Hacia la unión con Dios

Archive for abril 2014

Tiempo Pascual*

Posted by pablofranciscomaurino en 20 abril, 2014

 

1.- Exposición dogmática

 

La Iglesia, que nos recuerda cada año en su Liturgia los sucesos de la vida del Salvador, de los cuales nos invita a participar, celebra en las fiestas pascuales el aniversario del triunfo de Jesús, vencedor de la muerte. He aquí, en frase de Bossuet, el aconte­cimiento central de toda la historia. Hacia él converge todo en la vida de Cristo, siendo también el punto culminante de la vida de la Iglesia en su ciclo litúrgico[1].

La resurrección del Salvador es el suceso más glorioso de su existencia, la prueba más fehaciente de su divinidad y la base inconmovible de toda nuestra fe[2]. La Pascua de Cristo, o su paso de la muerte a la vida y de la tierra al Cielo, es, en efecto, la consagración de la victoria definitiva que ha ganado contra el demonio, la carne y el mundo[3]. Para eso se encarnó el Verbo, para eso sufrió, para eso murió. De derecho, también nosotros hemos resucitado con Él; mas, de hecho, la virtud de este misterio va obrando en los fieles durante el curso entero de su vida y especialmente en las fiestas pascuales, a fin de hacerlos pasar del pecado a la gracia, y algún día, de la gracia a la gloria[4]. Por eso el martirologio romano proclama «la Resurrección de nuestro Señor Jesucristo Solemnidad de las Solemnidades y nuestra Pascua».

Esta fórmula corresponde a la que nos anunciaba el Naci­miento del Mesías, porque el ciclo del Natalicio, aun cuando cronológicamente venga primero, lógicamente depende del de Pascua. Dios se hizo hombre (Navidad) con la única mira de hacernos dioses (Pascua). En la encarnación el alma de Jesús nacía a la vida divina, gozando de la visión beatífica; y en su Resurrección, su mismo Cuerpo entra en la gloria del Padre. Pues así como en Navidad teníamos que nacer con Jesús a su nueva vida, así en Pascua, nuestras almas han de imitar la vida gloriosa, que hoy inaugura[5]. Por eso la Semana pascual era la fiesta de los bautizados, y la Iglesia, concentrando todo su cariño de madre sobre aquellos que san Pablo llama «los recién nacidos», los robustecía, dándoles durante siete días seguidos, además de la Eucaristía[6], instrucciones acerca de la Resurrección, tipo de nuestra vida sobrenatural. También nos recuerda muy especial­mente el Tiempo Pascual, durante los 40 días que siguen a la Resurrección, a Jesús fundando su Iglesia.

Al ciclo de la Encarnación, en que hemos adorado al Hijo de Dios revestido de nuestra humanidad, corresponde el ciclo de la Redención, en que, por su inmolación, nos comunica su divinidad. Los tiempos deCuaresma y de Pasión son tiempos de lucha y de victoria. El tiempo Pascual glorifica esa vida divina, que compenetra y transfigura la santa humanidad de Cristo en su Resurrección y Ascensión. El tiempo de Pentecostés nos muestra al Espíritu Santo fomentando esa vida divina en nuestras almas, y nos prepara a la resurrección futura, que se manifestará también en nuestros cuerpos. Antes, pues, todos recibían los sacramentos del Bautismo, de la Confirmación y de la Eucaristía el día de Pascua, o bien el de Pentecostés, porque ellos les recor­daban anualmente el doble aniversario del triunfo de Cristo y de su místico Cuerpo[7].

El ciclo Pascual evoca anualmente el recuerdo de nuestro Bautismo, de nuestra Confirmación y Comunión, el cual debería penetrarnos siempre más y más de esa vida nueva, que sólo alcanzará cabal perfección el día del postrer advenimiento de Jesús.

El tiempo Pascual es una imagen del Cielo, una irradiación de la Pascua eterna, principal objetivo de nuestra actual existencia.

Y la Iglesia, que lloraba en el Tiempo de Pasión por su Jesús y por los pecadores, tiene ahora un doble motivo por el cual alegrarse, pues Jesús ha resucitado y, además, le han nacido nume­rosos hijos. Ese júbilo es como un gusto anticipado de nuestra resurrección y de nuestra entrada en la Patria celestial, adonde el Maestro se ha ido para prepararnos un lugar, al cual tendrá a bien conducirnos el Espíritu Santo, que Él nos envía.

 

2.- Exposición histórica

 

La liturgia del tiempo Pascual nos invita a seguir hasta la Ascensión a Jesús en sus distintas apariciones del Sepulcro, de Emaús, del Cenáculo y de Galilea. Lo vemos poniendo los cimientos de su Iglesia y preparando a sus discípulos al misterio de su Ascensión a los cielos.

En la mañana del domingo, antes del amanecer, María Magdalena y otras dos santas mujeres se fueron al sepulcro, adonde llegaron a la salida del sol. Era el primer día de la semana judía, era el domingo de Pascua. Un ángel acababa de rodar la gran losa que cerraba el sepulcro y los guardias, des­pavoridos, habían huido de allí. La Magdalena, al ver abierto el sepulcro, vuelve presurosa a Jerusalén para avisar de ello a Pedro y a Juan; y mientras tanto, el Ángel anuncia a las otras dos mujeres que Cristo ha resu­citado. Los dos Apóstoles corren en seguida al sepul­cro de Jesús, y comprueban que el Maestro ha desaparecido.

María Magdalena, yendo de nuevo al sepulcro, ve por vez primera a Cristo resucitado. Al atardecer del día, los dos discípulos que van camino de Emaús, ven también al Señor, y volviéndose inmediatamente a Jerusalén a comunicarlo a los Apóstoles, les dicen éstos que el Salvador se ha aparecido a Pedro. En la misma tarde, Cristo se manifiesta a sus discípulos congregados en el Cenáculo. Ocho días después, se les aparece de nuevo y convence a Tomás, que dudaba de la verdad de su Resurrección.

Después de la Octava de Pascua, los discípulos se volvieron a Galilea, y un día en que siete de ellos pescan en el lago de Genesaret, Jesús se les aparece de nuevo.

También se aparece a más de 500 discípulos suyos en una montaña que Él de antemano les había señalado. Tal vez fue en el Tabor, o bien en alguna de los colinas de junto al lago, como la de las Bienaventuranzas.

 

3.- Exposición litúrgica

 

El tiempo Pascual, que empieza la noche del Sábado Santo y termina con la solemnidad de Pentecostés, viene a ser como un día de fiesta no interrumpida, en la cual se celebran uno tras otro los misterios de la Resurrección y Ascensión del Salvador y la venida del Espíritu Santo a la Iglesia. La fecha de la Pascua, de la que dependen todas las demás fiestas movibles, fue objeto de decretos conciliares muy solemnes. Habiendo muerto Jesús y resucitado por la Pascua judía, y debiendo reemplazar la celebración de estos misterios a los ritos mosaicos, que no eran sino figura de ellos, la Iglesia conservó para la fiesta Pascual la manera de contar de los judíos. Entre el año lunar, del que ellos se valían, y el año solar con el que ahora nos guiamos, hay una diferencia de 11 días; de donde resulta que el día de la Pascua oscila entre el 22 de Marzo y el 25 de Abril. Por donde el Concilio Niceno decretó que la Pascua se había de cele­brar siempre el domingo después de la luna llena que sigue al 21 de Marzo.

En el tiempo Pascual, la Iglesia adorna sus templos con toda la magnificencia que le es posible y el órgano deja oír sus armo­niosos acordes. Ciertas oraciones, como la antífona Regina Coeli, se rezan de pie, cual conviene a triunfadores; y en todos esos 50 días la Iglesia no ayuna, porque tiene consigo al Esposo[8]. Introitos, antífonas, versillos, responsos, todos van seguidos del grito entusiasta, desde el Sábado Santo: «¡Aleluya, aleluya, aleluya!».

El Cirio pascual, símbolo de la presencia visible de Jesús, nos alumbra todo este tiempo con su radiante llama, y se emplean ornamentos blancos, símbolo de júbilo y de pureza. «Mostrad en vuestra vida la inocencia significada por la blancura de vuestros vestidos». Así hablaba san Agustín a los neófitos, revestidos de blancas túnicas durante toda la octava pascual; y esa misma recomendación nos sigue haciendo la santa madre Iglesia.

Mientras duraba el tiempo Pascual la Iglesia no admitía antaño fiestas ordinarias de santos, para no distraer la atención de los fieles de la contemplación de Cristo triunfador, y todavía hoy se suprimen los sufragios.

 

Adaptado del Misal diario popular, Desclée, De Brouwer y Cia. Brujas, Bélgica

 

 

[1] La Misa, memorial de la rasión de Jesús y de su Resurrección, ha sido como el grano de mostaza del que procede toda la liturgia católica.»(Dom Cabrol). Habiendo Cristo resucitado en domingo, desde ese día empezó a sustituir al sábado, celebrándose en él oficialmente el Sacrificio cristiano. En consecuencia de eso, el aniversario de la Resurrección se celebró desde entonces el domingo que venía tras de la Pascua judía. La preparación de esta festividad era la Cua­resma. La fiesta se alargaba durante todo el Tiempo pascual, y en el de Pentecostés se venían a cosechar sus sazonados frutos. Así que, la semana, el año cristiano y el culto católico gravitan en torno del misterio pascual.

 

[2]«Si Cristo no ha resucitado, vana es vuestra fe» (1 Co 15, 14).

 

[3]Habéis sido resucitados con Él en el Bautismo por la fe en el poder de Dios, que lo ha resucitado de entre los muertos» (Col 2, 12).

 

[4]Dios nos ha dado la victoria por nuestro Señor Jesucristo (1Co 15, 57.) Nos ha hecho resucitar con Cristo, y nos ha sentado con Él en los cielos.» (Ef. 2, 6.)

 

[5] «Tú que, nacido de la Virgen, naces ahora del sepulcro» (Himno de Maitines). Nació de María Virgen como salió del sepulcro sellado.

 

[6] Durante toda la octava Pascual asistían los padres con sus hijos a la Misa y comulgaban en ella, siendo esto una norma general; así que unos y otros comulgaban la semana entera, siendo esto raro en aquellos tiempos.

 

[7] Así como la liturgia cuaresmal estaba destinada de un modo peculiar a la recepción de los Sacramentos de muertos, la liturgia pascual hacía participar en los Sacramentos de vivos. Hasta el siglo XII, en todas las catedrales de occidente, los parvulitos, después de haber recibido el Bautismo en la noche del sábado, recibían inmediatamente la Confirmación y la Eucaristía, que es prenda segura da la vida eterna. Ya dijo Jesús: «Al que comiere mi Carne, yo lo resucitaré el último día» (Jn 6, 54).

 

[8] El domingo nos recuerda cada semana el tiempo Pascual; y por eso se con­serva esta práctica de no ayunar ningún domingo del año.

 

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Poemas a la Virgen dolorosa*

Posted by pablofranciscomaurino en 19 abril, 2014

 


Por la desaparición de su Hijo

¡Dónde estará!, ¡dónde estará!, pensabas,

María, tú, la Madre estremecida;

dónde estará su corazón, su vida

y de momento no lo adivinabas.

 

¡Dónde estará!, ¡dónde estará!, llorabas

y era una intensa lágrima escondida

tu corazón sin tiempo y sin medida,

sólo buscándolo te consolabas.

 

No puedo imaginar lo que sentiste

cuando al fin te miraste en su mirada,

sus ojos resplandor de resplandores.

 

No acabo de saber lo que supiste,

tú, la Madre pendiente y angustiada,

Jesús entre palabras y doctores.

 Anónimo

.

Al encontrarse con Jesús camino del Calvario

¡Ay qué amargura de piedra

por las calles encharcadas!

Nadie lo ayuda un poquito,

todos lo empujan.

¡Que se desangra!

 

Ya se ha quedado sin hombros;

partido lleva el aliento,

las rodillas desgarradas.

Nadie lo ayuda un poquito.

Todos lo empujan.

¡Que se desangra!

 

Tan sólo las tres Marías,

llorando por las murallas.

 Rafael Alberti

.

En esta cuarta estación

hirió a la Madre y el Hijo

el cuchillo que predijo

el anciano Simeón.

 

A Jesús, ver a María

de tantos dolores llena,

le causó una mayor pena

que la cruz que lo oprimía.

 

Mira qué angustia tan grande

los atormenta a los dos.

Que esto te obligue a llorarlos

y responder con amor.

 Anónimo

.

¡Oh, las madres que visteis morir entre los brazos

a un solo único hijo, llevándose a pedazos

el corazón! Recordad el dolor

de aquella última noche del pulso, del termómetro,

del hielo, del sudor; de la sábana limpia y del mullir la almohada.

 

Y ese bajar, escalón a escalón, la escalera empinada

del «ya no habla…», «ya no mira»,

«ya no se siente el pulso…», «ya apenas sí respira».

 

La estación cuarta es una madre, acongojada y fiel,

en un sendero: aceptando la pena que venía por él…

No dice una palabra: que las palabras todas han huido

como en día de truenos los pájaros del nido.

José María Pemán

.

Todo se torna adverso, Señor, todo;

nada te dan por tus milagros, nada;

alborotada chusma, alborotada

lodo de insultos te devuelven, lodo.

 

Ya, sin fuerzas, pareces un beodo;

mirada amiga busca tu mirada;

lacerada tu alma, lacerada,

das, por fin, con tu madre, en un recodo.

 

Os miráis en silencio… Y, en la hiel

de vuestra mutua pena, pone miel

el encuentro fugaz de aquel instante.

 

Vuelve tus ojos… Mírame por dentro.

Si yerro, al caminar, sal a mi encuentro.

Tu mirada es mi grito de ¡Adelante!

José María Jiménez Marqués

.

Flaquea de Jesús la reciedumbre,

suda sangre en el huerto, y Dios envía

un ángel que lo aliente en su agonía

hasta llegar del Gólgota a la cumbre.

 

Mas luego de su cruz la reciedumbre

postrólo en tierra y ni seguir podía;

ya un ángel no bastaba, y fue María

a erguirlo de sus ojos con la lumbre.

 

Clávanse ambos un mirar profundo;

el de ella dice: «El mundo aguarda, Hijo,

tu sacrificio en bienes tan fecundo».

 

Y recobró vigor el moribundo.

La besó con sus ojos, y le dijo:

«¡Sí, Madre, llegaré!: ¡Salvaré al mundo!».

Eijo Garay

.

María junto a la Cruz

Estaba la Dolorosa

junto al leño de la Cruz.

¡Qué alta palabra de luz!

¡Qué manera tan graciosa

de enseñarnos la preciosa

lección del callar doliente!

Tronaba el cielo rugiente.

La tierra se estremecía.

Bramaba el agua… María

estaba, sencillamente.

José María Pemán

.

Con el hijo muerto, sobre las rodillas

He aquí, helados cristalinos,

sobre el virginal regazo,

muertos ya para el abrazo,

aquellos miembros divinos.

 

Huyeron los asesinos.

¡Qué soledad sin colores!

¡Oh Madre mía, no llores!

 

¡Cómo lloraba María!

La llaman desde aquel día

la Virgen de los Dolores.

Gerardo Diego

.

Se aumenta aquí la agonía

al bajarte de la cruz.

No eres ahora tú, Jesús,

ahora es tu madre, María,

la que muere de dolor

al recibirte en sus brazos tan llagado,

totalmente desangrado

y tus ojos apagados,

siendo del mundo la luz.

 

Yo fui quien le dio esa muerte,

Virgen madre,

a tu hijo, mi Señor;

no busques otro culpable,

pues, por desgracia, fui yo.

 

Yo 1o he puesto en esta suerte,

pero estoy muy arrepentido.

Déjame llorar su muerte

y sufrir también contigo.

Anónimo

.

María, en sus rodillas, ya tiene derrotado

todo el poder y toda la grandeza.

La pasión se ha acabado. La compasión empieza.

 

Para sufrir hasta morir, Jesús estuvo

ante los hombres todos, en la cruz, descubierto.

 

Pero María tiene ahora escondida,

para ella sola, la soledad de su hijo muerto.

 

En su falda y su manto, cubierto el cuerpo puro,

dueña y señora del futuro,

ella empieza a ser todo: evangelio, sepultura,

mirra, sudario, ungüento. La primera y más pura

Iglesia: todo, todo.

 

Ella el ejemplo, la ocasión, el modo;

y la corredención y la pureza;

el canal de la gracia y la belleza…

 

Ella el altar y el sacerdote; el vino y el cenáculo.

Se ha acabado la cruz. Comenzó el tabernáculo.

 

Las nubes que se encienden en la cumbre atardecida del Calvario

son ya luces cristianas ante el primer sagrario.

José María Pemán

.

Fue entonces cuando supo tu balanza

el peso de tus hijos. Los tenías

a todos en tus brazos. Es verdad,

«no hubo dolor igual a tu dolor».

Y estaban todos muertos

en tu regazo, Madre,

que en Él también dormías nuestra muerte.

Rafael Alfaro Alfaro

.

Saetas

Dos cosas hay en el mundo

que no se pueden contar:

las lágrimas de la Virgen

y las arenas del mar.

 

A Jesús las golondrinas

las espinas le arrancaban:

¿quién te arrancará a ti, Madre,

las que llevas en el alma?

 

Dos cositas que te pido,

siquiera por tus dolores:

que llores por mí a Jesús,

y que yo mis culpas llore.

Juan F. Muñoz Pabón

.

 

 

María baja del Calvario

Palidecidas las rosas

de tus labios angustiados;

mustios los lirios morados

de tus mejillas llorosas;

recordando las gozosas

horas idas en Belén,

sin consuelo ya y sin bien

que tus soledades llene…

 

¡Miradla por dónde viene,

hijas de Jerusalén!

José María Pemán

.

 

Con profunda devoción

llevan ya muerto a Jesús;

pero en esta procesión

faltas tú.

 

Únete a ellos y verás

que Jesús no quedará

sepultado para siempre.

Como él lo había anunciado,

pronto resucitará.

Anónimo

.

A las lágrimas de la Virgen Dolorosa

Llenad del amplio mar toda su hondura,

con el llanto del hombre escarnecido,

oíd del huracán fuerte silbido,

eco del desamor en noche oscura.

 

Y hallaréis reunida la amargura,

ante tanto Calvario repetido,

tanto Cristo del rostro entristecido

marcado por la guerra y la tortura.

 

Lágrimas de la Virgen Dolorosa,

en cada Vía Crucis de la vida,

en cada Viernes Santo prolongado.

 

Venero celestial, mirra olorosa,

llore contigo el alma arrepentida,

sembrando amor a un mundo atormentado.

 Paquita Sánchez Remiro

.

 

 

Al dolor silencioso de María

Por tu dolor sin testigos,

por tu llanto sin piedades,

maestra de soledades,

enséñame a estar contigo.

 

Que al quedarte tú conmigo

partido ya de tu vera

el hijo que en la madera

de la santa cruz dejaste,

yo sé que en ti lo encontraste

de una segunda manera.

 

Yo en mi alma, madre, lavada

de las bajas suciedades,

a fuerza de soledades

le estoy haciendo morada.

 

Quiero yo que el alma mía

tenga de sí vaciada, su soledad preparada

para la gran compañía.

 

Con nueva paz y alegría

quiero, por amor, tener

la vida muerta al placer

y muerta al mundo, de suerte

que cuando venga la muerte

le quede poco que hacer.

 

Pero en tanto que él asoma,

Señora, por las cañadas,

-¡por tus tocas enlutadas

y tus ojos de paloma!-

recibe mi angustia y toma

en tus manos mi ansiedad.

 

Y séame por piedad,

Señora del mayor duelo,

tu soledad sin consuelo,

consuelo en mi soledad.

 José María Pemán

.

 

Dame la mano, María

Dame tu mano, María,

la de las tocas moradas;

clávame tus siete espadas

en esta carne baldía.

Quiero ir contigo en la impía

tarde negra y amarilla.

Aquí, en mi torpe mejilla,

quiero ver si se retrata

esa lividez de plata,

esa lágrima que brilla.

 

Déjame que te restañe

ese llanto cristalino

y a la vera del camino

permite que te acompañe.

Deja que en lágrimas bañe

la orla negra de tu manto

a los pies del árbol santo,

donde tu fruto se mustia.

Capitana de la angustia:

no quiero que sufras tanto.

 

Qué lejos, Madre, la cuna

y tus gozos de Belén:

«No, mi Niño, no. No hay quien

de mis brazos te desuna».

Y rayos tibios de luna,

entre las pajas de miel,

le acariciaban la piel

sin despertarle. ¡Qué larga

es la distancia y qué amarga

de Jesús muerto a Emmanuel!

¿Dónde está ya el mediodía

luminoso en que Gabriel,

desde el marco del dintel,

te saludó: «Ave, María»?

Virgen ya de la agonía,

tu Hijo es el que cruza ahí.

Déjame hacer junto a ti

ese augusto itinerario.

Para ir al monte Calvario,

cítame en Getsemaní.

 

A ti, doncella graciosa,

hoy maestra de dolores,

playa de los pecadores,

nido en que el alma reposa,

a ti ofrezco, pulcra rosa,

las jornadas de esta vía.

A ti, Madre, a quien quería

cumplir mi humilde promesa.

A ti, celestial princesa,

Virgen sagrada María.

 Gerardo Diego

.

Virgen de la Soledad

 

Virgen de la Soledad:

rendido de gozos vanos,

en las rosas de tus manos

se ha muerto mi voluntad.

 

Cruzadas con humildad

en tu pecho sin aliento,

la mañana del portento,

tus manos fueron, Señora,

la primera cruz redentora:

la cruz del sometimiento.

 

Como tú te sometiste,

someterme yo quería:

para ir haciendo mi vía

con sol claro o noche triste.

Ejemplo santo nos diste

cuando, en la tarde deicida,

tu soledad dolorida

por los senderos mostrabas:

tocas de luto llevabas,

ojos de paloma herida.

 

La fruta de nuestro Bien

fue de tu llanto regada:

refugio fueron y almohada

tus rodillas, de su sien.

Otra vez, como en Belén,

tu falda cuna le hacía,

y sobre Él tu amor volvía

a las angustias primeras…

Señora: si tú quisieras

contigo lo lloraría.

 José María Pemán

.

 

Otros poemas

Al pie de la Cruz, María

llora con Magdalena

y aquel a quien en la Cena

sobre todos prefería.

 

Ya palmo a palmo se enfría

el dócil torso entreabierto.

 

Ya pende el cadáver yerto

como de la rama el fruto.

Cúbrete, cielo, de luto

porque ya la vida ha muerto.

 

Profundo misterio. El Hijo

del Hombre, el que era la Luz

y la Vida, muere en Cruz,

en una cruz crucifijo.

 

Ya desde ahora te elijo

mi modelo en el estrecho

tránsito. Baja a mi lecho

el día que yo me muera,

y que mis manos de cera

te estrechen sobre mi pecho.

 Gerardo Diego

.

He aquí helados, cristalinos

sobre el virginal regazo,

muertos ya para el abrazo,

aquellos miembros divinos.

Huyeron los asesinos.

Qué soledad sin colores.

¡Oh, Madre mía, no llores!

¡Cómo lloraba, María!

La llaman desde aquel día

la Virgen de los Dolores.

 

¿Quién fue el escultor que pudo

dar morbidez al marfil?

¿Quién apuró su buril

en el prodigio desnudo?

Yo, Madre mía, fui el rudo

artífice, fui el profano

que moldeé con mi mano

ese triunfo de la muerte

sobre el cual tu piedad vierte

cálidas perlas en vano.

 Gerardo Diego

.

Bajo el árbol santo

la Virgen suspira,

viendo muerto el fruto,

el fruto de vida;

que el fruto es Jesús

Ella bien sabía.

 

Sus siete palabras

a su alma contristan:

-Yo tenía un hijo,

mejor no lo había;

lo han preso y atado

y ahora en cruz expira.

 

Rosal de los cielos

que en mí florecías,

¿dónde están tus flores,

que sólo hay espinas?

 

Decid, peregrinos,

que vais por la vida,

¿qué pena habéis visto

igual que la mía?

 Jacinto Verdaguer

.

¡SOLEDAD!

¡Dulce Estrella matutina!

¡Virgen de la soledad!

Yo también puse una espina

sobre la frente divina

del Sol de la humanidad.

 

¡ Sola está mi Madre,

la Virgen María!…

Sola está llorando

a lágrima viva…

 

Al Hijo que amaba

con fiebre divina,

le dio muerte horrenda

la humana perfidia.

 

Está sola… sola,

sin más compañía

que las hondas penas

que la martirizan.

 

Bajó del Calvario

triste y dolorida

dejando allí muerto

al que era su vida…

 

Ya no hay en mi casa,

ya no hay alegría,

el silencio solo

y el dolor la habitan.

 

— o —

¡Madre mía, Madre mía!

Llorando yo soledades,

que eran como una agonía,

dije que nadie sufría

tan horrendas ansiedades.

 

Y hoy, que al ver tu duelo santo

vislumbré, anegado en llanto,

un punto de su grandeza,

me han causado igual espanto

tu dolor y mi flaqueza.

 

¡Dolorida, gran Señora!

tu soledad, ¡ay! ha sido

la segunda Redentora

de este corazón herido

que tu soledad adora.

 

(Ambas poesías del libro: Cristo paciente,

de Fray Antonino de Madrianos)

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El cristiano y la verdad

Posted by pablofranciscomaurino en 11 abril, 2014

 

Cada ser humano debe buscar la verdad en conciencia.

En la profundidad de su conciencia, el hombre descubre una ley que no se dicta él a sí mismo. Es una voz que oye con claridad en los oídos del corazón y que lo invita suavemente a amar y a obrar el bien, y a evitar el mal: «haz esto», «evita lo otro».

Esta ley que lleva el hombre en su corazón fue puesta allí por Dios para que con ella pudiera buscar la verdad, la verdad poseída por Dios.

Esa verdad se halla por encima de la conciencia y es independiente de ella. La conciencia, por eso mismo, no es la verdad ni puede crear la verdad: son muchos los hombres que fabrican sus propios errores y los llaman verdades. La verdad auténtica siempre es algo más grande que la mente humana; por eso debe ser respetada y buscada con humildad.

Tampoco se elige la verdad como si fuera «una verdad entre otras posibles verdades». Una verdad, y una sola, se presenta como real y verdadera, y esta se acepta o se rechaza.

La dignidad del ser humano lo obliga a obedecer a la conciencia, ya que según ella será juzgado, como lo explica Pablo:

«Y así demuestran que las exigencias de la Ley están grabadas en sus corazones. Serán juzgados por su propia conciencia, y los acusará o los aprobará su propia razón el día en que Dios juzgue lo más íntimo de las personas por medio de Jesucristo. Es lo que dice mi Evangelio. (Rm 2, 15-16)

Esa conciencia nos exige que ordenemos toda nuestra vida según las exigencias de la verdad, aun a pesar de que sea difícil de vivir o que no nos guste; y nos pide también que no nos dejemos llevar por comodidades, gustos, conveniencias, afinidades, opiniones personales, caprichos y cosas por el estilo; sino que sigamos la verdad que la voz de la conciencia nos muestra.

Cuanto mayor es el predominio de la recta conciencia tanta mayor seguridad tendrán las personas para apartarse del subjetivismo y para someterse a las normas objetivas de la moralidad: ya no juzgaremos ni actuaremos de acuerdo con nuestro modo de pensar o de sentir, sino acordes con lo justo, lo equitativo y lo correcto, es decir, de acuerdo con la verdad.

Así obtendremos el conocimiento exacto y reflexivo de las cosas y ganaremos el derecho a expresar y vivir privada y públicamente nuestras creencias o dogmas; en esto consiste la libertad de religión.

 

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Edith Stein y la Cruz*

Posted by pablofranciscomaurino en 4 abril, 2014

La mejor lección que aprendió esta mujer inteligente y culta, fue la lección de la sabiduría de la cruz de Cristo. Fue la cruz lo que comenzó a cuestionarla en su búsqueda de la verdad, a abrir nuevas vías de búsqueda y acercarla a la fe verdadera. La cruz es lo que modeló y afianzó su experiencia cristiana y religiosa. La sabiduría de la cruz, según el modelo ofrecido por san Juan de la Cruz y la espiritualidad del Carmelo teresiano, se convierte en el leit-motiv de toda su vida, su obra y su espiritualidad.

Desde su experiencia profundamente cristocéntrica, comprende que toda experiencia mística pasa necesariamente por la experiencia de la cruz, de la noche oscura; comprende asimismo que el misterio de la cruz es la fuerza vivificante de la vida espiritual, y que la vida del hombre es un vía crucis en el que se da una identificación progresiva con el Crucificado hasta llegar a la unión con Dios.

Antes de ingresar en el Carmelo, llega a comprender, por una gracia especial de Dios —como ella misma explica—, que la cruz de Cristo pesaba en esos momentos históricos sobre su pueblo y que el destino de su pueblo era también el suyo; por eso se ofrece a cargarla sobre sí en nombre de todos: “Bajo la cruz comprendí el destino del pueblo de Dios… Pensé que quienes comprendieron que esto era la Cruz de Cristo, deberían tomarla sobre sí en nombre de todos”. Esta ofrenda a Dios por su pueblo, aprendió a vivirla y madurarla en el Carmelo, haciendo del misterio de la cruz una fuente de sabiduría y fortaleza. Edith aprende a compartir los sufrimientos de su pueblo, de su familia y de todas las personas que sufren y con las que se siente identificada, consciente de que “la pasión de Cristo se continúa en su cuerpo místico y en cada uno de sus miembros, y si es un miembro vivo, entonces el sufrimiento y la muerte reciben una fuerza redentora en virtud de la divinidad de su cabeza”.

Vivir su vocación de carmelita es para ella estar ante Dios para los otros, de forma vicaria, en actitud de ofrenda; hacerse omnipresente con Cristo para todos los atribulados, “ser la fuerza de la cruz en todos los frentes y en todos los lugares de aflicción”. Desde su conversión toda su vida espiritual está orientada y centrada en Cristo; y por eso sabe que no hay verdadero encuentro con Cristo que no implique la cruz; si Cristo nos salvó muriendo en la cruz, todo camino de salvación y “toda unión con Dios, pasa por la cruz, se realiza en la cruz y está sellada con la cruz por toda la eternidad”; por eso también “el camino del sufrimiento es el más calificado para la unión con el Señor”, como ella misma escribe a una de sus alumnas que estaba viviendo una situación difícil.

Pero Edith Stein —santa Teresa Benedicta de la Cruz— no sólo aprende y enseña la sabiduría de la cruz sino, sobre todo, la vive hasta la plenitud, inmolándose conscientemente como Jesús a favor de los demás. Especialmente los últimos meses de su vida estuvieron marcados por el sufrimiento y la cruz, causada por la trágica situación de su pueblo, por la incertidumbre sobre la suerte de su familia y por las consecuencias de la guerra. Poco después de haber llegado al Carmelo de Echt, escribía a una amiga que deseaba transmitirle algún consuelo: “Desde luego, no hay consuelo humano, pero el que impone la cruz sabe cómo hacer la carga dulce y ligera”. En medio de tan profunda experiencia de cruz, ella no tiene otro deseo que cumplir la voluntad de Dios y es capaz de pensar en el sufrimiento de los demás antes que en el suyo propio: “Es preciso orar para mantenerse fiel en cada situación, y, ante todo, orar por tantos y tantos que la tienen más difícil que yo y no están anclados en la eternidad”. Un par de meses antes de su muerte, mientras trabajaba en su obra sobre san Juan de la Cruz, escribía: “Una ciencia de la Cruz sólo se puede adquirir si se llega a experimentar a fondo la cruz”. Ella llegó a experimentarla hasta el fondo, pero la aceptó con alegría y perfecta sumisión a la voluntad de Dios, ofreciendo generosamente su vida por los demás, como deja claro en su testamento.

La vida y la obra de Edith Stein es un luminoso testimonio de esperanza, que nos estimula y nos invita a aprender esta sabiduría que brota del misterio de la Cruz de Cristo, pues sólo ella es capaz de dar sabor a la vida y sentido al sufrimiento humano, sólo ella puede proporcionar respuestas satisfactorias a las grandes cuestiones que preocupan o angustian al hombre de hoy.

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