1.- Exposición dogmática
La Iglesia, que nos recuerda cada año en su Liturgia los sucesos de la vida del Salvador, de los cuales nos invita a participar, celebra en las fiestas pascuales el aniversario del triunfo de Jesús, vencedor de la muerte. He aquí, en frase de Bossuet, el acontecimiento central de toda la historia. Hacia él converge todo en la vida de Cristo, siendo también el punto culminante de la vida de la Iglesia en su ciclo litúrgico[1].
La resurrección del Salvador es el suceso más glorioso de su existencia, la prueba más fehaciente de su divinidad y la base inconmovible de toda nuestra fe[2]. La Pascua de Cristo, o su paso de la muerte a la vida y de la tierra al Cielo, es, en efecto, la consagración de la victoria definitiva que ha ganado contra el demonio, la carne y el mundo[3]. Para eso se encarnó el Verbo, para eso sufrió, para eso murió. De derecho, también nosotros hemos resucitado con Él; mas, de hecho, la virtud de este misterio va obrando en los fieles durante el curso entero de su vida y especialmente en las fiestas pascuales, a fin de hacerlos pasar del pecado a la gracia, y algún día, de la gracia a la gloria[4]. Por eso el martirologio romano proclama «la Resurrección de nuestro Señor Jesucristo Solemnidad de las Solemnidades y nuestra Pascua».
Esta fórmula corresponde a la que nos anunciaba el Nacimiento del Mesías, porque el ciclo del Natalicio, aun cuando cronológicamente venga primero, lógicamente depende del de Pascua. Dios se hizo hombre (Navidad) con la única mira de hacernos dioses (Pascua). En la encarnación el alma de Jesús nacía a la vida divina, gozando de la visión beatífica; y en su Resurrección, su mismo Cuerpo entra en la gloria del Padre. Pues así como en Navidad teníamos que nacer con Jesús a su nueva vida, así en Pascua, nuestras almas han de imitar la vida gloriosa, que hoy inaugura[5]. Por eso la Semana pascual era la fiesta de los bautizados, y la Iglesia, concentrando todo su cariño de madre sobre aquellos que san Pablo llama «los recién nacidos», los robustecía, dándoles durante siete días seguidos, además de la Eucaristía[6], instrucciones acerca de la Resurrección, tipo de nuestra vida sobrenatural. También nos recuerda muy especialmente el Tiempo Pascual, durante los 40 días que siguen a la Resurrección, a Jesús fundando su Iglesia.
Al ciclo de la Encarnación, en que hemos adorado al Hijo de Dios revestido de nuestra humanidad, corresponde el ciclo de la Redención, en que, por su inmolación, nos comunica su divinidad. Los tiempos deCuaresma y de Pasión son tiempos de lucha y de victoria. El tiempo Pascual glorifica esa vida divina, que compenetra y transfigura la santa humanidad de Cristo en su Resurrección y Ascensión. El tiempo de Pentecostés nos muestra al Espíritu Santo fomentando esa vida divina en nuestras almas, y nos prepara a la resurrección futura, que se manifestará también en nuestros cuerpos. Antes, pues, todos recibían los sacramentos del Bautismo, de la Confirmación y de la Eucaristía el día de Pascua, o bien el de Pentecostés, porque ellos les recordaban anualmente el doble aniversario del triunfo de Cristo y de su místico Cuerpo[7].
El ciclo Pascual evoca anualmente el recuerdo de nuestro Bautismo, de nuestra Confirmación y Comunión, el cual debería penetrarnos siempre más y más de esa vida nueva, que sólo alcanzará cabal perfección el día del postrer advenimiento de Jesús.
El tiempo Pascual es una imagen del Cielo, una irradiación de la Pascua eterna, principal objetivo de nuestra actual existencia.
Y la Iglesia, que lloraba en el Tiempo de Pasión por su Jesús y por los pecadores, tiene ahora un doble motivo por el cual alegrarse, pues Jesús ha resucitado y, además, le han nacido numerosos hijos. Ese júbilo es como un gusto anticipado de nuestra resurrección y de nuestra entrada en la Patria celestial, adonde el Maestro se ha ido para prepararnos un lugar, al cual tendrá a bien conducirnos el Espíritu Santo, que Él nos envía.
2.- Exposición histórica
La liturgia del tiempo Pascual nos invita a seguir hasta la Ascensión a Jesús en sus distintas apariciones del Sepulcro, de Emaús, del Cenáculo y de Galilea. Lo vemos poniendo los cimientos de su Iglesia y preparando a sus discípulos al misterio de su Ascensión a los cielos.
En la mañana del domingo, antes del amanecer, María Magdalena y otras dos santas mujeres se fueron al sepulcro, adonde llegaron a la salida del sol. Era el primer día de la semana judía, era el domingo de Pascua. Un ángel acababa de rodar la gran losa que cerraba el sepulcro y los guardias, despavoridos, habían huido de allí. La Magdalena, al ver abierto el sepulcro, vuelve presurosa a Jerusalén para avisar de ello a Pedro y a Juan; y mientras tanto, el Ángel anuncia a las otras dos mujeres que Cristo ha resucitado. Los dos Apóstoles corren en seguida al sepulcro de Jesús, y comprueban que el Maestro ha desaparecido.
María Magdalena, yendo de nuevo al sepulcro, ve por vez primera a Cristo resucitado. Al atardecer del día, los dos discípulos que van camino de Emaús, ven también al Señor, y volviéndose inmediatamente a Jerusalén a comunicarlo a los Apóstoles, les dicen éstos que el Salvador se ha aparecido a Pedro. En la misma tarde, Cristo se manifiesta a sus discípulos congregados en el Cenáculo. Ocho días después, se les aparece de nuevo y convence a Tomás, que dudaba de la verdad de su Resurrección.
Después de la Octava de Pascua, los discípulos se volvieron a Galilea, y un día en que siete de ellos pescan en el lago de Genesaret, Jesús se les aparece de nuevo.
También se aparece a más de 500 discípulos suyos en una montaña que Él de antemano les había señalado. Tal vez fue en el Tabor, o bien en alguna de los colinas de junto al lago, como la de las Bienaventuranzas.
3.- Exposición litúrgica
El tiempo Pascual, que empieza la noche del Sábado Santo y termina con la solemnidad de Pentecostés, viene a ser como un día de fiesta no interrumpida, en la cual se celebran uno tras otro los misterios de la Resurrección y Ascensión del Salvador y la venida del Espíritu Santo a la Iglesia. La fecha de la Pascua, de la que dependen todas las demás fiestas movibles, fue objeto de decretos conciliares muy solemnes. Habiendo muerto Jesús y resucitado por la Pascua judía, y debiendo reemplazar la celebración de estos misterios a los ritos mosaicos, que no eran sino figura de ellos, la Iglesia conservó para la fiesta Pascual la manera de contar de los judíos. Entre el año lunar, del que ellos se valían, y el año solar con el que ahora nos guiamos, hay una diferencia de 11 días; de donde resulta que el día de la Pascua oscila entre el 22 de Marzo y el 25 de Abril. Por donde el Concilio Niceno decretó que la Pascua se había de celebrar siempre el domingo después de la luna llena que sigue al 21 de Marzo.
En el tiempo Pascual, la Iglesia adorna sus templos con toda la magnificencia que le es posible y el órgano deja oír sus armoniosos acordes. Ciertas oraciones, como la antífona Regina Coeli, se rezan de pie, cual conviene a triunfadores; y en todos esos 50 días la Iglesia no ayuna, porque tiene consigo al Esposo[8]. Introitos, antífonas, versillos, responsos, todos van seguidos del grito entusiasta, desde el Sábado Santo: «¡Aleluya, aleluya, aleluya!».
El Cirio pascual, símbolo de la presencia visible de Jesús, nos alumbra todo este tiempo con su radiante llama, y se emplean ornamentos blancos, símbolo de júbilo y de pureza. «Mostrad en vuestra vida la inocencia significada por la blancura de vuestros vestidos». Así hablaba san Agustín a los neófitos, revestidos de blancas túnicas durante toda la octava pascual; y esa misma recomendación nos sigue haciendo la santa madre Iglesia.
Mientras duraba el tiempo Pascual la Iglesia no admitía antaño fiestas ordinarias de santos, para no distraer la atención de los fieles de la contemplación de Cristo triunfador, y todavía hoy se suprimen los sufragios.
Adaptado del Misal diario popular, Desclée, De Brouwer y Cia. Brujas, Bélgica
[1] La Misa, memorial de la rasión de Jesús y de su Resurrección, ha sido como el grano de mostaza del que procede toda la liturgia católica.»(Dom Cabrol). Habiendo Cristo resucitado en domingo, desde ese día empezó a sustituir al sábado, celebrándose en él oficialmente el Sacrificio cristiano. En consecuencia de eso, el aniversario de la Resurrección se celebró desde entonces el domingo que venía tras de la Pascua judía. La preparación de esta festividad era la Cuaresma. La fiesta se alargaba durante todo el Tiempo pascual, y en el de Pentecostés se venían a cosechar sus sazonados frutos. Así que, la semana, el año cristiano y el culto católico gravitan en torno del misterio pascual.
[2]«Si Cristo no ha resucitado, vana es vuestra fe» (1 Co 15, 14).
[3]Habéis sido resucitados con Él en el Bautismo por la fe en el poder de Dios, que lo ha resucitado de entre los muertos» (Col 2, 12).
[4]Dios nos ha dado la victoria por nuestro Señor Jesucristo (1Co 15, 57.) Nos ha hecho resucitar con Cristo, y nos ha sentado con Él en los cielos.» (Ef. 2, 6.)
[5] «Tú que, nacido de la Virgen, naces ahora del sepulcro» (Himno de Maitines). Nació de María Virgen como salió del sepulcro sellado.
[6] Durante toda la octava Pascual asistían los padres con sus hijos a la Misa y comulgaban en ella, siendo esto una norma general; así que unos y otros comulgaban la semana entera, siendo esto raro en aquellos tiempos.
[7] Así como la liturgia cuaresmal estaba destinada de un modo peculiar a la recepción de los Sacramentos de muertos, la liturgia pascual hacía participar en los Sacramentos de vivos. Hasta el siglo XII, en todas las catedrales de occidente, los parvulitos, después de haber recibido el Bautismo en la noche del sábado, recibían inmediatamente la Confirmación y la Eucaristía, que es prenda segura da la vida eterna. Ya dijo Jesús: «Al que comiere mi Carne, yo lo resucitaré el último día» (Jn 6, 54).
[8] El domingo nos recuerda cada semana el tiempo Pascual; y por eso se conserva esta práctica de no ayunar ningún domingo del año.