glorioso se apareció a nuestro padre Abraham mientras estaba en Mesopotamia, antes de que fuera a vivir a Jarán. (Hch 7, 2)

«Hermanos y padres, escúchenme, pues les quiero dar algunas explicaciones.» (Hch 22, 1)

Los sacerdotes son verdaderos «padres» de los bautizados:

«Hijos queridos, no les escribo un mandamiento nuevo, sino el mandamiento antiguo, el que ustedes tenían desde el comienzo; este mandamiento antiguo es la palabra misma que han oído.» (1Jn 2, 7)

«Hijitos míos, de nuevo sufro por ustedes dolores de alumbramiento, hasta que Cristo haya tomado forma en ustedes.» (Ga 4, 19)

«Esto les escribo, hijitos: ustedes recibieron ya el perdón de sus pecados.» (1Jn 2, 12)

«Les he escrito, hijitos, porque ya conocen al Padre. Les he escrito, padres, porque conocen al que es desde el principio.» (1Jn 2, 14a)

«Ustedes, hijitos, son de Dios, y ya han logrado la victoria sobre esa gente, pues el que está en ustedes es más poderoso que el que está en el mundo.» (1Jn 4, 4)

«Pues aunque tuvieran diez mil monitores de vida cristiana, no pueden tener muchos padres, y he sido yo quien les transmitió la vida en Cristo Jesús por medio del Evangelio.» (1Co 4, 15)

¿Entonces —se preguntan algunos— por qué dijo Jesús esto que sigue?:

«Lo que es ustedes, no se dejen llamar Maestro, porque no tienen más que un Maestro, y todos ustedes son hermanos. No llamen Padre a nadie en la tierra, porque ustedes tienen un solo Padre, el que está en el Cielo. Tampoco se dejen ustedes llamar Guía, porque ustedes no tienen más Guía que Cristo.» (Mt 23, 8-10)

Desde el principio de la frase Jesús es claro: «Lo que es ustedes, no se dejen llamar…». Lo que está enseñando es la humildad: que no nos hagamos llamar padres ni maestros ni jefes ni guías, porque podríamos caer en el pecado de la soberbia. Para estar seguros de que eso era lo que quería explicar Jesús, basta leer todo el texto con los dos versículos anteriores:

«Todo lo hacen para ser vistos por los hombres. Miren esas largas citas de la Ley que llevan en la frente, y los largos flecos de su manto. Les gusta ocupar los primeros lugares en los banquetes y los asientos reservados en las sinagogas. Les agrada que los saluden en las plazas y que la gente los llame Maestro. Lo que es ustedes, no se dejen llamar…» (Mt 23, 5-8a)

Recordemos otro pasaje donde el Señor insiste en lo mismo:

«El más grande entre ustedes se hará el servidor de todos. Porque el que se pone por encima, será humillado, y el que se rebaja, será puesto en alto.» (Mt 23, 11-12)

¿Debe uno confesarse con los sacerdotes?

Dios es infinitamente misericordioso: sabe que el pecado original dejó en el ser humano esa herida que nos hace tender al mal y, por eso, se inventó otro milagro de su amor: el perdón de los pecados. Es un tribunal de justicia en el que el reo se declara culpable y el juez (Dios), en vez de condenarlo, lo perdona.

Y Dios quiso, como se verá, que ese perdón se diera a través del sacramento de la Penitencia, Reconciliación o confesión de los pecados.

Aunque algunos cristianos protestantes (evangélicos) no aceptan el sacramento de la Penitencia, el iniciador del protestantismo, Martín Lutero, escribió:

«No hay duda de que la confesión de los pecados es necesaria y mandada por Dios […] La confesión secreta, como se usa hoy, aunque no puede probarse por la escritura, me agrada muchísimo, y la estimo útil y necesaria y no quisiera que fuese suprimida, antes me alegro de que exista en la Iglesia de Cristo, siendo como es, remedio de las conciencias afligidas…» (De la cautividad babilónica, W. A., VI, 548).

Y, aunque se atrevió a negar algunos sacramentos, siempre defendió la Penitencia:

«Niego que haya siete sacramentos. No admito sino tres: el Bautismo, la Penitencia y el Pan…» (De la cautividad babilónica, W. A., VI, 501).

Sin embargo, a veces aparecen dudas acerca de si un pecador (el sacerdote) puede perdonar los pecados. Esas dudas tienen su base en el desconocimiento de la Biblia o en una interpretación errónea de la misma; y también, en no usar la lógica:

Cuando vamos donde un médico lo que nos importa es que nos cure, no su vida personal. Además, un médico enfermo puede curar a otro ser humano, no necesita estar sano. Lo mismo sucede con el sacerdote: aunque él sea un pecador como nosotros, puede perdonar los pecados, curar las almas; como el médico enfermo cura los cuerpos.

Asimismo, las sentencias de un juez son válidas, aunque él viva una vida desordenada, sea infiel a su esposa, no cumpla las leyes del tránsito, robe o mate…; todos sabemos que el juez malo, como el bueno, tiene autoridad delegada de la rama jurisdiccional; es decir, su autoridad no proviene de él mismo, proviene de una autoridad superior.

El sacerdote no perdona pecados porque él no los ha cometido, lo hace porque el sacerdote tiene una autoridad que proviene de Dios. ¿Acaso Él no tiene poder para encargar a unos hombres que perdonen los pecados en su nombre?:

«¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, así los envío yo también.” Sopló sobre ellos y les dijo: “Reciban el Espíritu Santo: a quienes perdonen sus pecados, les serán perdonados; y a quienes se los retengan, les serán retenidos.» (Jn 20, 21-23)

Jesús mismo es el que deja a los apóstoles y discípulos este poder de perdonar los pecados.

«Todo lo que aten en la tierra, lo mantendrá atado el Cielo, y todo lo que desaten en la tierra, lo mantendrá desatado el Cielo.» (Mt 18, 18)

Dios se compromete a dar por bueno en el Cielo lo que sus ministros —la Iglesia que Él fundó— dictaminen en la tierra. A través de la Iglesia ha hecho el prodigio de acercar a nosotros el juicio, la sentencia —sentencia o juicio de salvación y perdón— de Dios.

«Viendo Jesús la fe de estos hombres, dijo al paralítico: “Amigo, tus pecados quedan perdonados.” De inmediato los maestros de la Ley y los fariseos empezaron a pensar: “¿Cómo puede blasfemar de este modo? ¿Quién puede perdonar los pecados fuera de Dios?” Jesús leyó sus pensamientos y les dijo: “¿Por qué piensan ustedes así? ¿Qué es más fácil decir: ‛Tus pecados te quedan perdonados’, o decir: ‛Levántate y anda’? Sepan, pues, que el Hijo del Hombre tiene poder en la tierra para perdonar los pecados.” Entonces dijo al paralítico: “Yo te lo ordeno: levántate, toma tu camilla y vete a tu casa.” Y al instante el hombre se levantó a la vista de todos, tomó la camilla en que estaba tendido y se fue a su casa dando gloria a Dios.» (Lc 5 20-25)

Algunos siguen pensando como los fariseos. Pero, ¿qué dijo la gente después de ese episodio?

«La gente, al ver esto, quedó muy impresionada, y alabó a Dios por haber dado tal poder a los hombres.» (Mt 9, 8)

Sacramento administrado por los hombres escogidos por Jesús y sus descendientes.

Más tarde, Pablo lo confirma:

«Todo eso es obra de Dios, que nos reconcilió con Él en Cristo y que a nosotros nos ha confiado el ministerio de la reconciliación. Pues en Cristo Dios estaba reconciliando el mundo con él; ya no tomaba en cuenta los pecados de los hombres, sino que a nosotros nos entregaba el mensaje de la reconciliación. Nos presentamos, pues, como embajadores de Cristo, como si Dios mismo les exhortara por nuestra boca. En nombre de Cristo les rogamos: ¡déjense reconciliar con Dios! Dios hizo cargar con nuestro pecado al que no cometió pecado, para que así nosotros participáramos en él de la justicia y perfección de Dios.» (2Co 5, 18-21)

Los sacerdotes son los sucesores de los apóstoles y de los discípulos, a quienes les delegó esa autoridad divina: Él sabía que los seres humanos iban a existir durante muchos siglos y que iban a necesitar del perdón de los pecados.

Dios es la autoridad superior que le da al sacerdote el poder de perdonar los pecados.

Por eso, en la Confesión el sacerdote dice: «Yo te absuelvo de tus pecados

en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo».

La misma Biblia cuenta que el sacramento de la Confesión se celebraba entre los primeros cristianos:

«Venían muchos y confesaban sus pecados.» (Hch 19, 18)

«Confiésense unos a otros sus pecados para que sean perdonados.» (St 5, 16)

Como se ve, el sacramento de la Confesión o Reconciliación está descrito en la Biblia. Es que ese es uno de los servicios que le corresponde al sacerdote:

«Todo sumo sacerdote es tomado de entre los hombres, y le piden representarlos ante Dios y presentar sus ofrendas y víctimas por el pecado.» (Hb 5, 1)

A propósito del sacerdote pecador, vale la pena decir que, aunque todos somos pecadores, quizá él sea menos pecador de lo que muchos imaginan, por las siguientes razones:

  • Su formación religiosa seria.
  • El gran respeto que siente por Dios.
  • La conciencia clara de que sus malas actuaciones darían lugar al escándalo del que se aterra Jesús en el Evangelio.
  • El temor de ofender a Dios, quien nos ama tanto, que le fue infundido en el seminario.
  • La asistencia y vigilancia de sus superiores.
  • Las oraciones que por él hacen muchos de sus feligreses y algunos religiosos.
  • La intercesión que la Virgen María y los santos hacen por los sacerdotes, «los otros Cristos», hijos predilectos de Dios.

Además, hay 4 aspectos que tienen peso a la hora de analizar las bondades del sacramento de la Penitencia o Confesión:

  1. La seguridad que tiene el feligrés al oír las palabras del sacerdote: «Yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo». Este acto lo llena de paz interior y de sensación de alivio, porque queda seguro de que Dios lo perdonó.
  2. La humildad que se necesita para contarle a «otro pecador» sus fallas enriquece espiritualmente al que se confiesa, lo acerca más a Dios, y le proporciona una alegría espiritual muy grande («se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador, porque ha mirado la humillación de su esclava.», dijo María, la Madre de Dios).
  3. Los consejos que el sacerdote recomienda, con la gracia de Dios, sirven para una lucha nueva y para sentir, a veces, una «sacudida» espiritual, que nos impulsa más a ser cada vez mejores.
  4. El penitente debe hacer luego una o varias oraciones o sacrificios en reparación por la ofensa cometida, y con esto siente haber saldado la cuenta.

¿Está Jesús realmente presente en la Hostia y el Vino consagrados?

Veamos la Biblia:

  • «Después tomó pan y, dando gracias, lo partió y se lo dio diciendo: “Esto es mi Cuerpo, que es entregado por ustedes. Hagan esto en memoria mía.” Hizo lo mismo con la copa después de cenar, diciendo: “Esta copa es la alianza nueva sellada con mi Sangre, que es derramada por ustedes”». (Lc 22, 19–20)
  • «Mientras comían, Jesús tomó pan, pronunció la bendición, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: “Tomen y Coman; esto es mi Cuerpo”. Después tomó una copa, dio gracias y se la pasó diciendo: “Beban todos de ella: esto es mi Sangre, la Sangre de la Alianza, que es derramada por una muchedumbre, para el perdón de sus pecados”.» (Mt 26, 26–28)
  • «Durante la comida Jesús tomó pan, y después de pronunciar la bendición, lo partió y se lo dio diciendo: “Tomen; esto es mi Cuerpo.” Tomó luego una copa, y después de dar gracias se la entregó; y todos bebieron de ella. Y les dijo: “Esto es mi Sangre, la sangre de la Alianza, que será derramada por una muchedumbre.”» (Mc 14, 22–24)
  • «El Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó pan y, después de dar gracias, lo partió diciendo: “Esto es mi Cuerpo, que es entregado por ustedes; hagan esto en memoria mía.” De igual manera, tomando la copa, después de haber cenado, dijo: “Esta copa es la Nueva Alianza en mi Sangre. Todas las veces que la beban háganlo en memoria mía.” Fíjense bien: cada vez que comen de este pan y beben de esta copa están proclamando la muerte del Señor hasta que venga. Por tanto, el que come el pan o bebe la copa del Señor indignamente peca contra el Cuerpo y la Sangre del Señor. Cada uno, pues, examine su conciencia y luego podrá comer el pan y beber de la copa. El que come y bebe indignamente, come y bebe su propia condenación por no reconocer el cuerpo.» (1Co 11, 23–29)

¿Está Jesús realmente en la Eucaristía? ¿Quiso Jesús hacer de ese un acto simbólico?

Dice la Biblia:

«La sangre de Jesús, el Hijo de Dios, nos purifica de todo pecado.» (1Jn 1, 7)

Y Jesús mismo advirtió:

«En verdad les digo que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su Sangre, no tienen vida en ustedes. El que come mi Carne y bebe mi Sangre vive de vida eterna, y yo lo resucitaré el último día. Mi Carne es verdadera comida y mi Sangre es verdadera bebida. El que come mi Carne y bebe mi Sangre permanece en mí y yo en él.» (Jn 6, 53–56)

Como se sabe, Jesús fundó una Iglesia para toda la posteridad. Por eso sus palabras tienen vigencia todavía hoy, y la seguirán teniendo hasta el fin del mundo, por los siglos de los siglos.

Entonces, ¿dónde puedo encontrar ese Cuerpo de Cristo sin el cual no tengo vida en mí, con el que vivo de vida eterna, según el mismo Jesús? ¿Dónde puedo encontrar esa Sangre de Cristo que me purifica de todo pecado, sin la cual no tengo vida en mí y con la que vivo de vida eterna?

La Sangre de Cristo se derramó en el Calvario hace cerca de veinte siglos, y muy lejos de donde yo vivo. El Cuerpo de Cristo ya no estaba en el sepulcro cuando llegaron los apóstoles…

Las respuestas están en la Biblia:

«La copa de bendición que bendecimos, ¿no es comunión con la Sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión con el Cuerpo de Cristo?» (1Co 10, 16)

Ahora veamos un acontecimiento que narra el Nuevo Testamento en Jn, 6 32–67:

«Jesús contestó: “En verdad les digo: No fue Moisés quien les dio el pan del cielo. Es mi Padre el que les da el verdadero pan del cielo. El pan que Dios da es Aquel que baja del cielo y que da vida al mundo.” Ellos dijeron: “Señor, danos siempre de ese pan”. Jesús les dijo: “Yo soy el pan de vida”. […] Los judíos murmuraban porque Jesús había dicho: “Yo soy el pan que ha bajado del cielo”. […] Los judíos discutían entre sí: “¿Cómo puede este darnos a comer su Carne?” Jesús les dijo: “En verdad les digo que si no comen la Carne del Hijo del hombre y no beben su Sangre, no tienen vida en ustedes. El que come mi Carne y bebe mi Sangre vive de vida eterna, y yo lo resucitaré el último día. Mi Carne es verdadera comida y mi Sangre es verdadera bebida. El que come mi Carne y bebe mi Sangre permanece en mí y yo en él.” […] Así habló Jesús en Cafarnaún enseñando en la sinagoga. Al escucharlo, cierto número de discípulos de Jesús dijeron: “¡Este lenguaje es muy duro! ¿Quién querrá escucharlo?” Jesús se dio cuenta de que sus discípulos criticaban su discurso y les dijo: “¿Les desconcierta lo que he dicho?” […] A partir de entonces muchos de sus discípulos se volvieron atrás y dejaron de seguirlo. Jesús preguntó a los Doce: “¿Quieren marcharse también ustedes?”»

Como se ve, a pesar de que se apartaban muchos de su lado, Jesús no se retractó: siguió afirmando explícitamente que Él es el pan de vida y que hay que comer su Carne y beber su Sangre para tener vida; y lo repitió 3 veces, como reiterándolo, aun a pesar de quedarse solo, sin sus discípulos.

En cada partícula de la Santa Hostia y en cada gota minúscula del Vino ya consagrados, están el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo.

La falta de alegría en el rito católico

Muchos cristianos se quejan de la falta de alegría del rito católico de la Eucaristía; incluso se habla de cierta frialdad. También se aducen la monotonía y la repetición. Hoy, sin embargo, se hacen ceremonias en las que participan activamente los feligreses y que son muy atractivas: la música y los cantos, la preparación cuidadosa por parte de los sacerdotes, las homilías atrayentes, etcétera, hacen del símbolo algo hermoso, diáfano. Hay que ver, por otra parte, la solemnidad de algunos sacerdotes en la Celebración Eucarística, su gravedad, su compostura, su galanura, su elegancia, características todas que corresponden a la dignidad y a la altura de la ceremonia que están oficiando.

Pero muy por encima de esos aspectos externos, los ojos de la Fe entresacan un mundo extremadamente rico en experiencias espirituales; y se dice extremadamente rico sin el deseo de exagerar, ya que se trata de verdaderos portentos, de auténticos milagros, como se pasa a considerar:

  1. En el momento de la consagración del pan y del vino, el sacerdote deja de ser él mismo para convertirse en Jesús: son sus palabras las que convierten el pan en el Cuerpo de Cristo y el vino en su Sangre.

Y esto no es figurativo, no es simbólico. Allí, con intervención humana pero con fuerza divina se realiza la conversión del pan en el Cuerpo de Cristo y del vino en su Sangre.

Luego de las palabras del sacerdote: «Esto es mi Cuerpo» la apariencia de la Hostia continúa, pero ya no es la sustancia de un pedazo de pan lo que está en sus manos, es la sustancia del Cuerpo de Jesucristo. Parece pan, sabe a pan, huele a pan, tiene el mismo color y peso del pan, pero es el Cuerpo de Jesús.

Y después de: «Este es el cáliz de mi Sangre», la sustancia del vino se transforma en la sustancia —la esencia— de la Sangre que Cristo derramó en la Cruz por nosotros. Parece vino, sabe a vino, huele a vino, tiene el mismo color y peso del vino, pero es la Sangre de Jesús.

Y esto es un milagro que deja asombrado a cualquiera.

  1. Pero hay más: en ese momento de la consagración, se borran todos los kilómetros que nos separan de Jerusalén, y desaparecen los años que han transcurrido desde que Jesús murió, y ahí está el cristiano asistiendo al sacrificio de Jesús, percibiendo con los ojos del alma cómo alguien paga sus culpas muriendo en la Cruz, la prueba de amor más sublime que pueda existir.

Este es otro espectáculo que vale más que mil cantos de alabanza…

  1. Si se tiene fe suficiente, se pueden ver todos los ángeles, los querubines, los serafines, los arcángeles, los santos, la Virgen María, postrados, en actitud de intensa adoración, consumidos por el dolor de ver al Hijo de Dios hecho una piltrafa, destrozado, agonizante… El Espíritu Santo y el Padre contemplan el milagro más maravilloso que ha habido en la historia de la humanidad: un Dios hecho hombre que se rebaja hasta la muerte, y muerte de Cruz, por amor. La muestra más grande de humildad hecha realidad (invisible, pero realidad)…

¿No es esto más grande que cualquier reunión de cristianos que estudian la Palabra y que alaban y agradecen al Dios vivo al unísono?

  1. Todavía hay más: unos minutos después, los que se acercan a recibir la comunión experimentan el encuentro más grande para un ser humano: el mismo Dios —hecho pequeño en una Hostia— se introduce en el cuerpo y en el alma del creyente y lo transforma completamente.

Es la culminación de la realización humana, es el encuentro más íntimo con Cristo. Es un pedazo de cielo en la tierra. Es, por eso, la mayor muestra de amor de Dios a la criatura: ¡nosotros, que no somos nada junto a Él, recibiéndolo a Él! ¡Y hay quienes no se preparan bien para este encuentro!

¡Y se puede comulgar a diario! ¡Y hay algunos que no lo hacen…!

EN BUSCA DE LA UNIDAD

Las diferencias entre los cristianos se intentan remediar por el camino más acorde con el espíritu de Jesús: el amor, el perdón y el olvido. Es este el camino que los cristianos han recomendado a los alzados en armas: guerrilleros, pueblos y aun partidos políticos que enarbolan instrumentos bélicos a sus conciudadanos para «defender» sus ideas o intereses.

Esta forma de proceder no solo es cristiana sino humana: la experiencia ha probado que de las conflagraciones no ha nacido la paz y que, por el contrario, florecen los resentimientos, los odios, las disputas perpetuas y casi sin solución…, a un costo muy alto, mejor, el más alto: vidas humanas perdidas.

Pero, además, la entraña misma de la doctrina cristiana está plena de ejemplos de perdón y olvido, desde actos sencillos hasta heroicos: primero Jesús en la Cruz, luego el diácono Esteban y los mártires de todos los tiempos, hasta los más recientes; todos han antepuesto el amor, el perdón y el olvido a sus rencillas y resquemores —a veces justos, por cierto— llenando la historia de paradigmas que pueden enfervorizar al más insensible de los cristianos.

Y todos ellos han seguido el ejemplo del Redentor: orar y ofrecer sacrificios por sus adversarios y/o enemigos, declarados o no, siempre teniéndolos como otros hijos de Dios, con cualidades y defectos, como todos.

«Este es mi mandamiento: que se amen unos a otros como yo los he amado.» (Jn 15, 12)

Es por eso que no podemos permitirnos actitudes o sentimientos contrarios al amor que Dios nos pide.

Por todo el globo terráqueo un gran número de personas ha hecho eco de esas palabras con actos —aun heroicos— de comprensión y de tolerancia. Unámonos a ellos para que, hablando de lo que nos une, que es mucho más de lo que nos separa, lleguemos a cumplir esa anhelada meta: la unión de los cristianos.

El camino es claro: perdonar, olvidar, ¡amar con el Amor de Dios!

* Doce veces usa Santiago la palabra «obras», que es eliminada en la versión popular de la Biblia «Dios llega al hombre (protestante). En la segunda edición y en la versión completa de la Biblia «Dios habla hoy» colocan el título: «Hechos y no palabras»

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