Hacia la unión con Dios

Archive for julio 2013

Reglas y más reglas

Posted by pablofranciscomaurino en 26 julio, 2013

Código Penal, Código de Tránsito, Código Civil, Código de Derecho Canónico… Leyes, decretos, normas… Para proteger los derechos de los menores, de los ancianos, de los enfermos de sida, de los homosexuales, etc. Supuestamente tenemos —cada vez más— lo necesario para ser una sociedad justa y equitativa.

Pero, ¿no se establecen las leyes y las normas precisamente porque se incumplen? ¿Para qué instituir reglas en un ambiente sano, donde se cumple todo a cabalidad?

Si en una familia, por ejemplo, todos hacen lo que deben y se cumplen los horarios, ya no se necesitará estar repitiendo cuál es la obligación de cada uno ni la hora en que todos deben llegar a la casa o al apartamento.

Otro tanto habría de esperarse del comportamiento de la sociedad. He aquí un ejemplo sencillo: cuando ya todos los ciudadanos de una urbe no boten basuras en los lugares públicos por fuera de las canecas, no será necesaria la norma, pues ya no existe el mal que la requería. Acabado el desorden, desaparecerá la norma.

Asimismo, en la época del Antiguo Testamento, san Jerónimo contó 613 preceptos, que son los que actualmente rigen al Judaísmo. Una vez llegó la Ley del Amor, promulgada por Jesucristo, todos esos mandamientos legales se hicieron vanos e innecesarios, pues la Nueva Ley los cobija a todos. El apóstol san Pablo se encargó de hacérselo entender a sus coetáneos de muchos modos, y dejó escritos que nos lo recuerdan machacona y enfáticamente, totalizando todas esas prescripciones particulares en la Ley suprema del Amor:

 

«No tengan deuda alguna con nadie, fuera del amor mutuo que se deben, pues el que ama a su prójimo ya ha cumplido la Ley. Pues los mandamientos […] se resumen en estas palabras: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. El amor no hace nada malo al prójimo; el amor, pues, es la manera de cumplir la Ley.» (Rm 13, 8-10)

Cuando la especie humana llegue a comprender este mensaje de Jesucristo, ya no se necesitarán leyes. Cuando el ser humano evolucione realmente, no necesitará de normas que le recuerden sus obligaciones; simplemente las cumplirá.

La señal inequívoca de la auténtica evolución de nuestra especie será, por lo tanto, la abolición de todos los códigos de leyes, decretos, normas, etc.; entonces desaparecerán los juzgados, los abogados, la policía, los ejércitos…

Sólo en ese momento seremos una sociedad civilizada y unos verdaderos hermanos: hijos de Dios.

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¿Perdonar la infidelidad?

Posted by pablofranciscomaurino en 2 julio, 2013

El amor verdadero consiste en trabajar con todas las fuerzas (cueste lo que cueste) por la persona amada, para procurarle la felicidad; además, no importa si para lograrlo tenemos que sufrir, pues lo único que queremos es la felicidad de esa persona, por encima de nuestra propia felicidad. Es más: las metas que teníamos antes de enamorarnos pasan a un segundo lugar. Lo único que queremos es que esa persona sea feliz: agradarla, consolarla cuando está triste, ayudarla a cumplir sus metas, acompañarla cuando necesita compañía, animarla cuando está desanimada… En fin: nuestra mayor felicidad es la felicidad de ella. ¡Nos olvidamos de nosotros mismos! Así es el amor auténtico.

No ama, por lo tanto, quien tiene reservas egoístas: el que busca únicamente sus propios intereses: desea que esa persona le dé lo que anhela. El ejemplo más frecuente es el del hombre que quiere usar a su esposa para sentir placer sexual, para que le críe sus hijos, para que le prepare la comida, para que le arregle la ropa y le tenga la casa cuidada, limpia y ordenada… O la mujer que solamente se casa porque quiere sentirse amada por un esposo caballeroso, detallista, amoroso, generoso y, ojalá, adinerado y atractivo… Todo esto no es sino egoísmo, que es precisamente lo contrario del amor: no buscan hacer feliz a su pareja; buscan más bien a alguien que los haga felices.

 

1. La infidelidad es la mayor muestra de desamor

Esta es la primera verdad: quien es infiel simplemente no ama. 

La segunda verdad es que él le prometió fidelidad delante de Dios, en un acto sagrado y solemne: le falló a Dios, le falló a ella, les falló también a sus hijos (si los hay), destruyó el hogar que formó y se falló a sí mismo, cuando hirió su propia dignidad incumpliendo lo que libremente prometió.

Y en tercer lugar, quien esconde esa infidelidad es un traidor y un cobarde.

Por eso, si la mujer burlada es consciente de su dignidad —de su valor— y no quiere engañarse, siempre debe aceptar estas verdades, asumirlas con madurez (sin falsas expectativas) y actuar en consecuencia:

 

2. Dios solamente perdona a quien está sinceramente arrepentido

No podemos olvidar que Dios —que posee la misericordia en grado sumo, infinito— perdona únicamente cuando hay arrepentimiento sincero:

Si tu hermano peca, repréndelo, y si se arrepiente, perdónalo. (Lc 17, 3)

Algunas personas aducen que se debe perdonar a todos, incluso a quienes no se arrepienten porque, de no hacerlo, Dios no nos perdonará nuestras culpas; y añaden que si Dios hubiera esperado nuestro arrepentimiento, todavía estaríamos sin redimir. Si esto fuera así, todos seríamos perdonados siempre, aunque no nos arrepintiéramos; no habría, por tanto, necesidad de confesarnos con un sacerdote, ni siquiera de pedir perdón. Tampoco sería verdad lo que enseña el Catecismo: que 2 de los 5 requisitos para una Confesión válida son: contrición de corazón y propósito de la enmienda.

¿El Sacramento de la Reconciliación bien realizado no una muestra de arrepentimiento? Y sin este Sacramento, no se nos perdonan los pecados mortales.

Así, pues, todos debemos perdonar a un ofensor, en el sentido de seguir queriéndolo y procurando su bien, etc. Pero perdonar en un sentido estricto un pecado del esposo o de quien sea no es posible, si no hay arrepentimiento suficiente: tampoco Dios nos perdona si no nos arrepentimos de nuestro pecado, porque seguimos apegados a él.

 

3. Dios manda que corrijamos a nuestros hermanos

Son varios los casos de madres beatificadas por la Iglesia que aguantaron a sus maridos adúlteros crónicos, sin pedir la separación, buscando que no se rompiese más aún la familia, procurando que el adúltero siguiera contando con la fidelidad de la esposa… y logrando, a veces, después de muchísimos sufrimientos y humillaciones, la conversión del esposo y el restablecimiento de la unión conyugal. Así, estas mujeres actúan como Dios que, aunque le seamos infieles, mantiene la fidelidad de su amor, y nos sigue amando y llamando al arrepentimiento, deseoso de darnos su perdón.

Pero estos casos son muy raros, verdaderamente milagrosos: se dan cuando el Espíritu Santo inspira a la mujer a vivir una forma de martirio conyugal, en el que ella se santifica soportando pacientemente al esposo, orando con constancia y con gran confianza, y ofreciendo a Dios sus sufrimientos por la conversión de su marido.

La evidencia histórica muestra —por el contrario— que los adúlteros que son perdonados fácilmente recaen, aun cuando parezcan arrepentidos.

Por esto, conviene dejar claros algunos conceptos sobre el amor conyugal:

El amor verdadero consiste en trabajar con todas las fuerzas por la persona amada, para procurarle la felicidad. Lo único que queremos es que esa persona sea feliz: no solamente agradarla temporalmente, sino que consiga una felicidad duradera.

Por eso, no se puede llamar amor al hecho de que una mamá le conceda a su hijo pequeño todos sus caprichos. Por ejemplo: si el niño quiere solo carbohidratos (dulces, caramelos, helados, postres, chocolates, etc.), y eso es lo que le da, o si lo deja jugar todo el día, a pesar de que el niño no haya hecho las tareas escolares, simplemente para evitar un altercado con él.

En consecuencia, podemos afirmar que tanto quien busca no tener el mínimo roce con la persona que dice amar como el que únicamente procura evitarle lo que le incomoda, están faltando al amor. Porque siempre conviene corregir a la persona que se ama.

Es más: no corregirla es no amarla, puesto que la mayoría de las veces las personas no se dan cuenta de sus errores, si no hay alguien que se los muestre: si yo, por ejemplo, nunca recibo una advertencia de quienes dicen amarme, jamás me enteraré del mal que estoy haciendo y, por lo tanto, seré condenado el día del juicio, ya sea al purgatorio o al infierno, dependiendo de los pecados que haya cometido: veniales o mortales.

Por eso, cuando Dios nos juzgue, nos pedirá cuentas por no haber corregido a las personas que vivieron a nuestro alrededor.

En resumen: si yo no corrijo a quien digo que amo, por evitarle (o evitarme) un disgusto, en realidad no lo amo.

Por eso, Dios nos advierte que debemos corregir al pecador. Efectivamente, en la Biblia se nos dice:

Si no le hablas para advertir al malvado que abandone su mala conducta y viva, él, el malvado, morirá por su culpa, pero de su sangre te pediré cuentas a ti. Pero si tú adviertes al malvado y él no se aparta de su maldad y de su mala conducta, él morirá por su culpa, pero tú habrás salvado tu vida. (Ez 3, 18bc-19)

Y también en:

Si tú no le hablas para advertir al malvado que deje su conducta, él, el malvado, morirá por su culpa, pero de su sangre yo te pediré cuentas a ti. Si por el contrario adviertes al malvado que se convierta de su conducta, y él no se convierte, morirá él debido a su culpa, mientras que tú habrás salvado tu vida. (Ez 33, 8-9)

Además, lo prescribía la Ley:

Corrige a tu prójimo, para que no cargues con pecado por su causa. (Lv 19, 17b)

En las enseñanzas de nuestra Santa Madre Iglesia esto está consignado en las obras de misericordia; efectivamente, la tercera obra de misericordia espiritual es: Corregir al que yerra.

Su mismo nombre lo dice: este es un acto de misericordia, un acto de amor; tanto que, si no lo realizamos, faltamos a la caridad, pecamos por omisión. Es por esto que en la oración del “Yo, pecador…”, confesamos: “he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión”.

Es lo que Dios hace:

«Yo a los que amo, los reprendo y corrijo.» (Ap 3, 19a)

 Y ordena el Señor el modo de hacerlo: No aborrecerás a tu hermano en tu corazón, pero repréndelo abiertamente, para que no incurras en pecado sobre él. (Lv 19, 17)

Jesús nos lo dejó clarísimo en el Evangelio, como vimos más arriba: Si tu hermano peca, repréndelo, y si se arrepiente, perdónalo. (Lc 17, 3)

El Diccionario de la Real Academia Española define la palabra Reprender así: “Amonestar a alguien vituperándolo o desaprobando lo que ha dicho o hecho”.

Y de Vituperar dice: “censurar con dureza algo o a alguien”.

Esto quiere decir que estamos obligados por el amor a censurar con dureza a quienes se equivocan.

San Agustín así lo enseñaba:

Sin perder la caridad, practica tú una saludable severidad. Ama y castiga; ama y azota. A veces acaricias, y actuando así te muestras cruel. ¿Cómo es que acaricias y te muestras cruel? Porque no recriminas los pecados, y esos pecados han de dar muerte a aquél a quien amas perversamente, perdonándolo. […] El pecado desola el corazón, destroza el interior, sofoca el alma y la hace perecer. Apiádate, pues, y castiga. (Sermón 114, A, 5)

Y eso es, precisamente, lo que ordena san Pablo: A los culpables, repréndelos severamente delante de todos, para que los demás cobren temor. (1Tm 5, 20)

Pero ese temor que quiere san Pablo que sientan los demás tiene una clara finalidad: repréndelos severamente, a fin de que conserven sana la fe. (Tt 1, 13)

Por eso, san Pablo deja claro que, cuando alguno incurra en alguna falta, vosotros, los espirituales, corregidlo con espíritu de mansedumbre (Ga 6, 1).

La dureza, pues que debemos poner en esa censura no debe estar en la razón por la que lo reprendemos (lo hacemos sólo por amor) ni en la forma (lo hacemos sólo con amor), sino en la actitud.

 

4. A los hombres no se los corrige con palabras

Las mujeres suelen escuchar más; los hombres no tanto. Por eso, quien quiere corregir a un hombre, lo debe hacer con hechos, no con palabras.

Pero, ¿cuál hecho? ¿Cómo hacer?

La mejor forma de ayudar a un hombre infiel es la indiferencia: hacer silencio y no demostrarle nada, no mostrarse cariñosa con él, no atenderlo, no servirle la comida, no plancharle la ropa…, ni siquiera contestarle una palabra. Y seguir así durante mucho tiempo.

Si él le pregunta: «¿Qué te pasa?», ella no le contesta… Si sigue preguntando, lo máximo que le dice es: «Nada».

Y, si durante un bien tiempo continúa preguntándole lo mismo, le contesta algo así:

«Lo que hiciste (o estás haciendo) estás haciendo me duele, es verdad, pero más me preocupa el daño que te estás haciendo tú mismo: has fallado gravemente a la responsabilidad que adquiriste libremente, y le estás dando un malísimo ejemplo a tus hijos. Le estás fallando a Dios, y a Él nada se le pasa por alto: Él te está mirando… Piensa en tu salvación; no juegues con fuego.»

Los adúlteros —pecadores— ordinariamente no salen de su situación sino cuando se ora muchísimo por ellos y se ofrecen muchos pequeños sacrificios por su conversión; pero esta gracia no suele llegar sino cuando ellos sienten rechazo por sus malas acciones. Aunque los hay, no hay que esperar siempre milagros; por eso, si la mujer no le muestra una indiferencia total y un rechazo por sus malas acciones, lo más posible es que jamás se convierta de su mala vida.

Por lo tanto, ella debe continuar en esa actitud hasta que él muestre un sincero arrepentimiento.

Efectivamente, después de exhortarnos a corregir al prójimo, Jesucristo dijo:

Y si se arrepiente, perdónalo. (Lc 17, 3)

Exige una condición para perdonar: que se arrepienta sinceramente. Es la misma condición que nos exige Él —que es infinitamente misericordioso— para perdonarnos: que estemos verdaderamente arrepentidos. Si no nos ve arrepentidos, no recibiremos su perdón.

El amor de esposa la hará esperar el tiempo que sea necesario para que se produzca la gracia que el Señor desea: su arrepentimiento sincero.

Ella sabrá si su esposo está realmente arrepentido, no solamente cuando él se acerque a Dios, confesándose con un sacerdote y cambiando de vida, sino cuando pase mucho tiempo pidiéndole mil veces perdón a su esposa y mostrándole su sincero arrepentimiento (con regalos, flores, cartas o tarjetas de amor…), mientras ella se sigue mostrando indiferente y lo sigue rechazando, y continua orando intensamente por él.

Repito: sincero arrepentimiento, demostrado con hechos, no con palabras ni con actitudes, aunque parezcan muy sinceras y honestas.

De no actuar así, es decir, cuando la mujer no tiene paciencia y lo perdona a la primera palabra, puede tener la seguridad casi absoluta —así lo demuestra la experiencia— de que él le fallará de nuevo, pues un hombre jamás valora a una mujer que no se valora.

Además, ¿cómo se enterará el hombre infiel que está en peligro de condenarse, si la mujer no cambia de actitud con él?, ¿si no le hace sentir su indiferencia?, ¿si no rechaza contundentemente —con hechos— su traición?

Ya dijimos que el mismísimo Dios no perdona a quien no esté sinceramente arrepentido. Si Él, que es perfecto, que es infinitamente misericordioso, exige ese arrepentimiento sincero para perdonar, eso es lo mínimo que debe pedir la mujer burlada por su marido.

Pero si, después de un tiempo prudencial, el marido infiel sigue demostrando su desamor y su falta de arrepentimiento, esto significa que no había ni la más mínima semilla de amor y de dignidad en su corazón y que, por lo tanto, ya nada había por rescatar.

 

5. Mientras tanto, la esposa debe estar muy unida a Dios

Para que Dios ayude a su esposo a caer en la cuenta de sus errores y para que la ayude a ella a ser fuerte, he aquí lo que debe hacer.

Primero, en una situación como esta, necesita del único que la puede ayudar: debe estar en gracia de Dios (sin pecado mortal), para que Él pueda socorrerla, tanto para tomar las decisiones correctas como también para conseguir la paz y la fuerza que requiere en estos momentos. Con ese fin, es necesario que se reconcilie con Dios, confesándose cuanto antes.

Segundo: ya reconciliada con Dios, acercarse a un oratorio o iglesia, ponerse de rodillas ante el sagrario, y entregarse a Dios, diciéndole, con sus propias palabras y estilo, algo así:

“Señor, vengo a ti, porque no puedo más; a ti, que lo puedes todo, que me amas más de lo que yo puedo imaginar, que sabes qué es lo que nos conviene: te entrego mi ser, mi matrimonio, mi hogar, mis hijos (si los hay) y mi esposo, para que hagas en nosotros lo que yo no puedo hacer: tu voluntad.”

Tercero: debe orar diariamente con mucha insistencia y confianza, muchos días, y ofrecer todo, incluyendo su misma situación anímica, como un sacrificio, que unirá al Sacrificio de Cristo (la Misa), todas las veces que pueda asistir, ojalá diariamente.

Después, ella debe aceptar la Voluntad de Dios; solo Él sabe qué es lo mejor para los hijos y para ambos esposos. Por eso, es a Él a quien se le deben dejar los resultados: Él sabe —nosotros no— lo que le conviene a cada pareja. Para unos será mejor la separación; para otros, la reconciliación, después de la conversión auténtica del marido.

Y, tanto para llenarse de autoestima como para estar abandonada a la Voluntad divina, es necesario pedir insistentemente la virtud de la fortaleza, orando constante y confiadamente, frecuentando los Sacramentos y ofreciendo pequeños sacrificios —incluyendo el mismo dolor de la situación que está viviendo— por esta intención.

 

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