Hacia la unión con Dios

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Nueva Era y cristianismo: ¿son compatibles?

Posted by pablofranciscomaurino en 12 septiembre, 2008

Miles de actitudes se ven surgir

al analizar el fenómeno de la Nueva Era:

desde una eufórica acogida

hasta el desprecio de lo que se considera

un engendro del Demonio.

Este documento estudia

las raíces, la historia y la doctrina

de este nuevo enfoque y modo de vida,

y analiza su viabilidad con el cristianismo.

PRESENTACIÓN

El mundo siempre conoció la pobreza, pero las desigualdades sociales se incrementaron en el siglo que acaba de terminar. El malestar aumentó porque, durante la guerra fría, apareció el temor a una guerra nuclear.

Entonces, la paz y el bienestar se erigieron en los propósitos de todos los hombres y de los gobernantes.

Muy mala fortuna ha tenido el anhelo de conseguir la paz. Más favorable ha sido, en algunos países occidentales, la aspiración por un modo de vida más decoroso desde el punto de vista material: la ciencia y la tecnología nunca habían tenido avances más grandes y significativos. Los índices de morbilidad y mortalidad —salvo la pandemia del sida— se redujeron considerablemente en las últimas décadas; y por otro lado, la comodidad y el bienestar llegaron en masa a los habitantes de esos privilegiados países.

Tras la huida de Dios con la omnipotencia e independencia de la razón humana, el racionalismo, se viró en pos de la cultura del bienestar material.

Pero los seres humanos, no hechos para lo efímero ni para lo banal, no duraron mucho persiguiendo tales futilidades: repentinamente surgió una nueva búsqueda de lo trascendente, puesto que nada material llenaba las ansias de grandeza y de inmortalidad que bullían en su interior.

La mirada se tornó hacia oriente, en donde se encontró un mundo mágico, místico, espiritual, que —precisamente— era lo que estaba buscando el ser humano.

Ese encuentro cultural y religioso produjo una de las más sorprendentes espiritualidades de los tiempos modernos: la New Age.

El admirable desarrollo y gigantesco despliegue de esta nueva forma de entender y vivir la existencia llegó hasta los más apartados lugares del globo terráqueo, penetrándolo todo: las artes, el lenguaje, la política, las ciencias, la filosofía…

Hoy es frecuente encontrar miles de creyentes y practicantes de la Nueva Era permeando todos los ambientes culturales, sociales, filosóficos y hasta religiosos.

El encuentro fue particularmente impactante en el cristianismo, en donde miles de actitudes se ven surgir: desde una eufórica acogida hasta el desprecio de lo que se considera un engendro del Demonio.

Este documento estudia las raíces, la historia y la doctrina del nuevo enfoque y modo de vida, y analiza su viabilidad con el cristianismo.

LA NUEVA ERA O NEW AGE

En qué consiste

La Nueva Era no tiene propiamente un fundador; tampoco tiene una estructura formal ni una sede ni un jefe ni una organización; su doctrina todavía no está terminada totalmente, no está escrita en un libro ni en manuales. No es un sistema doctrinal definido ni tampoco es, en el sentido convencional de la palabra, una religión establecida.

La Nueva Era es difícil de definir, puesto que toda definición es algo concreto y estable; y la Nueva Era se distingue, precisamente, por su vaguedad e imprecisión, y por la capacidad que tiene de integrarlo todo dentro de sí: como se verá, a ella se fueron fusionando paulatinamente doctrinas provenientes de movimientos y creencias muy dispares e, incluso, diametralmente opuestas.

Por eso, las raíces de New Age son múltiples.

Raíces

Algunos autores se remontan a un pasado lejano en el que se encuentran los gnósticos de los siglos II y III, como Giacchino da Fiore, los Hermanos del Libre Espíritu y otros. El gnosticismo es una mezcla de la doctrina cristiana con creencias judaicas y orientales, que se dividió en varias sectas y pretendía tener un conocimiento intuitivo y misterioso de las cosas divinas. Algunas de estas raíces permiten hablar quizá más de una cosmovisión filosófica que de un movimiento estrictamente religioso. Contra la doctrina cristiana de la salvación por la gracia, por ejemplo, el gnosticismo afirma que la salvación llega a través de la conquista del conocimiento o gnosis; también sostiene que el hombre se realiza desde el punto de vista puramente espiritual, ya que la materia, la carne y las pasiones pertenecen al mundo del mal, y no como lo asegura la doctrina cristiana: que la salvación del hombre es integral: corpóreo–espiritual.

Otros analistas remontan el inicio de la Nueva Era a Joaquín de Fiore (1135-1202), teólogo y filósofo, quien afirmaba que llegaría la época del Espíritu Santo, que sucedería a la época del Hijo (Nuevo Testamento) la cual, a su vez, había sucedido a la del Padre (Antiguo Testamento).

Hay también quienes ubican a Emanuel Swedenborg (1688-1772), erudito sueco, autor de varias obras científicas, que pasó seguidamente a la mística, y expuso una doctrina según la cual un mundo invisible de ángeles y demonios influye constantemente sobre el mundo visible.

Y muchos otros toman como los inicios de este movimiento la obra de Alice Ann Bailey (El regreso de Cristo), escritora inglesa, quien, en 1932 acuñó por primera vez el término New Age, cuando fundó una asociación llamada «Buena Voluntad Mundial», que prepararía la aparición de una humanidad totalmente transformada gracias al esfuerzo personal de cada individuo y a la guía de un «instructor universal» llamado Cristo. Pero ese Cristo no es el mismo de la Biblia ni del cristianismo ni de la historia, sino un Cristo Nuevo, quien establecerá una religión universal que pondrá fin a las demás religiones y terminará con la multitud de sectarismos y particularismos.

Pero fue en los años 60 cuando se produjo algo que preparó el ambiente para el establecimiento de una nueva mirada sobre la existencia y sobre el mundo.

«Contracultura»

Efectivamente, a la sazón, se vivía en occidente una gran cantidad de cambios culturales, dentro de los cuales deben enmarcarse los albores de la Nueva Era: el movimiento que, con Martin Luther King, reclamaba los derechos civiles de los negros en Estados Unidos; los movimientos estudiantiles que promovían la democratización de la educación; las protestas en contra del escándalo de la guerra en Vietnam; los movimientos feministas; aquellos que promovían reivindicaciones indígenas…

A todo esto se sumó la conciencia de que el alto nivel material conseguido por la sociedad de consumo no llenaba las expectativas vitales: los jóvenes se comenzaron a cuestionar si valía la pena tanto esfuerzo por alcanzar ese nivel de vida material, si esa era la meta final, si todo lo conseguido era suficiente para responder las preguntas más trascendentales de la vida…

Este ambiente se conoció como la contracultura: una revolución cultural que hervía de inquietud existencial.

Y así apareció el hipismo: en el Verano del Amor de 1967, en San Francisco, Estados Unidos y, por la misma época, en Landerground, Inglaterra, comenzaron a aparecer grupos de jóvenes que se rebelaban contra toda esa cultura superficial y que pretendía salirse de los esquemas en los que estaba la sociedad occidental: consumismo, competencia, riqueza concebida sólo desde el ámbito material, escalada social, etc. Y, para ello, se organizaron en comunas hippies y se regaron por toda la geografía de esos dos países y, luego, por el mundo entero.

Este nuevo modo de vida y de pensamiento fue permeando las sociedades occidentales y abriendo en ellas la mirada hacia las religiones y culturas orientales, con las que se sintieron impulsadas hacia una elevación espiritual. Así se dio el primer gran contacto entre las dos culturas.

Los protagonistas fueron Estados Unidos en Norteamérica e Inglaterra en Europa, quienes tornaron su mirada hacia la India que —con todo ese bagaje de 7.000 años de cultura espiritual, de profundidad de vida, de hinduismo, de budismo, de jainismo— podría llenar sus ansias de lo sagrado, de lo trascendente, de sentido de valores, de espiritualidad… Y, siendo el hinduismo la religión que más dioses, credos, filosofías y pensamientos ha sabido incorporar a sí, occidente aprendió a hacer lo mismo.

«Conciencia expandida»

Se llamó conciencia expandida al hecho de abrirse a todas las filosofías o modos de vida e integrarlas en su propio modus vivendi. Y así comenzaron los sincretismos culturales y religiosos, mezclas de las más variadas, heterógenas, incompatibles y hasta antagónicas:

Primero sucedieron cosas positivas y enriquecedoras: la concepción occidental en la que el hombre era lo único o, por lo menos, lo principal en la creación, se encontró con una cultura milenaria que comprendía al ser humano sólo como un eslabón de la inmensa cadena cósmica, magnífica y gigantesca, que hacía del hombre una pequeñísima criatura, de carácter muy temporal, incomparable con el cosmos.

Derivado de este concepto, y en vista de la cantidad de deshechos tóxicos que derraman las sociedades industriales y su descuido de la naturaleza, emergió la conciencia ecológica, que cuidaría el cosmos del que somos parte y, por ende, evitaría que nos autodestruyéramos con el tiempo.

Por otra parte, el empirismo, el sistema filosófico que toma la experiencia como única base de los conocimientos humanos, fue el sostén de la ciencia occidental. Descartes y sus discípulos diseñaron el plano cartesiano, donde todo debe caber. En occidente, todo debía ser comprobable, verificable, cuantificable…; de otro modo no se consideraba ni cierto ni verdadero. Por eso, lo mítico, lo astral, lo cósmico, quedaba fuera de la realidad. Pero el contacto con oriente hizo ver al mundo que el conocimiento occidental no es único: que existen otras formas de ver la vida y la ciencia, las cuales también pueden ser verdades, otras verdades.

En medicina, por ejemplo, el concepto del hombre–máquina, cuyo mecanismo se averiaba y se arreglaba a través de leyes biológicas predeterminadas por elementos bioquímicos, se enfrentó con la creencia de la existencia de un alma directamente relacionada con el cuerpo en la que, si esa relación intrínseca entra en disarmonía, se puede producir la enfermedad. Según creencias hindúes, por ejemplo, los chacras, energía interior localizada en diferentes partes del cuerpo en forma de círculos, conforman otra entidad llamada cuerpo sutil, que interactúa con el cuerpo físico para armonizarse con él. Sin armonía, se presenta la enfermedad…

De la china también surgieron conocimientos sobre el Ying y el Yang, cuya teoría de oposición comanda la armonía somática y psíquica, parámetros en los cuales se basan sus conceptos sobre salud. Vale la pena acotar aquí que la teoría taoísta sobre el Ying (femenino, receptivo, conservador, intuitivo, relacionado con el medio ambiente) y el Yang (masculino, activo, agresivo, creador, competitivo, egocéntrico, analítico), expresa lo siguiente desde el punto de vista de Nueva Era: hemos estado bajo el dominio del Yang; ahora ha llegado el momento en el que se produzca el cambio, y pueda irrumpir la otra dimensión del Tao.

El tantra maneja, por su parte, la energía del erotismo para lograr la estabilidad deseada por el ser humano integral.

Asimismo, el budismo zen del Japón, el yoga, la mística sufí, los ritos esotéricos de los celtas o germanos y otros ritos, entraron en la atmósfera occidental controvirtiéndolo todo, cuestionando no solamente los conceptos médicos, sino también los principios filosóficos sobre los que se manejaba la vida en occidente y, sobre todo, estimulando la inquietud y el estudio de todas esas otras formas de concebir la existencia y su relación con el cosmos.

Poco a poco fueron adhiriéndose más y más filosofías y conceptos sobre la vida, creencias y estilos de comportamiento, que trataban de conciliarse, a pesar de ser doctrinas diferentes.

Por entonces se hablaba de una microrrevolución interior que cambiaría la vida cotidiana, la vida de pareja, las familias, la propia interioridad…

El desapego que promulgaban las nuevas concepciones de la vida que llegaban a occidente contradecía la cultura del consumismo, de la competencia, de la escalada social y de todos los principios en los que occidente había basado su idea de progreso. Por supuesto, esto arraigó fácilmente y se comenzó la búsqueda del conocimiento interior, la meditación trascendental, la metafísica, la búsqueda de lo esotérico y otros caminos, que fueron moldeando, poco a poco, en muchas partes del globo terráqueo, un ambiente generalizado que trataba de integrar a su propia cultura y pensamiento —fueran las que fueran— todas estas novedades, de un modo sincretista, es decir, tratando de conciliar todas las doctrinas, aun cuando fueran tan diferentes las unas de las otras. La reencarnación, por ejemplo, llegó a asociarse con credos que no solo nunca la habían concebido sino que entraba en franca contradicción con ellos.

Así, afloraba a la vida pública todo lo esotérico, lo oculto, lo reservado, lo que se suponía impenetrable o de difícil acceso para la mente. Surgieron miles de libros y se dictaron tantas conferencias que explicaban el esoterismo a todos hasta que, esa doctrina que los filósofos de la antigüedad no comunicaban sino a corto número de sus discípulos, se hizo popular, es decir, dejó de ser esotérica.

Las artes también contribuyeron a propagar esta nueva mezcla de doctrinas: la música se unió para llevar a muchos este nuevo modo de ver la vida. Los Beatles viajaron a la India y tuvieron entrevistas con maestros; Carlos Santana y otros muchos músicos hicieron lo mismo. Más adelante, George Harrison y otros músicos hicieron el Concierto de Bangladesh. En obras operísticas y de cine se decía que cuando la luna entrara en la séptima casa y Júpiter se alineara con Marte la paz guiaría a los planetas y el amor iluminaría las estrellas; surgiría el entendimiento, la simpatía universal, la mutua confianza y la liberación…

Astrología

Como se ve, la astrología también hizo su irrupción injertándose en la filosofía que comenzaba a moldear la Nueva Era: se empezó a desarrollar una conciencia cósmica del cambio de una era milenaria, en la que lo espiritual, la búsqueda interior y la trascendencia predominarán sobre todo. Esa era se llamará la era de Acuario.

Estas conjeturas surgieron de la idea esotérica de un año «cósmico», determinado por el tiempo que demora la tierra en recorrer los 12 signos del zodíaco. Un año cósmico dura aproximadamente 25.268 años solares, y cada «mes cósmico» dura cerca de 2.100 años.

Según New Age estamos a punto de presenciar el paso del sol del signo Piscis al de Acuario. «Fracasaron las visiones racionalistas y materialistas del pasado. Se impone ahora la primacía de lo espiritual. Atrás quedaron la era de las antiguas religiones e imperios de Mesopotamia (Tauro), del judaísmo (Aries), de la religión cristiana dogmática (Piscis), y amanece, finalmente, un ciclo nuevo.»

Cosmovisión

El Cristo de los cristianos es sólo una más de las muchas personalidades en que a lo largo de la historia se ha encarnado el cristo cósmico, o el cristo energía. Lo había hecho también en Buda, Krishna, Mani, Hermes, Zaratustra… Lo haría luego en Mahoma. Propiamente es el logos solar, reencarnado en una evolución incesante cuya consumación se realizará con la entrada del signo zodiacal de Acuario.

Pero el concepto de Dios es múltiple y complejo: no es personal ni monoteísta. Él es principio de la universalidad, la energía fundamental que adquiere en Gaia —la Diosa Madre Tierra, organismo vivo e inmanente— la réplica al Dios Padre del pasado.

«En el año 2160 entrará el sol en el signo de Acuario. Entonces una nueva religiosidad, capaz de reconciliar las iglesias y todas las religiones, será la luz de hombres y mujeres nuevos. La humanidad como organismo vivo y consciente se integrará en el ser de Gaia y podrá celebrar la vida cotidiana como un sacramento cósmico. Así es como el espíritu crístico universal volverá a la tierra.»

Algunos hablan de Maitreya, el nuevo personaje de la Nueva Era, que ya está entre nosotros, pero no se ha manifestado todavía.

También hay quienes afirman categóricamente que todo es uno (monismo), todo es Dios (panteísmo), todos somos dioses (y por lo tanto no nos podemos equivocar; no pecamos, no existe el mal).

En esta cosmovisión de la Nueva Era no hay lugar a dualismos: alma–cuerpo, materia–espíritu, masculino–femenino, sujeto–objeto, razón–intuición–afecto; todo forma parte de la «autoorganización» cósmica y está integrado en el todo.

La realización del hombre consiste en entrar en sintonía con el universo; no existe la necesidad de la salvación que se lee en el cristianismo. Esta meta se alcanza por las propias fuerzas, sin necesidad de la ayuda (gracia) divina ni de la Iglesia.

La moral también se entremezcló: ahora la bondad o maldad de los actos depende exclusivamente de cómo los catalogue cada uno (subjetivismo moral) o de la dependencia de las circunstancias (relativismo moral), que hace que no se tengan parámetros o normas establecidas salvo, en algunos casos, de no dañar al prójimo…

Otros suponen que sus más trascendentales axiomas están amparados científicamente: el universo es todo orgánico (lo llaman totalidad integrada), regido no por leyes de la mecánica sino por las leyes de la vida; el universo es un cuerpo viviente único en el que todos los seres son parientes y forman una sola familia. Estos conceptos están unidos a la filosofía holística de la naturaleza, en la que el término «holístico» hace alusión a una visión de «totalidad», de «universal».

Doctrina heterogénea

Fuera de esta cantidad de añadidos y de superposiciones, la doctrina, con el paso del tiempo, se hizo más y más heterogénea: nuevos conceptos adicionales se insertaron del modo más variado.

La astrología que desarrolló, por ejemplo, llenó periódicos, revistas, transmisiones y noticieros de televisión, programas de radio y libros, sosteniendo que nada es fortuito; todo tiene que ver con la alineación de los astros. Algunos llegaron a afirmar que no existe la libertad humana, puesto que el día y la fecha del nacimiento lo rigen todo.

Redescubiertas por el encuentro intercultural, las llamadas medicinas antiguas y otras más recientes se hicieron populares hasta propiciar el estudio de las mismas por parte de los médicos tradicionales: acupuntura, homeopatía, terapia neural, bioenergética, quiropráctica, digitopuntura, etc. Si bien algunas de estas disciplinas tienen suficientes sustentos científicos, por la mezcla con las creencias populares derivadas de muchos mitos, a veces no se puede distinguir entre lo científico y lo que no lo es; si son realmente eficaces o si se trata del efecto placebo (un acto o sustancia que, careciendo por sí misma de acción terapéutica, produce algún efecto curativo en el enfermo, si este la recibe convencido de que esa sustancia posee realmente tal acción).

Lo mismo sucede con algunas formas de tratamientos curativos o preventivos, que crecieron en aceptación popular: iridología, sanación práhnica, biodanza, curanderos, reiki, radiónica, esencias florales, velas de diferentes colores, la cruz magnética del gran poder, esclavas milagrosas, pirámides, pencas de sábila, sahumerios, baños y riegos, por un lado; y, por otro, las frutoterapias, coloroterapias, cromoterpias, aromaterapias, orinoterapias, cristaloterapias, imantoterapia…

Otros, teniendo en cuenta la acupuntura y con la conciencia de que la energía cósmica está en todas partes, comenzaron a proscribir la cercanía de electrodomésticos y transformadores, ya que, según ellos, inciden negativamente en las funciones eléctricas normales del organismo…

Del mismo modo, se originó la creencia en una especie de «fuerza interior de la palabra». Según este pensamiento, si usted dice cosas que denotan negativismo, atraerá el mal; por el contrario, su positivismo atraerá buenas energías, que harán que a usted le vaya mejor.

De hecho, una de las doctrinas centrales de la Nueva Era es la creencia en la energía cósmica que retorna sus malas o buenas acciones: «todo lo que usted haga se le devuelve» (este pensamiento es incoherente con el que afirma que todos somos Dios y que, por lo tanto, no podemos actuar mal).

Doctrina atractiva

Y así se moldeó la Nueva Era, un híbrido religioso–cultural de innumerables raíces, la «dulce conjura» de muchos de nuestros contemporáneos que reaccionan cada día contra las religiones dogmáticas, la vieja moral, y las mediaciones «innecesarias».

Como se ve a todas luces, esta variada doctrina tiene componentes tan disímiles y, en algunos casos, inconciliables, que desdicen de toda lógica y racionalidad y, por lo tanto, inadmisibles para el entendimiento y la razón humana.

Pero, siendo una religiosidad adogmática que, además, anuncia el advenimiento de un nuevo orden mundial de concordia y de luz para el espíritu humano, resulta demasiado atractiva para quienes no la han profundizado.

Escuelas múltiples

Pertenecen explícitamente a la Nueva Era o tienen indirecta relación con ella la Meditación Trascendental, la secta de Rajneesh, Eckarnkar, la Iglesia Universal y Triunfante, la Misión de la Luz Divina, la Teosofía (de la señora Blavatski), los seguidores de varios gurúes (Swuami Muktananda, Sai Baba, Baba Ramdass, Mahareeshi Mahesh Yoga, Maharijih…), el Movimiento Potencial Humano, el Foro, Fuente de Vida, Control Mental Silva, Talleres en la Cumbre, algunos partidarios de Salud Holística, etc.

Como lectores de Alice Ann Bailey, los siguientes movimientos hicieron patrimonio de su obra: Hermandad Blanca Universal, Graal, Ciencia Cristiana, Nuevo Pensamiento, Rosacrucismo, Escuela Unida del Cristianismo, Ciencia de la Mente o Ciencia Religiosa, etc.

Autores que han popularizado la Nueva Era: David Spangler, Herber Benson, Marilyn Ferguson, Michael Harner, Frijtof Capra, y siguen aumentando.

EL CRISTIANISMO

El cristianismo, por su parte, presenta al hombre una visión antagónica:

Dios, un ser personal

En primer lugar, Dios es un ser personal, omnipotente, lleno de toda la belleza, de toda la bondad y de toda la sabiduría que ansía el ser humano, y que quiere volcarse —Él es el Amor— sobre sus hijos para hacerlos eternamente felices.

Él mismo cuenta la historia:

«Un padre tenía un hijo único: ricos, poderosos, vivían rodeados de servidores, de bienestar; perfectamente dichosos; de nada ni de nadie necesitaban para acrecentar su felicidad; el padre era la felicidad de su hijo y este la de su padre. Ambos tenían corazón noble, caritativos sentimientos; la menor miseria los movía a compasión.

Entre los servidores de este bondadoso señor, uno enfermó gravemente, y estaba a punto de morir si no se lo atendía con remedios enérgicos y con asiduos cuidados.

Mas el servidor era pobre y vivía solo.

¿Qué hacer? ¿Dejarlo morir? La nobleza de sentimientos del señor no puede consentirlo.

¿Enviará para cuidarlo a otro de sus criados? Tampoco estaría tranquilo, porque cuidándolo más por interés que por afecto, le faltarían tal vez mil detalles y atenciones que el enfermo necesita.

Compadecido, el padre confía a su hijo su inquietud respecto del pobre enfermo; le dice que con asidua asistencia podría curarse y vivir muchos años aún. El hijo, que ama a su padre, y comparte su compasión, se ofrece a cuidar al servidor con esmero, sin perdonar trabajo, cansancio ni solicitud, con tal de conseguir su curación.

El padre acepta; sacrifica la compañía de su hijo y este las caricias de su padre y, convirtiéndose en siervo, se consagra a la asistencia del que es verdaderamente su servidor. Le prodiga mil cuidados y atenciones, le provee de cuanto necesita, no sólo para su curación sino aun para su bienestar de suerte que, al cabo de algún tiempo, el enfermo recobra la salud.

Penetrado de admiración por cuanto su señor ha hecho por él, el servidor pregunta de qué manera podría demostrarle su agradecimiento.

El hijo le aconseja que se presente a su padre, y ya que está curado, se ofrezca de nuevo a él, como uno de sus más fieles servidores.

Así lo hace, y reconociéndose su deudor, emplea cuantos medios están a su alcance, para publicar la caridad de su señor; más aún, se ofrece a servirlo sin interés, pues sabe que no necesita ser retribuido como criado, el que es atendido y tratado como hijo.

Esta parábola es pálida figura del amor que mi Corazón siente por las almas y de la correspondencia que espero de ellas. La explicaré poco a poco, pues quiero que todos conozcan los sentimientos de mi Corazón.

Dios creó al hombre por amor, y lo colocó de tal condición, que nada podía faltar a su bienestar en esta tierra, hasta tanto que llegase a alcanzar la felicidad eterna, en la otra vida; para esto había de someterse a la divina Voluntad, observando las leyes sabias y suaves impuestas por su Creador.

Mas el hombre, infiel a la Ley de Dios, cometió el primer pecado y contrajo así la grave enfermedad que había de conducirlo a la muerte. El hombre, es decir, el padre y la madre de toda la humanidad fueron los que pecaron; por consiguiente toda su posteridad se manchó con la misma culpa. El género humano perdió así el derecho que el mismo Dios le había concedido de poseer la felicidad perfecta en el cielo; en adelante el hombre padecerá, sufrirá, morirá.

Dios no necesita para ser feliz ni del hombre, ni de sus servicios; se basta a sí mismo; su gloria es infinita; nada ni nadie puede menoscabarla.

Pero, infinitamente poderoso, es también infinitamente bueno. ¿Dejará padecer y al fin morir al hombre creado sólo por amor? Esto no es propio de un Dios: antes, por el contrario, le dará otra prueba de amor y frente a un mal de tanta gravedad pondrá un remedio infinito.

Una de las tres Personas de la Santísima Trinidad tomará la naturaleza humana y reparará divinamente el mal ocasionado por el pecado.

El Padre entrega a su Hijo; este sacrifica su gloria y la compañía de su Padre, descendiendo a la tierra, no en calidad de señor rico, de poderoso, sino en condición de siervo, de pobre, de niño.

La vida que llevó sobre la tierra todos la conocéis.

Bien sabéis que desde el primer instante de mi encarnación me sometí a todas las miserias de la naturaleza humana.

Pasé por toda clase de trabajos y de sufrimientos; desde niño sentí el frío, el hambre, el dolor, el cansancio, el peso del trabajo, de la persecución, de la pobreza.

El amor me hizo escoger una vida oscura, como un pobre obrero; más de una vez fui humillado, despreciado, tratado con desdén, como hijo de un carpintero. ¡Cuántos días, después de haber soportado mi padre adoptivo y yo, una jornada de rudo trabajo, apenas teníamos por la noche lo necesario para el sustento! ¡Y así pasé treinta años!

Más tarde, renunciando a los cuidados de mi Madre, me dediqué a dar a conocer a mi Padre Celestial. A todos enseñé que Dios es caridad.

Pasaba haciendo el bien a los cuerpos y a las almas.

A los enfermos devolvía la salud, a los muertos la vida. A las almas… ¡Oh! ¡las almas!…, les daba la libertad que habían perdido por el pecado y les abría las puertas de su verdadera y eterna patria, pues se acercaba el momento en que para rescatarlas, el Hijo de Dios iba a dar por ellas su Sangre y su vida.

Y, ¿cómo iba a morir?… ¿Rodeado de sus discípulos?… ¿Aclamado como bienhechor?… No, almas queridas, ya sabéis que el Hijo de Dios no quiso morir así… El que venía a derramar amor fue víctima del odio. El que venía a dar libertad a los hombres fue preso, maltratado, calumniado; el que venía a traerles la paz es blanco de la guerra más encarnizada. Sólo predicó la mutua caridad y muere en Cruz entre ladrones. ¡Miradlo pobre, despreciado, despojado de todo!

¡Todo lo ha dado por la salud del hombre!

Así cumplió el fin por el cual dejó voluntariamente la bienaventuranza que gozaba al lado de su Padre. El hombre estaba enfermo y el Hijo de Dios bajó hasta él, y no sólo le devolvió la vida por su muerte, sino que le dio también fuerzas y medios con qué trabajar y adquirir la fortuna de su eterna felicidad.

¿Cómo ha correspondido el hombre a semejante favor? ¿Se ofrece, a ejemplo del servidor, a trabajar por su dueño con fidelidad y sin interés de retribución?

A todos Jesucristo va a decirles una palabra de amor.

Hablaré primero a los que no me conocen: sí; a vosotros, hijos queridos, que desde vuestra tierna infancia, habéis vivido lejos de vuestro Padre. ¡Venid! Voy a deciros por qué no lo conocéis y, cuando sepáis quién es y qué Corazón tan amoroso tiene, no podréis resistir a su amor.

Con frecuencia sucede que los hijos que han vivido lejos de sus padres no los aman; mas, cuando conocen la dulzura que encierra el amor paterno y sus desvelos, llegan a amarlos con más ternura aún que aquellos que nunca han salido de su hogar.

A las almas que no sólo no me aman sino que me aborrecen y me persiguen, preguntaré: ¿por qué me odiáis así?… ¿Qué os he hecho yo, para que me persigáis de ese modo?…

¡Cuántas almas hay que nunca se han hecho esta pregunta! Y hoy, que se la hago yo, tendrán que responder: “No lo sé”.

Yo responderé por ellas: no me conociste cuando niño, porque nadie te enseñó a conocerme; y a medida que ibas creciendo en edad, crecían en ti también las inclinaciones de la naturaleza viciada, el amor por los placeres, el deseo de goces, de libertad, de riquezas.

Un día oíste decir que para vivir bajo mi Ley es preciso soportar al prójimo, amarlo, respetar sus derechos, sus bienes; que es necesario someter las propias pasiones…, y como vivías entregado a tus caprichos, a tus malos hábitos, ignorando de qué ley se trataba, protestaste diciendo: «¡No quiero más ley que mi gusto! ¡Quiero gozar! ¡Quiero ser libre!

Así es como empezaste a odiarme, a perseguirme.

Pero yo, que soy tu Padre, te amo con amor infinito y mientras te rebelabas ciegamente y persistías en el afán de destruirme, mi Corazón se llenaba más y más de ternura hacia ti. Así transcurrieron un año, dos, tres, tantos cuantos sabes que has vivido de ese modo.

Hoy no puedo contener por más tiempo el impulso de mi amor y, al ver que vives en continua guerra contra quien tanto te ama, vengo a decirte yo mismo quién soy.

Hijo querido, yo soy Jesús, y este nombre quiere decir Salvador. Por eso mis manos están traspasadas por los clavos que me sujetaron a la Cruz, en la cual he muerto por tu amor. Mis pies llevan las mismas señales y mi Corazón está abierto por la lanza que me introdujeron en él después de mi muerte.

Así vengo a ti, para enseñarte quién soy y cuál es mi Ley. No te asustes: ¡es de amor!… Y cuando ya me conozcas, encontrarás descanso y alegría. ¡Es tan triste vivir huérfano! Venid, pobres hijos… Venid con vuestro Padre.

Ahora vamos a hablar a esta pobre alma que me persigue porque no me conoce. Hijo querido: voy a decirte quién soy yo y quién eres tú. Soy tu Dios y tu Padre. ¡Tu Creador y tu Salvador!… Tú eres mi criatura, mi hijo y mi redimido, porque al precio de mi Sangre y de mi vida te rescaté de la tiranía y de la esclavitud del pecado.

Tienes un alma grande, inmortal, creada para gozar eternamente; posees una voluntad capaz de obrar el bien y un corazón que necesita amar y ser amado.

Si buscas alimentar este amor de cosas terrenas y pasajeras, nunca lo saciarás. Tendrás siempre hambre, vivirás en perpetua guerra contigo mismo, triste, inquieto, turbado.

Si eres pobre y tienes que trabajar para ganar el sustento, las miserias de la vida te llenarán de amargura. Sentirás odio contra tus amos y quizá, si pudieras, destruirías sus bienes para reducirlos a vivir como tú, sujetos a la ley del trabajo. Experimentarás cansancio, rebeldía y desesperación pues la vida es triste y al fin has de morir…

Sí, mirado naturalmente, todo eso es triste. Pero yo vengo a mostrarte la vida como es en realidad, no como tú la ves.

Aunque seas pobre y tengas que ganarte tu sustento y el de tu familia, aunque te veas sujeto a un amo, no eres esclavo. Fuiste creado para ser libre.

Si vas buscando amor y no logras satisfacer tus ansias, es porque fuiste creado para amar no lo temporal, sino lo eterno.

Esa familia que amas, por la que te afanas en procurar su subsistencia, su bienestar y su felicidad en la tierra, debes amarla sin olvidar que un día tendrás que separarte de ella, aunque no para siempre.

Ese dueño a quien sirves y para quien trabajas, debes amarlo, respetarlo, cuidar de sus intereses y procurar aumentárselos con tu trabajo y tu fidelidad; mas ten presente que sólo será tu señor por unos cuantos años, pues esta vida pasa pronto y conduce a la otra que no acabará jamás, y que será feliz. Allí no servirás sino que reinarás por toda la eternidad.

Tu alma, creada por un Padre que te ama, no con un amor cualquiera sino con un amor eterno e infinito, irá al lugar de eterna dicha que este Padre te prepara.

Allí encontrarás el amor que responderá a tus anhelos.

Allí vivirás la verdadera vida, de la que no es más que una sombra que pasa, esta de la tierra: el cielo no pasará jamás.

Allí el trabajo que hiciste y soportaste en la tierra será recompensado.

Allí encontrarás a la familia que tanto amabas y por la que derramaste el sudor de tu frente.

Allí te unirás con tu Padre, con tu Dios. ¡Si supieras qué felicidad te espera!…

Quizá al oír esto dirás: «¡Yo no tengo fe! No creo en la otra vida».

¿No tienes fe?… ¿No crees en Mí?… Pues si no crees en Mí ¿por qué me persigues?…

¿Por qué declaras la guerra a los míos? ¿Por qué te rebelas contra mis leyes?… Y puesto que reclamas libertad para ti, ¿por qué no la dejas a los demás?…

¿No crees en la vida eterna?… Dime, ¿vives feliz aquí abajo?… Bien sabes que necesitas algo que no encuentras en la tierra…

Si encuentras el placer que buscas, no te satisface.

Si alcanzas las riquezas que deseas, no te bastan.

El cariño que anhelas, al fin te causa hastío.

¡No! Lo que necesitas, no lo encontrarás acá…

Necesitas paz; no la paz del mundo, sino la de los hijos de Dios. Y, ¿cómo la hallarás en la rebelión? Yo te diré dónde serás feliz, dónde hallarás la paz, dónde apagarás esa sed que hace tanto tiempo te devora… No te asustes al oírme decir que la encontrarás en el cumplimiento de mi Ley.

Ni te rebeles al oír hablar de Ley, pues no es Ley de tiranía, sino de amor. Sí, mi Ley es de amor, porque soy tu Padre.

Vengo a enseñarte lo que es mi Ley y lo que es mi Corazón que te la da, este Corazón al que no conoces y al que tantas veces persigues. Tú me buscas para darme la muerte y yo te busco para darte la vida. ¿Cuál de los dos triunfará? ¿Será tu corazón tan duro que resista al que ha dado su propia vida y su amor?

Ahora ven, hijo mío; voy a decirte lo único que te pide tu Padre. Ya sabes que en el ejército debe haber disciplina y en toda familia bien ordenada, un reglamento. Así, en la gran familia de Jesucristo hay también una Ley, pero llena de suavidad y de amor.

En la familia los hijos llevan el apellido de su padre; así se los reconoce. Del mismo modo, mis hijos llevan el nombre de cristianos, que se les da al administrarles el Bautismo. Has recibido este nombre, eres hijo mío y como tal tienes derecho a todos los bienes de tu Padre.

Sé que no me conoces, que no me amas, antes por el contrario me odias y me persigues. Pero yo te amo con amor infinito y quiero darte parte de la herencia a la que tienes derecho.

Escucha pues lo que debes hacer para adquirirla: creer en mi amor y en mi misericordia.

Tú me has ofendido, yo te perdono.

Tú me has perseguido, yo te amo.

Tú me has herido de palabra y de obra, yo quiero hacerte bien y abrirte mis tesoros.

No creas que ignoro cómo has vivido hasta aquí; sé que has despreciado mis gracias, y tal vez profanado mis Sacramentos. Pero te perdono.

Y desde ahora, si quieres vivir feliz en la tierra y asegurar tu eternidad, haz lo que voy a decirte: ¿Eres pobre? Cumple con sumisión el trabajo a que estás obligado, sabiendo que yo viví treinta años sometido a la misma ley que tú, porque era también pobre, muy pobre.

No veas en tus amos unos tiranos. No alimentes sentimientos de odio hacia ellos; no les desees mal; haz cuanto puedas para acrecentar sus intereses y sé fiel.

¿Eres rico? ¿Tienes a tu cargo obreros, servidores? No los explotes. Remunera justamente su trabajo; ámalos, trátalos con dulzura y con bondad. Si tú tienes un alma inmortal, ellos también. No olvides que los bienes que se te han dado no son únicamente para tu bienestar y recreo, sino para que, administrándolos con prudencia, puedas ejercer la caridad con el prójimo.

Cuando ricos y pobres hayáis acatado la ley del trabajo, reconoced con humildad la existencia de un Ser que está sobre todo lo creado y que es al mismo tiempo vuestro Padre y vuestro Dios.

Como Dios, exige que cumpláis su Divina Ley.

Como Padre os pide que, cual hijos, os sometáis a sus mandamientos. Así, cuando hayáis consagrado toda la semana al trabajo, a los negocios, y aun a lícitos recreos, os pide que le deis siquiera media hora, para cumplir «su precepto». ¿Es exigir demasiado?

Id, pues, a su casa, a la Iglesia donde Él os espera de día y de noche; el domingo y los días festivos dadle media hora, asistiendo al misterio de amor y de misericordia, a la Santa Misa. Allí, habladle de todo cuanto os interesa, de vuestros hijos, de la familia, de los negocios, de vuestros deseos, dificultades y sentimientos. ¡Si supierais con cuánto amor os escucha!

Me dirás quizá: «Yo no sé oír Misa, ¡hace tantos años que no he pisado una Iglesia!» No te apures por esto. Ven; pasa esa media hora a mis pies, sencillamente. Deja que tu conciencia te diga lo que debes hacer; no cierres los oídos a su voz. Abre con humildad tu alma a la gracia, ella te hablará y obrará en ti, indicándote cómo debes portarte en cada momento, en cada circunstancia de tu vida; con la familia, en los negocios; de qué modo tienes que educar a tus hijos, amar a tus inferiores, respetar a tus superiores. Te dirá, tal vez, que es preciso que abandones tal empresa, tal negocio, que rompas aquella amistad…, que te alejes con energía de aquella reunión peligrosa… Te indicará que a tal persona la odias sin motivo y, en cambio, debes dejar el trato de otra que amas y cuyos consejos no debes seguir.

Comienza a hacerlo así y verás cómo, poco a poco, la cadena de mis gracias se va extendiendo; pues en el bien, como en el mal, una vez que se empiezan, las obras se suceden unas tras otras como los eslabones de una cadena. Si hoy dejas que la gracia te hable y obre en ti, mañana la oirás mejor; después mejor aún, y así día tras día la luz irá creciendo; tendrás paz y te prepararás tu felicidad eterna.

Porque el hombre no ha sido creado para permanecer en la tierra; está hecho para el cielo. Siendo inmortal, debe vivir no para lo que muere, sino para lo que durará siempre.

Juventud, riqueza, sabiduría, gloria humana, todo esto pasa, se acaba… Sólo Dios subsiste eternamente…, y las buenas obras hechas por amor a Él, es lo único que perdura y que te seguirá a la otra vida.

El mundo y la sociedad están llenos de odio y viven en continuas luchas: un pueblo contra otro pueblo, unas naciones contra otras, y los individuos entre sí, porque el fundamento sólido de la Fe ha desaparecido de la tierra casi por completo.

Si la Fe se reanima, el mundo recobrará la paz y reinará la caridad.

La Fe no perjudica ni se opone a la civilización ni al progreso, antes al contrario, cuanto más arraigada está en los hombres y en los pueblos, más se acrecienta en ellos la ciencia y el saber, porque Dios es la sabiduría infinita. Mas donde no existe la fe, desaparece la paz, y con ella la civilización y el verdadero progreso, introduciéndose en su lugar la confusión de ideas, la división de partidos, la lucha de clases, y en los individuos, la rebeldía de las pasiones contra el deber, perdiendo así el hombre la dignidad, que constituye su verdadera nobleza.

Dejaos convencer por la Fe y seréis grandes; dejaos dominar por la Fe y seréis libres. Vivid según la Fe y no moriréis eternamente.»[1]

Como se deduce, la diferencia es abismal con la Nueva Era. Pero hay más:

¿Reencarnación o Resurrección?

¿Qué dice la Biblia al respecto? Veamos primero el Antiguo Testamento:

En el salmo 39, que es una meditación sobre la brevedad de la vida, dice: «Señor, no me mires con enojo, para que pueda alegrarme antes de que me vaya y ya no exista más» (v. 14).

Job, en medio de su terrible enfermedad, le suplica a Dios, a quien creía culpable de su sufrimiento: «Puesto que son pocos los días que me quedan apártate de mí, que goce un poco de alegría, antes de que me vaya, para no volver más, a la región de tinieblas y de sombra» (10, 20-21).

Una mujer, en una audiencia, hace reflexionar al rey David: «Todos somos mortales y así como el agua que se derrama en tierra no se puede recoger, así tampoco Dios devuelve la vida.» (2S 14, 14)

En el libro de la Sabiduría hay otra cita: «El hombre, en su maldad, es capaz de quitar la vida, pero no puede hacer que vuelva el aliento cuando se ha escapado, ni puede llamar de nuevo al alma que ha partido.» (16, 14)

Estas citas muestran implícitamente que para el cristiano no es posible la creencia en la reencarnación.

Pero fue en el año 200 antes de Cristo cuando se iluminó para siempre el tema del más allá. En esa época Dios enseñó al pueblo judío la fe en la resurrección, y quedó definitivamente descartada la posibilidad de la reencarnación. Según esta novedosa explicación divina, al morir una persona recupera inmediatamente la vida; pero no en la tierra, sino en otra dimensión llamada la eternidad. Y comienza a vivir una vida distinta, sin límites de tiempo ni espacio. Es una vida que ya no puede morir más, denominada vida eterna.

Esta enseñanza aparece por primera vez en la Biblia en el libro de Daniel. Allí, un ángel le revela un gran secreto: «Muchos de los que duermen en la tumba se despertarán, unos para la vida eterna, otros para el horror y la vergüenza eterna.» (12, 2)

La segunda vez que se encuentra esta certeza es en un relato en que el rey Antíoco IV de Siria tortura a 7 hermanos judíos para obligarlos a abandonar su fe. Mientras moría el segundo, dijo al rey: «Asesino, nos quitas la presente vida, pero el Rey del mundo nos resucitará. Nos dará una vida eterna a nosotros que morimos por sus leyes.» (2 Mc 7, 9)

Y al morir el séptimo exclamó: «Ahora mis hermanos han terminado de sufrir un breve tormento por una vida que no se agotará; están ahora en la amistad de Dios. Tú, en cambio, sufrirás las penas merecidas por tu soberbia.» (2 Mc 7, 36)

Ahora veamos citas del Nuevo Testamento:

El mismo Jesús confirmó oficialmente esta doctrina con la parábola del rico y el pobre Lázaro:

«Había un hombre rico que se vestía con ropa finísima y comía regiamente todos los días. Había también un pobre, llamado Lázaro, todo cubierto de llagas, que estaba tendido a la puerta del rico. Hubiera deseado saciarse con lo que caía de la mesa del rico, y hasta los perros venían a lamerle las llagas.

Pues bien, murió el pobre y fue llevado por los ángeles al cielo junto a Abraham. También murió el rico, y lo sepultaron.

Estando en el infierno, en medio de los tormentos, el rico levantó los ojos y vio a lo lejos a Abraham y a Lázaro con él en su regazo. Entonces gritó: “Padre Abraham, ten piedad de mí, y manda a Lázaro que moje en agua la punta de su dedo y me refresque la lengua, porque me atormentan estas llamas”. Abraham le respondió: “Hijo, recuerda que tú recibiste tus bienes durante la vida, mientras que Lázaro recibió males. Ahora él encuentra aquí consuelo y tú, en cambio, tormentos. Además, mira que hay un abismo tremendo entre ustedes y nosotros, y los que quieran cruzar desde aquí hasta ustedes no podrían hacerlo, ni tampoco lo podrían hacer del lado de ustedes al nuestro.”

El otro replicó: “Entonces te ruego, padre Abraham, que envíes a Lázaro a la casa de mi padre, a mis cinco hermanos: que vaya a darles su testimonio para que no vengan también ellos a parar a este lugar de tormento”. Abraham le contestó: “Tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen”.

El rico insistió: “No lo harán, padre Abraham; pero si alguno de entre los muertos fuera donde ellos, se arrepentirían”. Abraham le replicó: “Si no escuchan a Moisés y a los profetas, aunque resucite uno de entre los muertos, no se convencerán”.» (Lc 16, 19-31)

No dijo Jesús que a este hombre rico le correspondiera reencarnarse para purgar sus faltas.

Así mismo, cuando Jesús moría en la Cruz, cuenta el evangelio que uno de los ladrones crucificado a su lado le pidió: «Jesús, acuérdate de mí cuando entres en tu Reino.» (Lc 23, 42)

Si Jesús hubiera admitido la posibilidad de la reencarnación, tendría que haberle dicho: «Ten paciencia, debes pasar por varias reencarnaciones hasta purificarte completamente». Pero su respuesta fue: «En verdad te digo que hoy mismo estarás conmigo en el paraíso.» (v. 43)

Si «hoy» iba a estar en el paraíso es porque nunca más podía volver a nacer en este mundo.

San Pablo también rechaza la reencarnación: al escribir a los filipenses les dice: «Estoy apretado por los dos lados: por una parte siento gran deseo de irme y estar con Cristo, lo que sería sin duda mucho mejor. Pero, pensando en ustedes, conviene que yo permanezca en esta vida.» (1, 23-24)

Si hubiera creído posible la reencarnación, inútiles habrían sido sus deseos de morir, ya que volvería a encontrarse con la frustración de una nueva vida terrenal.

Y explicando a los corintios lo que sucede el día de nuestra muerte les dice: «Lo mismo ocurre con la resurrección de los muertos. Se siembra un cuerpo en descomposición, y resucita incorruptible. Se siembra como cosa despreciable, y resucita para la gloria. Se siembra un cuerpo impotente, y resucita lleno de vigor. Se siembra un cuerpo material, y despierta un cuerpo espiritual.» (1Co 15, 42-44)

La afirmación bíblica más contundente de que la reencarnación es insostenible para un cristiano la tiene la carta a los hebreos: «Los hombres mueren una sola vez y después viene para ellos el juicio.» (9, 27)

¿Puede, entonces, un cristiano creer en la reencarnación? Queda claro que no. La idea de tomar otro cuerpo y regresar a la tierra después de la muerte es absolutamente incompatible con las enseñanzas de la Biblia.

La Resurrección de Jesucristo es la verdad culminante de la fe de los cristianos en él, creída y vivida por la primera comunidad cristiana como verdad central, trasmitida como fundamental por la Tradición Apostólica, establecida en los documentos del Nuevo Testamento, predicada como parte esencial.

Cristo resucitó. El misterio de la Resurrección de Cristo es un acontecimiento real, que tuvo manifestaciones históricamente comprobadas como lo atestigua el Nuevo Testamento.

Hecho único en la historia de la humanidad, la Resurrección muestra aspectos precisos: Jesús establece relaciones directas con sus discípulos, mediante el tacto (Cf. Lc 24, 39; Jn 20, 27) y el compartir la comida (Cf. Lc 24, 39. 41-43; Jn 21, 9. 13-15). Los invita así a reconocer que Él no es solo espíritu (Cf. Lc 24, 39), pero sobre todo a que comprueben que el cuerpo resucitado con el que se presenta ante ellos es el mismo que ha sido martirizado y crucificado, ya que sigue llevando las huellas de su pasión (Cf. Lc 24, 40; Jn 20, 20. 27).

Este cuerpo auténtico y real posee, sin embargo, al mismo tiempo las propiedades nuevas de un cuerpo glorioso: no está situado en el espacio ni en el tiempo, pero puede hacerse presente a su voluntad donde quiere y cuando quiere (Cf. Mt 28, 9. 16-17; Lc 24, 15. 36; Jn 20, 14. 19. 26; 21, 4), porque su humanidad ya no puede ser detenida en la tierra y no pertenece ya más que al dominio divino del Padre.

La resurrección de Cristo no fue siquiera un retorno a la vida terrena, como en las resurrecciones que él había realizado antes, en las cuales las personas volvían a tener —por el poder de Jesús— una vida terrena «ordinaria»; en cierto momento volverán a morir. La resurrección de Cristo es esencialmente diferente: en su cuerpo resucitado pasa del estado de muerte a otra vida más allá del tiempo y del espacio.

Y los cristianos creen firmemente que también ellos resucitarán, como Jesús.

Por eso, el cristianismo es esencialmente diferente a la Nueva Era, que predica la reencarnación, la creencia de que el alma, tras la muerte, migra de un cuerpo a otro.

Quien cree en la reencarnación no puede profesar su fe en la resurrección; igualmente, el que sostiene la resurrección no puede creer en la reencarnación.

Pero no solo las Sagradas Escrituras impiden creer en la reencarnación. Además, hay algunas reflexiones que pueden ayudar a comprender mejor las discrepancias que hay entre el cristianismo y la reencarnación:

El cristiano, el que cree en Cristo, cree que Jesucristo es Dios, como el Padre y como el Espíritu Santo, y que se hizo hombre para pagar el pecado de soberbia que el ser humano cometió de querer ser como Dios; por eso, por los pecados de los hombres, sufrió y murió. Si Cristo pagó sus pecados, ¿qué razón tiene volver a una nueva vida (reencarnar) a pagar lo malo que se hizo en la anterior?

Y, ¿de qué serviría el bautismo, por el cual se nos borra el pecado por el que merecíamos un castigo infinito?

Además, la Misa es el revivir el sacrificio de Cristo en la Cruz, por el cual fuimos salvados del castigo que merecíamos. ¿Qué sentido tendría la celebración eucarística si existiese la reencarnación?

¿Y qué decir de la Unción de los Enfermos, que se aplica a quienes están más cerca del último y único viaje hacia la eternidad?

Dios se inventó también otra muestra de amor por los hombres: «Recibid el Espíritu Santo: a quienes perdonéis los pecados les quedan perdonados» (Jn 20, 23). Los sacerdotes tienen la potestad de representar a Dios y, en su Nombre, perdonar los pecados en el sacramento de la Reconciliación, la confesión, el único lugar donde el reo se declara culpable, y es perdonado. Si se cree en la reencarnación, en la que se «purifican» los pecados, vida tras vida, ¿para qué sirve la confesión que inventó el mismo Dios?

Por extensión podría preguntarse también: ¿cuál es la razón de ser de los apóstoles y discípulos y de sus sucesores, los obispos y sacerdotes, escogidos por el mismo Dios para administrar ese y los demás sacramentos?

Por otra parte, la doctrina de la reencarnación podría invitar a la irresponsabilidad. En efecto, si uno cree que va a tener varias vidas, además de esta, existe la posibilidad de que no se exija mucho para vivir bien la vida presente, pues pensará que siempre quedarán otras reencarnaciones dónde mejorar. En cambio, si uno sabe que el milagro de existir no se repetirá, que tiene solamente esta vida para llegar a la meta, no permitirá que se le escapen las oportunidades para ser mejor.

Las virtudes teologales

Los cristianos se diferencian de los demás hombres, en primer lugar, porque tienen la Fe: creen en lo que dicen cuando rezan el Credo y en lo que se lee en el Catecismo. Se distinguen también porque tienen la Esperanza: saben que irán al Cielo, junto a Dios, a saciar todas las ansias de felicidad que residen en su corazón. Y en tercer lugar, porque tienen la Caridad: saben que el amor verdadero es el camino para la perfección en esta vida, senda que los llevará al lugar de la paz y la alegría eternas. Si un cristiano creyera en la Nueva Era, ¿dónde quedan las virtudes teologales —Fe, Esperanza y Caridad—, sus distintivos?

La Santísima Trinidad

Los cristianos creen en el Padre, todopoderoso, creador del universo, creador de lo visible y lo invisible, principio de todas las cosas. Creen en el Hijo, Jesús, engendrado desde la eternidad, no creado. Y creen en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo. Tres personas distintas y un solo Dios verdadero. Dios–Amor.

Como se ve, no se trata de ese Dios de la Nueva Era: un dios impersonal, un dios cósmico, un dios energía, una diosa madre tierra; los cristianos tampoco creen que todo es dios o que todos somos dios…

Organización

A diferencia de la Nueva Era, el cristianismo cree que Jesucristo fundó una Iglesia, que es su cuerpo místico, constituido por los obispos, presbíteros, diáconos y fieles.

Esta Iglesia tiene un cuerpo doctrinal completo, contenido en la Biblia y en la Tradición Apostólica, y resumido y actualizado en el Catecismo. Posee un Código de Derecho Canónico, con el que se regula a sí misma. Y tiene una Liturgia ricamente ordenada.

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Como se concluye fácilmente, los caminos, aunque a primera vista —en una mirada bastante superficial— podrían parecer similares, distan mucho de ser compatibles. Esa compatibilidad que da la paz, la alegría y la certeza de ir por el camino correcto.

Desde el punto de vista filosófico, ¿es posible la reencarnación?

La variedad de circunstancias en las que nace y vive el ser humano: unos ricos, otros pobres; unos sanos, otros enfermos; unos con posibilidades de estudiar, otros no; unos que nacen en situaciones aceptables, otros en lugares donde el hambre los acaba recién nacidos…; todo esto hace pensar en la existencia, por justicia, de la llamada reencarnación.

Conforme a la creencia en la reencarnación, el alma vaga de cuerpo en cuerpo purificándose de sus malas acciones, palabras y pensamientos, con la finalidad de «purgar» todos esos pecados pasados y llegar «limpios» a la perfección, estado llamado Nirvana por algunos.

Según la creencia más popular es posible vivir así miles de vidas, es decir, nuevas oportunidades para mejorar el nivel, porque también se da el descenso: una persona puede, en vez de mejorar, empeorar en la siguiente vida. Así se explica la presencia de los seres que llaman «desechables» y de los que han tenido «fortuna» en la vida, de ricos y pobres, de enfermos y sanos, de inteligentes y brutos, de capaces e incapaces, de sabios y necios, de gente con oportunidades y sin ellas…

La metempsicosis o metempsícosis es la doctrina filosófica y religiosa de varias escuelas orientales, y renovada por otras de occidente, según la cual transmigran las almas después de la muerte a otros cuerpos más o menos perfectos, conforme a los merecimientos alcanzados en la existencia anterior. Un vocablo más preciso sería metensomatosis ya que no es el cuerpo (soma) el que cambia de alma, sino el alma (psique) la que cambia de cuerpo.

Transmigrar es pasar un alma de un cuerpo a otro. Reencarnar, simplemente, es volver a encarnar. Estos dos términos son utilizados por los partidarios de la teosofía y del espiritismo. Sin embargo, se usa más frecuentemente «trasmigración» para hablar del paso de un alma humana a otro cuerpo humano, mientras que «reencarnación» aduce más veces al cambio de un alma humana al cuerpo de un animal o de una planta.

Algunos autores ven nacer la idea sobre la que se fundaría la metensomatosis en los pueblos mediterráneos, particularmente en Egipto, lo que explica el rito de la momificación y luego entre los griegos, en la época de Homero; pero esa idea era confusa todavía y no se entendía específicamente como metensomatosis. El orfismo ya admitió la necesidad de un continuo retornar de las almas a la tierra con el fin de purificarse sucesivamente. Platón también habló de esa catarsis (purificación necesaria). Luego, en Roma, Virgilio creyó en la metensomatosis y se apoyó en ella para ordenar que no se matara a los animales y así no dañar a un alma pariente de los hombres. Más adelante, el gnosticismo, el maniqueísmo, la escuela neoplatónica y Plotino la aceptaron.

Pero en Asia fue donde más se extendió la metensomatosis con matices diversos: el hinduismo y el brahmanismo hicieron de ella una doctrina fundamental, cuyo origen era la teoría del Karma o acto, ley de causalidad llevada al plano ético: las almas que van de cuerpo en cuerpo sufren en estos el resultado de sus actos, de su karma, castigándolos o premiándolos, la cual llega así a ser una ley de justicia inmanente, actuando con una eficacia casi mecánica. El budismo y el jainismo aceptaron la ley del karma y la metensomatosis, origen del dolor, e impusieron la meditación y el yoga para liberar al hombre de la ignorancia primordial. De un modo diferente, el taoísmo también la admitió.

Hoy, el espiritismo, la Nueva Era y la teosofía han renovado las antiguas creencias paganas e, inclusive, la cábala (especie de gnosis judía) acepta la metensomatosis.

Desde el punto de vista filosófico, son muchas las partes que componen a un ser, un ente. De esas, unas son necesarias para que ese ser sea lo que es; sin eso, sencillamente, no sería o sería otro ente. Es lo permanente e invariable de las cosas y se llama sustancia o esencia. En cambio, otras son accidentes, podría decirse, circunstanciales, variables.

Un objeto sencillo e inanimado puede servir de ejemplo: un trozo de oro. Por más grande o pequeño que sea, es oro. Aun si lo partimos en dos, cada fragmento sigue siendo oro, individualmente. Esa es su sustancia: oro.

Otro ejemplo más complejo es una flor. La flor tiene algunos atributos: se forma en una planta, está compuesta por sépalos en cáliz que sostienen una corola formada por pétalos, una o dos coronas de estambres que rodean el pistilo, etc. Estos atributos son necesarios para que la flor sea flor; en cambio, no es necesario que tenga un color determinado para que sea flor, como tampoco es indispensable que crezca en una planta determinada: tan flor es una amapola como un geranio o una margarita; su forma es también accidental.

El ser humano tiene por esencia, por sustancia, el alma (espíritu) y el cuerpo (materia). Sin alma este ser no sería humano, como tampoco sin su cuerpo.

Desde otra perspectiva, el ser humano es un animal racional. Si, por ejemplo, no tuviera la capacidad de raciocinio sería simplemente un animal.

Otras cosas son accidentales, como el color de la piel (es tan hombre el de raza negra como el de raza amarilla o blanca), el idioma que hable o su cultura… Así mismo, si el hombre llegase a perder un brazo o ambos, o los cuatro miembros no dejaría de ser hombre.

Al transformarse el hombre en un animal irracional se perdería uno de los componentes esenciales del ser: además de no tener razón, el hombre estaría sin conciencia, sin libertad y sin la capacidad de amar.

Si existiera la transmigración a otro cuerpo humano, habría de aceptarse la ruptura de la esencia del ser humano: sustancialmente, cada alma está unida a su propio cuerpo. Cuando se afirma que el hombre se compone de alma y cuerpo, se debe deducir, con criterio lógico, que sólo esa alma unida a ese cuerpo forman ese ser humano. Al darse la transmigración, ya no sería la unión de los mismos componentes esenciales, sino otra que, obviamente, sería un ser distinto, con una identidad propia y un destino diferente.

La ciencia genética moderna ha demostrado que desde el primer instante de su existencia el individuo adquiere una identidad con un código genético irrepetible, intransferible y propio; identidad que crece y se define con sus actos, emociones, sensaciones y decisiones. Es un ser único.

Todo esto hace filosóficamente y científicamente inadmisible la metensomatosis.

Por otra parte, la pérdida del recuerdo que, según esta doctrina, se da de nuestra(s) vida(s) anteriores destruye su efectividad en el plano ético: sin este recuerdo, no se puede hablar de castigo o de recompensa, ya que para que el culpable se reconozca como tal, debe tener el recuerdo de sus faltas. ¿Cómo puede haber castigo si no hay memoria de la falta que se expía?

Además, si se concediera la oportunidad de volver a arreglar las cuentas, cambiaría

radicalmente la vida presente.

La sensación de haber vivido ya una situación, saber cosas no estudiadas o reconocer parajes o personas no antes vistos, no prueba nada. Esta limitadísima experiencia no puede demostrar la metensomatosis.




[1] Carta de Dios, 1ª edición, Bogotá, Colombia, MRC editores, 1991.

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