Sorpresas a la hora del juicio
El profeta Isaías, en la primera lectura, nos entreabre el aspecto místico del fin de los tiempos, cuando toda la humanidad se entregará a adorar a su Creador…
Si obtenemos la misericordia de Dios, en ese momento la paz inundará nuestros corazones; no nos dejará la alegría de haber obtenido la meta; y nos embragará la felicidad de sabernos amados infinita y eternamente por Dios, pues ya no seremos estorbo para su amor.
Pero no todos alcanzarán esa dicha: muchos serán enviados a llorar y a rechinar los dientes eternamente, como nos lo advierte el Señor en el Evangelio de hoy.
Sus palabras están dirigidas a nosotros. Efectivamente, nos dice: «No sé quiénes son ustedes. Aléjense de Mí, malvados. Ustedes serán echados fuera. Hay últimos que serán los primeros y primeros que serán últimos».
Es que se nos pedirán cuentas de lo que se nos dio: si fue mucho, mucho se nos exigirá. Un hombre millonario deberá dar cuenta a Dios de lo que tuvo, de cómo lo administró: a cuántos ayudó, y cuánto se reservó egoístamente para él. Lo mismo ocurrirá con todo lo que recibimos: inteligencia, cultura, viajes, talentos, habilidades, estabilidad emocional, una buena familia, belleza…, lo que sea. ¿Cómo lo administramos? ¿En beneficio de quién lo empleamos? Y la respuesta a estas preguntas determinará nuestro destino eterno.
Por el contrario, a quienes han recibido menos, menos se les exigirá. ¿De qué le podría pedir cuentas Dios a un bebé que muere a los pocos días de nacer? Nada le exigirá: se lo llevará inmediatamente al Cielo.
Pero Dios no quiere que vayamos al Infierno. Por eso nos amonesta diciéndonos lo que nos podría pasar. Y por eso también nos corrige: en la segunda lectura, se nos explica en qué consisten las correcciones divinas:
«No menosprecies la corrección del Señor, pues Él corrige a quien ama». Como a hijos nos trata Dios, y ¿qué hijo hay a quien su padre no corrige? Y lo hace para hacernos partícipes de su santidad, de la felicidad auténtica.