Hacia la unión con Dios

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Ecclesia de Eucharistia*

Posted by pablofranciscomaurino en 25 May, 2013

ECCLESIA DE EUCHARISTIA
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS
A LOS PRESBÍTEROS Y DIÁCONOS
A LAS PERSONAS CONSAGRADAS
Y A TODOS LOS FIELES LAICOS
SOBRE LA EUCARISTÍA
EN SU RELACIÓN CON LA IGLESIA

INTRODUCCIÓN

1. La Iglesia vive de la Eucaristía. Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia. Ésta experimenta con alegría cómo se realiza continuamente, en múltiples formas, la promesa del Señor: « He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo » (Mt 28, 20); en la sagrada Eucaristía, por la transformación del pan y el vino en el cuerpo y en la sangre del Señor, se alegra de esta presencia con una intensidad única. Desde que, en Pentecostés, la Iglesia, Pueblo de la Nueva Alianza, ha empezado su peregrinación hacia la patria celeste, este divino Sacramento ha marcado sus días, llenándolos de confiada esperanza.

Con razón ha proclamado el Concilio Vaticano II que el Sacrificio eucarístico es « fuente y cima de toda la vida cristiana ».(1) « La sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan de Vida, que da la vida a los hombres por medio del Espíritu Santo ».(2) Por tanto la mirada de la Iglesia se dirige continuamente a su Señor, presente en el Sacramento del altar, en el cual descubre la plena manifestación de su inmenso amor.

2. Durante el Gran Jubileo del año 2000, tuve ocasión de celebrar la Eucaristía en el Cenáculo de Jerusalén, donde, según la tradición, fue realizada la primera vez por Cristo mismo. El Cenáculo es el lugar de la institución de este Santísimo Sacramento. Allí Cristo tomó en sus manos el pan, lo partió y lo dio a los discípulos diciendo: « Tomad y comed todos de él, porque esto es mi Cuerpo, que será entregado por vosotros » (cf. Mt 26, 26; Lc 22, 19; 1 Co 11, 24). Después tomó en sus manos el cáliz del vino y les dijo: « Tomad y bebed todos de él, porque éste es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados » (cf. Mc 14, 24; Lc 22, 20; 1 Co 11, 25). Estoy agradecido al Señor Jesús que me permitió repetir en aquel mismo lugar, obedeciendo su mandato « haced esto en conmemoración mía » (Lc 22, 19), las palabras pronunciadas por Él hace dos mil años.

Los Apóstoles que participaron en la Última Cena, ¿comprendieron el sentido de las palabras que salieron de los labios de Cristo? Quizás no. Aquellas palabras se habrían aclarado plenamente sólo al final del Triduum sacrum, es decir, el lapso que va de la tarde del jueves hasta la mañana del domingo. En esos días se enmarca el mysterium paschale; en ellos se inscribe también el mysterium eucharisticum.

3. Del misterio pascual nace la Iglesia. Precisamente por eso la Eucaristía, que es el sacramento por excelencia del misterio pascual, está en el centro de la vida eclesial. Se puede observar esto ya desde las primeras imágenes de la Iglesia que nos ofrecen los Hechos de los Apóstoles: « Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones » (2, 42).La « fracción del pan » evoca la Eucaristía. Después de dos mil años seguimos reproduciendo aquella imagen primigenia de la Iglesia. Y, mientras lo hacemos en la celebración eucarística, los ojos del alma se dirigen al Triduo pascual: a lo que ocurrió la tarde del Jueves Santo, durante la Última Cena y después de ella. La institución de la Eucaristía, en efecto, anticipaba sacramentalmente los acontecimientos que tendrían lugar poco más tarde, a partir de la agonía en Getsemaní. Vemos a Jesús que sale del Cenáculo, baja con los discípulos, atraviesa el arroyo Cedrón y llega al Huerto de los Olivos. En aquel huerto quedan aún hoy algunos árboles de olivo muy antiguos. Tal vez fueron testigos de lo que ocurrió a su sombra aquella tarde, cuando Cristo en oración experimentó una angustia mortal y « su sudor se hizo como gotas espesas de sangre que caían en tierra » (Lc 22, 44).La sangre, que poco antes había entregado a la Iglesia como bebida de salvación en el Sacramento eucarístico, comenzó a ser derramada; su efusión se completaría después en el Gólgota, convirtiéndose en instrumento de nuestra redención: « Cristo como Sumo Sacerdote de los bienes futuros […] penetró en el santuario una vez para siempre, no con sangre de machos cabríos ni de novillos, sino con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna » (Hb 9, 11-12).

4. La hora de nuestra redención. Jesús, aunque sometido a una prueba terrible, no huye ante su « hora »: « ¿Qué voy a decir? ¡Padre, líbrame de esta hora! Pero ¡si he llegado a esta hora para esto! » (Jn 12, 27). Desea que los discípulos le acompañen y, sin embargo, debe experimentar la soledad y el abandono: « ¿Conque no habéis podido velar una hora conmigo? Velad y orad, para que no caigáis en tentación » (Mt 26, 40-41). Sólo Juan permanecerá al pie de la Cruz, junto a María y a las piadosas mujeres. La agonía en Getsemaní ha sido la introducción a la agonía de la Cruz del Viernes Santo. La hora santa, la hora de la redención del mundo. Cuando se celebra la Eucaristía ante la tumba de Jesús, en Jerusalén, se retorna de modo casi tangible a su « hora », la hora de la cruz y de la glorificación. A aquel lugar y a aquella hora vuelve espiritualmente todo presbítero que celebra la Santa Misa, junto con la comunidad cristiana que participa en ella.

« Fue crucificado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos, al tercer día resucitó de entre los muertos ». A las palabras de la profesión de fe hacen eco las palabras de la contemplación y la proclamación: « Ecce lignum crucis in quo salus mundi pependit. Venite adoremus ». Ésta es la invitación que la Iglesia hace a todos en la tarde del Viernes Santo. Y hará de nuevo uso del canto durante el tiempo pascual para proclamar: « Surrexit Dominus de sepulcro qui pro nobis pependit in ligno. Aleluya ».

5. « Mysterium fidei! – ¡Misterio de la fe! ». Cuando el sacerdote pronuncia o canta estas palabras, los presentes aclaman: « Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ¡ven Señor Jesús! ».

Con éstas o parecidas palabras, la Iglesia, a la vez que se refiere a Cristo en el misterio de su Pasión, revela también su propio misterio: Ecclesia de Eucharistia. Si con el don del Espíritu Santo en Pentecostés la Iglesia nace y se encamina por las vías del mundo, un momento decisivo de su formación es ciertamente la institución de la Eucaristía en el Cenáculo. Su fundamento y su hontanar es todo el Triduum paschale, pero éste está como incluido, anticipado, y « concentrado » para siempre en el don eucarístico. En este don, Jesucristo entregaba a la Iglesia la actualización perenne del misterio pascual. Con él instituyó una misteriosa « contemporaneidad » entre aquel Triduum y el transcurrir de todos los siglos.

Este pensamiento nos lleva a sentimientos de gran asombro y gratitud. El acontecimiento pascual y la Eucaristía que lo actualiza a lo largo de los siglos tienen una « capacidad » verdaderamente enorme, en la que entra toda la historia como destinataria de la gracia de la redención. Este asombro ha de inundar siempre a la Iglesia, reunida en la celebración eucarística. Pero, de modo especial, debe acompañar al ministro de la Eucaristía. En efecto, es él quien, gracias a la facultad concedida por el sacramento del Orden sacerdotal, realiza la consagración. Con la potestad que le viene del Cristo del Cenáculo, dice: « Esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros… Éste es el cáliz de mi sangre, que será derramada por vosotros ». El sacerdote pronuncia estas palabras o, más bien, pone su boca y su voz a disposición de Aquél que las pronunció en el Cenáculo y quiso que fueran repetidas de generación en generación por todos los que en la Iglesia participan ministerialmente de su sacerdocio.

6. Con la presente Carta encíclica, deseo suscitar este « asombro » eucarístico, en continuidad con la herencia jubilar que he querido dejar a la Iglesia con la Carta apostólica Novo millennio ineunte y con su coronamiento mariano Rosarium Virginis Mariae. Contemplar el rostro de Cristo, y contemplarlo con María, es el « programa » que he indicado a la Iglesia en el alba del tercer milenio, invitándola a remar mar adentro en las aguas de la historia con el entusiasmo de la nueva evangelización. Contemplar a Cristo implica saber reconocerle dondequiera que Él se manifieste, en sus multiformes presencias, pero sobre todo en el Sacramento vivo de su cuerpo y de su sangre. La Iglesia vive del Cristo eucarístico, de Él se alimenta y por Él es iluminada. La Eucaristía es misterio de fe y, al mismo tiempo, « misterio de luz ».(3)Cada vez que la Iglesia la celebra, los fieles pueden revivir de algún modo la experiencia de los dos discípulos de Emaús: « Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron » (Lc 24, 31).

7. Desde que inicié mi ministerio de Sucesor de Pedro, he reservado siempre para el Jueves Santo, día de la Eucaristía y del Sacerdocio, un signo de particular atención, dirigiendo una carta a todos los sacerdotes del mundo. Este año, para mí el vigésimo quinto de Pontificado, deseo involucrar más plenamente a toda la Iglesia en esta reflexión eucarística, para dar gracias a Dios también por el don de la Eucaristía y del Sacerdocio: « Don y misterio ».(4) Puesto que, proclamando el año del Rosario, he deseado poner este mi vigésimo quinto año bajo el signo de la contemplación de Cristo con María, no puedo dejar pasar este Jueves Santo de 2003 sin detenerme ante el rostro eucarístico » de Cristo, señalando con nueva fuerza a la Iglesia la centralidad de la Eucaristía. De ella vive la Iglesia. De este « pan vivo » se alimenta. ¿Cómo no sentir la necesidad de exhortar a todos a que hagan de ella siempre una renovada experiencia?

8. Cuando pienso en la Eucaristía, mirando mi vida de sacerdote, de Obispo y de Sucesor de Pedro, me resulta espontáneo recordar tantos momentos y lugares en los que he tenido la gracia de celebrarla. Recuerdo la iglesia parroquial de Niegowic donde desempeñé mi primer encargo pastoral, la colegiata de San Florián en Cracovia, la catedral del Wawel, la basílica de San Pedro y muchas basílicas e iglesias de Roma y del mundo entero. He podido celebrar la Santa Misa en capillas situadas en senderos de montaña, a orillas de los lagos, en las riberas del mar; la he celebrado sobre altares construidos en estadios, en las plazas de las ciudades… Estos escenarios tan variados de mis celebraciones eucarísticas me hacen experimentar intensamente su carácter universal y, por así decir, cósmico.¡Sí, cósmico! Porque también cuando se celebra sobre el pequeño altar de una iglesia en el campo, la Eucaristía se celebra, en cierto sentido, sobre el altar del mundo. Ella une el cielo y la tierra. Abarca e impregna toda la creación. El Hijo de Dios se ha hecho hombre, para reconducir todo lo creado, en un supremo acto de alabanza, a Aquél que lo hizo de la nada. De este modo, Él, el sumo y eterno Sacerdote, entrando en el santuario eterno mediante la sangre de su Cruz, devuelve al Creador y Padre toda la creación redimida. Lo hace a través del ministerio sacerdotal de la Iglesia y para gloria de la Santísima Trinidad. Verdaderamente, éste es el mysterium fidei que se realiza en la Eucaristía: el mundo nacido de las manos de Dios creador retorna a Él redimido por Cristo.

9. La Eucaristía, presencia salvadora de Jesús en la comunidad de los fieles y su alimento espiritual, es de lo más precioso que la Iglesia puede tener en su caminar por la historia. Así se explica la esmerada atención que ha prestado siempre al Misterio eucarístico, una atención que se manifiesta autorizadamente en la acción de los Concilios y de los Sumos Pontífices. ¿Cómo no admirar la exposición doctrinal de los Decretos sobre la Santísima Eucaristía y sobre el Sacrosanto Sacrificio de la Misa promulgados por el Concilio de Trento? Aquellas páginas han guiado en los siglos sucesivos tanto la teología como la catequesis, y aún hoy son punto de referencia dogmática para la continua renovación y crecimiento del Pueblo de Dios en la fe y en el amor a la Eucaristía. En tiempos más cercanos a nosotros, se han de mencionar tres Encíclicas: la Mirae Caritatis de León XIII (28 de mayo de 1902),(5) Mediator Dei de Pío XII (20 de noviembre de 1947)(6)y la Mysterium Fidei de Pablo VI (3 de septiembre de 1965).(7)

El Concilio Vaticano II, aunque no publicó un documento específico sobre el Misterio eucarístico, ha ilustrado también sus diversos aspectos a lo largo del conjunto de sus documentos, y especialmente en la Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium y en la Constitución sobre la Sagrada liturgia Sacrosanctum Concilium.

Yo mismo, en los primeros años de mi ministerio apostólico en la Cátedra de Pedro, con la Carta apostólica Dominicae Cenae (24 de febrero de 1980),(8) he tratado algunos aspectos del Misterio eucarístico y su incidencia en la vida de quienes son sus ministros. Hoy reanudo el hilo de aquellas consideraciones con el corazón aún más lleno de emoción y gratitud, como haciendo eco a la palabra del Salmista: « ¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación, invocando su nombre » (Sal 116, 12-13).

10. Este deber de anuncio por parte del Magisterio se corresponde con un crecimiento en el seno de la comunidad cristiana. No hay duda de que la reforma litúrgica del Concilio ha tenido grandes ventajas para una participación más consciente, activa y fructuosa de los fieles en el Santo Sacrificio del altar. En muchos lugares, además, la adoración del Santísimo Sacramento tiene cotidianamente una importancia destacada y se convierte en fuente inagotable de santidad. La participación devota de los fieles en la procesión eucarística en la solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo es una gracia de Dios, que cada año llena de gozo a quienes toman parte en ella. Y se podrían mencionar otros signos positivos de fe y amor eucarístico.

Desgraciadamente, junto a estas luces, no faltan sombras. En efecto, hay sitios donde se constata un abandono casi total del culto de adoración eucarística. A esto se añaden, en diversos contextos eclesiales, ciertos abusos que contribuyen a oscurecer la recta fe y la doctrina católica sobre este admirable Sacramento. Se nota a veces una comprensión muy limitada del Misterio eucarístico. Privado de su valor sacrificial, se vive como si no tuviera otro significado y valor que el de un encuentro convival fraterno. Además, queda a veces oscurecida la necesidad del sacerdocio ministerial, que se funda en la sucesión apostólica, y la sacramentalidad de la Eucaristía se reduce únicamente a la eficacia del anuncio. También por eso, aquí y allá, surgen iniciativas ecuménicas que, aun siendo generosas en su intención, transigen con prácticas eucarísticas contrarias a la disciplina con la cual la Iglesia expresa su fe. ¿Cómo no manifestar profundo dolor por todo esto? La Eucaristía es un don demasiado grande para admitir ambigüedades y reducciones.

Confío en que esta Carta encíclica contribuya eficazmente a disipar las sombras de doctrinas y prácticas no aceptables, para que la Eucaristía siga resplandeciendo con todo el esplendor de su misterio.

CAPÍTULO I

MISTERIO DE LA FE

11. « El Señor Jesús, la noche en que fue entregado » (1 Co 11, 23), instituyó el Sacrificio eucarístico de su cuerpo y de su sangre. Las palabras del apóstol Pablo nos llevan a las circunstancias dramáticas en que nació la Eucaristía. En ella está inscrito de forma indeleble el acontecimiento de la pasión y muerte del Señor. No sólo lo evoca sino que lo hace sacramentalmente presente. Es el sacrificio de la Cruz que se perpetúa por los siglos.(9) Esta verdad la expresan bien las palabras con las cuales, en el rito latino, el pueblo responde a la proclamación del « misterio de la fe » que hace el sacerdote: « Anunciamos tu muerte, Señor ».

La Iglesia ha recibido la Eucaristía de Cristo, su Señor, no sólo como un don entre otros muchos, aunque sea muy valioso, sino como el don por excelencia, porque es don de sí mismo, de su persona en su santa humanidad y, además, de su obra de salvación. Ésta no queda relegada al pasado, pues « todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos… ».(10)

Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, memorial de la muerte y resurrección de su Señor, se hace realmente presente este acontecimiento central de salvación y « se realiza la obra de nuestra redención ».(11) Este sacrificio es tan decisivo para la salvación del género humano, que Jesucristo lo ha realizado y ha vuelto al Padre sólo después de habernos dejado el medio para participar de él, como si hubiéramos estado presentes. Así, todo fiel puede tomar parte en él, obteniendo frutos inagotablemente. Ésta es la fe de la que han vivido a lo largo de los siglos las generaciones cristianas. Ésta es la fe que el Magisterio de la Iglesia ha reiterado continuamente con gozosa gratitud por tan inestimable don.(12) Deseo, una vez más, llamar la atención sobre esta verdad, poniéndome con vosotros, mis queridos hermanos y hermanas, en adoración delante de este Misterio: Misterio grande, Misterio de misericordia. ¿Qué más podía hacer Jesús por nosotros? Verdaderamente, en la Eucaristía nos muestra un amor que llega « hasta el extremo » (Jn 13, 1), un amor que no conoce medida.

12. Este aspecto de caridad universal del Sacramento eucarístico se funda en las palabras mismas del Salvador. Al instituirlo, no se limitó a decir « Éste es mi cuerpo », « Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre », sino que añadió « entregado por vosotros… derramada por vosotros » (Lc 22, 19-20). No afirmó solamente que lo que les daba de comer y beber era su cuerpo y su sangre, sino que manifestó su valor sacrificial, haciendo presente de modo sacramental su sacrificio, que cumpliría después en la cruz algunas horas más tarde, para la salvación de todos. « La misa es, a la vez e inseparablemente, el memorial sacrificial en que se perpetúa el sacrificio de la cruz, y el banquete sagrado de la comunión en el Cuerpo y la Sangre del Señor ».(13)

La Iglesia vive continuamente del sacrificio redentor, y accede a él no solamente a través de un recuerdo lleno de fe, sino también en un contacto actual, puesto que este sacrificio se hace presente, perpetuándose sacramentalmente en cada comunidad que lo ofrece por manos del ministro consagrado. De este modo, la Eucaristía aplica a los hombres de hoy la reconciliación obtenida por Cristo una vez por todas para la humanidad de todos los tiempos. En efecto, « el sacrificio de Cristo y el sacrificio de la Eucaristía son, pues, un único sacrificio ».(14) Ya lo decía elocuentemente san Juan Crisóstomo: « Nosotros ofrecemos siempre el mismo Cordero, y no uno hoy y otro mañana, sino siempre el mismo. Por esta razón el sacrificio es siempre uno sólo […]. También nosotros ofrecemos ahora aquella víctima, que se ofreció entonces y que jamás se consumirá ».(15)

La Misa hace presente el sacrificio de la Cruz, no se le añade y no lo multiplica.(16) Lo que se repite es su celebración memorial, la « manifestación memorial » (memorialis demonstratio),(17) por la cual el único y definitivo sacrificio redentor de Cristo se actualiza siempre en el tiempo. La naturaleza sacrificial del Misterio eucarístico no puede ser entendida, por tanto, como algo aparte, independiente de la Cruz o con una referencia solamente indirecta al sacrificio del Calvario.

13. Por su íntima relación con el sacrificio del Gólgota, la Eucaristía es sacrificio en sentido propio y no sólo en sentido genérico, como si se tratara del mero ofrecimiento de Cristo a los fieles como alimento espiritual. En efecto, el don de su amor y de su obediencia hasta el extremo de dar la vida (cf. Jn 10, 17-18), es en primer lugar un don a su Padre. Ciertamente es un don en favor nuestro, más aún, de toda la humanidad (cf. Mt 26, 28; Mc 14, 24; Lc 22, 20; Jn 10, 15), pero don ante todo al Padre: « sacrificio que el Padre aceptó, correspondiendo a esta donación total de su Hijo que se hizo “obediente hasta la muerte” (Fl 2, 8) con su entrega paternal, es decir, con el don de la vida nueva e inmortal en la resurrección ».(18)

Al entregar su sacrificio a la Iglesia, Cristo ha querido además hacer suyo el sacrificio espiritual de la Iglesia, llamada a ofrecerse también a sí misma unida al sacrificio de Cristo. Por lo que concierne a todos los fieles, el Concilio Vaticano II enseña que « al participar en el sacrificio eucarístico, fuente y cima de la vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y a sí mismos con ella ».(19)

14. La Pascua de Cristo incluye, con la pasión y muerte, también su resurrección. Es lo que recuerda la aclamación del pueblo después de la consagración: « Proclamamos tu resurrección ». Efectivamente, el sacrificio eucarístico no sólo hace presente el misterio de la pasión y muerte del Salvador, sino también el misterio de la resurrección, que corona su sacrificio. En cuanto viviente y resucitado, Cristo se hace en la Eucaristía « pan de vida » (Jn 6, 35.48), « pan vivo » (Jn 6, 51). San Ambrosio lo recordaba a los neófitos, como una aplicación del acontecimiento de la resurrección a su vida: « Si hoy Cristo está en ti, Él resucita para ti cada día ».(20) San Cirilo de Alejandría, a su vez, subrayaba que la participación en los santos Misterios « es una verdadera confesión y memoria de que el Señor ha muerto y ha vuelto a la vida por nosotros y para beneficio nuestro ».(21)

15. La representación sacramental en la Santa Misa del sacrificio de Cristo, coronado por su resurrección, implica una presencia muy especial que –citando las palabras de Pablo VI– « se llama “real”, no por exclusión, como si las otras no fueran “reales”, sino por antonomasia, porque es sustancial, ya que por ella ciertamente se hace presente Cristo, Dios y hombre, entero e íntegro ».(22) Se recuerda así la doctrina siempre válida del Concilio de Trento: « Por la consagración del pan y del vino se realiza la conversión de toda la sustancia del pan en la sustancia del cuerpo de Cristo Señor nuestro, y de toda la sustancia del vino en la sustancia de su sangre. Esta conversión, propia y convenientemente, fue llamada transustanciación por la santa Iglesia Católica ».(23) Verdaderamente la Eucaristía es « mysterium fidei », misterio que supera nuestro pensamiento y puede ser acogido sólo en la fe, como a menudo recuerdan las catequesis patrísticas sobre este divino Sacramento. « No veas –exhorta san Cirilo de Jerusalén– en el pan y en el vino meros y naturales elementos, porque el Señor ha dicho expresamente que son su cuerpo y su sangre: la fe te lo asegura, aunque los sentidos te sugieran otra cosa ».(24)

« Adoro te devote, latens Deitas », seguiremos cantando con el Doctor Angélico. Ante este misterio de amor, la razón humana experimenta toda su limitación. Se comprende cómo, a lo largo de los siglos, esta verdad haya obligado a la teología a hacer arduos esfuerzos para entenderla.

Son esfuerzos loables, tanto más útiles y penetrantes cuanto mejor consiguen conjugar el ejercicio crítico del pensamiento con la « fe vivida » de la Iglesia, percibida especialmente en el « carisma de la verdad » del Magisterio y en la « comprensión interna de los misterios », a la que llegan sobre todo los santos.(25) La línea fronteriza es la señalada por Pablo VI: « Toda explicación teológica que intente buscar alguna inteligencia de este misterio, debe mantener, para estar de acuerdo con la fe católica, que en la realidad misma, independiente de nuestro espíritu, el pan y el vino han dejado de existir después de la consagración, de suerte que el Cuerpo y la Sangre adorables de Cristo Jesús son los que están realmente delante de nosotros ».(26)

16. La eficacia salvífica del sacrificio se realiza plenamente cuando se comulga recibiendo el cuerpo y la sangre del Señor. De por sí, el sacrificio eucarístico se orienta a la íntima unión de nosotros, los fieles, con Cristo mediante la comunión: le recibimos a Él mismo, que se ha ofrecido por nosotros; su cuerpo, que Él ha entregado por nosotros en la Cruz; su sangre, « derramada por muchos para perdón de los pecados » (Mt 26, 28). Recordemos sus palabras: « Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí » (Jn 6, 57). Jesús mismo nos asegura que esta unión, que Él pone en relación con la vida trinitaria, se realiza efectivamente. La Eucaristía es verdadero banquete, en el cual Cristo se ofrece como alimento. Cuando Jesús anuncia por primera vez esta comida, los oyentes se quedan asombrados y confusos, obligando al Maestro a recalcar la verdad objetiva de sus palabras: « En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros » (Jn 6, 53). No se trata de un alimento metafórico: « Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida » (Jn 6, 55).

17. Por la comunión de su cuerpo y de su sangre, Cristo nos comunica también su Espíritu. Escribe san Efrén: « Llamó al pan su cuerpo viviente, lo llenó de sí mismo y de su Espíritu […], y quien lo come con fe, come Fuego y Espíritu. […]. Tomad, comed todos de él, y coméis con él el Espíritu Santo. En efecto, es verdaderamente mi cuerpo y el que lo come vivirá eternamente ».(27)La Iglesia pide este don divino, raíz de todos los otros dones, en la epíclesis eucarística. Se lee, por ejemplo, en la Divina Liturgia de san Juan Crisóstomo: « Te invocamos, te rogamos y te suplicamos: manda tu Santo Espíritu sobre todos nosotros y sobre estos dones […] para que sean purificación del alma, remisión de los pecados y comunicación del Espíritu Santo para cuantos participan de ellos ».(28) Y, en el Misal Romano, el celebrante implora que: « Fortalecidos con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un sólo cuerpo y un sólo espíritu ».(29) Así, con el don de su cuerpo y su sangre, Cristo acrecienta en nosotros el don de su Espíritu, infundido ya en el Bautismo e impreso como « sello » en el sacramento de la Confirmación.

18. La aclamación que el pueblo pronuncia después de la consagración se concluye oportunamente manifestando la proyección escatológica que distingue la celebración eucarística (cf. 1 Co 11, 26): « … hasta que vuelvas ». La Eucaristía es tensión hacia la meta, pregustar el gozo pleno prometido por Cristo (cf. Jn 15, 11); es, en cierto sentido, anticipación del Paraíso y « prenda de la gloria futura ».(30) En la Eucaristía, todo expresa la confiada espera: « mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo ».(31) Quien se alimenta de Cristo en la Eucaristía no tiene que esperar el más allá para recibir la vida eterna: la posee ya en la tierra como primicia de la plenitud futura, que abarcará al hombre en su totalidad. En efecto, en la Eucaristía recibimos también la garantía de la resurrección corporal al final del mundo: « El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día » (Jn 6, 54). Esta garantía de la resurrección futura proviene de que la carne del Hijo del hombre, entregada como comida, es su cuerpo en el estado glorioso del resucitado. Con la Eucaristía se asimila, por decirlo así, el « secreto » de la resurrección. Por eso san Ignacio de Antioquía definía con acierto el Pan eucarístico « fármaco de inmortalidad, antídoto contra la muerte ».(32)

19. La tensión escatológica suscitada por la Eucaristía expresa y consolida la comunión con la Iglesia celestial. No es casualidad que en las anáforas orientales y en las plegarias eucarísticas latinas se recuerde siempre con veneración a la gloriosa siempre Virgen María, Madre de Jesucristo, nuestro Dios y Señor, a los ángeles, a los santos apóstoles, a los gloriosos mártires y a todos los santos. Es un aspecto de la Eucaristía que merece ser resaltado: mientras nosotros celebramos el sacrificio del Cordero, nos unimos a la liturgia celestial, asociándonos con la multitud inmensa que grita: « La salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero » (Ap 7, 10). La Eucaristía es verdaderamente un resquicio del cielo que se abre sobre la tierra. Es un rayo de gloria de la Jerusalén celestial, que penetra en las nubes de nuestra historia y proyecta luz sobre nuestro camino.

20. Una consecuencia significativa de la tensión escatológica propia de la Eucaristía es que da impulso a nuestro camino histórico, poniendo una semilla de viva esperanza en la dedicación cotidiana de cada uno a sus propias tareas. En efecto, aunque la visión cristiana fija su mirada en un « cielo nuevo » y una « tierra nueva » (Ap 21, 1), eso no debilita, sino que más bien estimula nuestro sentido de responsabilidad respecto a la tierra presente.(33) Deseo recalcarlo con fuerza al principio del nuevo milenio, para que los cristianos se sientan más que nunca comprometidos a no descuidar los deberes de su ciudadanía terrenal. Es cometido suyo contribuir con la luz del Evangelio a la edificación de un mundo habitable y plenamente conforme al designio de Dios.

Muchos son los problemas que oscurecen el horizonte de nuestro tiempo. Baste pensar en la urgencia de trabajar por la paz, de poner premisas sólidas de justicia y solidaridad en las relaciones entre los pueblos, de defender la vida humana desde su concepción hasta su término natural. Y ¿qué decir, además, de las tantas contradicciones de un mundo « globalizado », donde los más débiles, los más pequeños y los más pobres parecen tener bien poco que esperar? En este mundo es donde tiene que brillar la esperanza cristiana. También por eso el Señor ha querido quedarse con nosotros en la Eucaristía, grabando en esta presencia sacrificial y convival la promesa de una humanidad renovada por su amor. Es significativo que el Evangelio de Juan, allí donde los Sinópticos narran la institución de la Eucaristía, propone, ilustrando así su sentido profundo, el relato del « lavatorio de los pies », en el cual Jesús se hace maestro de comunión y servicio (cf. Jn 13, 1-20). El apóstol Pablo, por su parte, califica como « indigno » de una comunidad cristiana que se participe en la Cena del Señor, si se hace en un contexto de división e indiferencia hacia los pobres (Cf. 1 Co 11, 17.22.27.34).(34)

Anunciar la muerte del Señor « hasta que venga » (1 Co 11, 26), comporta para los que participan en la Eucaristía el compromiso de transformar su vida, para que toda ella llegue a ser en cierto modo « eucarística ». Precisamente este fruto de transfiguración de la existencia y el compromiso de transformar el mundo según el Evangelio, hacen resplandecer la tensión escatológica de la celebración eucarística y de toda la vida cristiana: « ¡Ven, Señor Jesús! » (Ap 22, 20).

CAPÍTULO II

LA EUCARISTÍA EDIFICA LA IGLESIA

21. El Concilio Vaticano II ha recordado que la celebración eucarística es el centro del proceso de crecimiento de la Iglesia. En efecto, después de haber dicho que « la Iglesia, o el reino de Cristo presente ya en misterio, crece visiblemente en el mundo por el poder de Dios »,(35) como queriendo responder a la pregunta: ¿Cómo crece?, añade: « Cuantas veces se celebra en el altar el sacrificio de la cruz, en el que Cristo, nuestra Pascua, fue inmolado (1 Co 5, 7), se realiza la obra de nuestra redención. El sacramento del pan eucarístico significa y al mismo tiempo realiza la unidad de los creyentes, que forman un sólo cuerpo en Cristo (cf. 1 Co 10, 17) ».(36)

Hay un influjo causal de la Eucaristía en los orígenes mismos de la Iglesia. Los evangelistas precisan que fueron los Doce, los Apóstoles, quienes se reunieron con Jesús en la Última Cena (cf. Mt 26, 20; Mc 14, 17; Lc 22, 14). Es un detalle de notable importancia, porque los Apóstoles « fueron la semilla del nuevo Israel, a la vez que el origen de la jerarquía sagrada ».(37)Al ofrecerles como alimento su cuerpo y su sangre, Cristo los implicó misteriosamente en el sacrificio que habría de consumarse pocas horas después en el Calvario. Análogamente a la alianza del Sinaí, sellada con el sacrificio y la aspersión con la sangre,(38) los gestos y las palabras de Jesús en la Última Cena fundaron la nueva comunidad mesiánica, el Pueblo de la nueva Alianza.

Los Apóstoles, aceptando la invitación de Jesús en el Cenáculo: « Tomad, comed… Bebed de ella todos… » (Mt 26, 26.27), entraron por vez primera en comunión sacramental con Él. Desde aquel momento, y hasta al final de los siglos, la Iglesia se edifica a través de la comunión sacramental con el Hijo de Dios inmolado por nosotros: « Haced esto en recuerdo mío… Cuantas veces la bebiereis, hacedlo en recuerdo mío » (1 Co 11, 24-25; cf. Lc 22, 19).

22. La incorporación a Cristo, que tiene lugar por el Bautismo, se renueva y se consolida continuamente con la participación en el Sacrificio eucarístico, sobre todo cuando ésta es plena mediante la comunión sacramental. Podemos decir que no solamente cada uno de nosotros recibe a Cristo, sino que también Cristo nos recibe a cada uno de nosotros. Él estrecha su amistad con nosotros: « Vosotros sois mis amigos » (Jn 15, 14). Más aún, nosotros vivimos gracias a Él: « el que me coma vivirá por mí » (Jn 6, 57). En la comunión eucarística se realiza de manera sublime que Cristo y el discípulo « estén » el uno en el otro: « Permaneced en mí, como yo en vosotros » (Jn 15, 4).

Al unirse a Cristo, en vez de encerrarse en sí mismo, el Pueblo de la nueva Alianza se convierte en « sacramento » para la humanidad,(39)signo e instrumento de la salvación, en obra de Cristo, en luz del mundo y sal de la tierra (cf. Mt 5, 13-16), para la redención de todos.(40)La misión de la Iglesia continúa la de Cristo: « Como el Padre me envió, también yo os envío » (Jn 20, 21). Por tanto, la Iglesia recibe la fuerza espiritual necesaria para cumplir su misión perpetuando en la Eucaristía el sacrificio de la Cruz y comulgando el cuerpo y la sangre de Cristo. Así, la Eucaristía es la fuente y, al mismo tiempo, la cumbre de toda la evangelización, puesto que su objetivo es la comunión de los hombres con Cristo y, en Él, con el Padre y con el Espíritu Santo.(41)

23. Con la comunión eucarística la Iglesia consolida también su unidad como cuerpo de Cristo. San Pablo se refiere a esta eficacia unificadora de la participación en el banquete eucarístico cuando escribe a los Corintios: « Y el pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan » (1 Co 10, 16-17). El comentario de san Juan Crisóstomo es detallado y profundo: « ¿Qué es, en efecto, el pan? Es el cuerpo de Cristo. ¿En qué se transforman los que lo reciben? En cuerpo de Cristo; pero no muchos cuerpos sino un sólo cuerpo. En efecto, como el pan es sólo uno, por más que esté compuesto de muchos granos de trigo y éstos se encuentren en él, aunque no se vean, de tal modo que su diversidad desaparece en virtud de su perfecta fusión; de la misma manera, también nosotros estamos unidos recíprocamente unos a otros y, todos juntos, con Cristo ».(42) La argumentación es terminante: nuestra unión con Cristo, que es don y gracia para cada uno, hace que en Él estemos asociados también a la unidad de su cuerpo que es la Iglesia. La Eucaristía consolida la incorporación a Cristo, establecida en el Bautismo mediante el don del Espíritu (cf. 1 Co 12, 13.27).

La acción conjunta e inseparable del Hijo y del Espíritu Santo, que está en el origen de la Iglesia, de su constitución y de su permanencia, continúa en la Eucaristía. Bien consciente de ello es el autor de la Liturgia de Santiago: en la epíclesis de la anáfora se ruega a Dios Padre que envíe el Espíritu Santo sobre los fieles y sobre los dones, para que el cuerpo y la sangre de Cristo « sirvan a todos los que participan en ellos […] a la santificación de las almas y los cuerpos ».(43)La Iglesia es reforzada por el divino Paráclito a través la santificación eucarística de los fieles.

24. El don de Cristo y de su Espíritu que recibimos en la comunión eucarística colma con sobrada plenitud los anhelos de unidad fraterna que alberga el corazón humano y, al mismo tiempo, eleva la experiencia de fraternidad, propia de la participación común en la misma mesa eucarística, a niveles que están muy por encima de la simple experiencia convival humana. Mediante la comunión del cuerpo de Cristo, la Iglesia alcanza cada vez más profundamente su ser « en Cristo como sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano ».(44)

A los gérmenes de disgregación entre los hombres, que la experiencia cotidiana muestra tan arraigada en la humanidad a causa del pecado, se contrapone la fuerza generadora de unidad del cuerpo de Cristo. La Eucaristía, construyendo la Iglesia, crea precisamente por ello comunidad entre los hombres.

25. El culto que se da a la Eucaristía fuera de la Misa es de un valor inestimable en la vida de la Iglesia. Dicho culto está estrechamente unido a la celebración del Sacrificio eucarístico. La presencia de Cristo bajo las sagradas especies que se conservan después de la Misa –presencia que dura mientras subsistan las especies del pan y del vino(45)–, deriva de la celebración del Sacrificio y tiende a la comunión sacramental y espiritual.(46) Corresponde a los Pastores animar, incluso con el testimonio personal, el culto eucarístico, particularmente la exposición del Santísimo Sacramento y la adoración de Cristo presente bajo las especies eucarísticas.(47)

Es hermoso estar con Él y, reclinados sobre su pecho como el discípulo predilecto (cf. Jn 13, 25), palpar el amor infinito de su corazón. Si el cristianismo ha de distinguirse en nuestro tiempo sobre todo por el « arte de la oración »,(48) ¿cómo no sentir una renovada necesidad de estar largos ratos en conversación espiritual, en adoración silenciosa, en actitud de amor, ante Cristo presente en el Santísimo Sacramento? ¡Cuántas veces, mis queridos hermanos y hermanas, he hecho esta experiencia y en ella he encontrado fuerza, consuelo y apoyo!

Numerosos Santos nos han dado ejemplo de esta práctica, alabada y recomendada repetidamente por el Magisterio.(49) De manera particular se distinguió por ella San Alfonso María de Ligorio, que escribió: « Entre todas las devociones, ésta de adorar a Jesús sacramentado es la primera, después de los sacramentos, la más apreciada por Dios y la más útil para nosotros ».(50) La Eucaristía es un tesoro inestimable; no sólo su celebración, sino también estar ante ella fuera de la Misa, nos da la posibilidad de llegar al manantial mismo de la gracia. Una comunidad cristiana que quiera ser más capaz de contemplar el rostro de Cristo, en el espíritu que he sugerido en las Cartas apostólicas Novo millennio ineunte y Rosarium Virginis Mariae, ha de desarrollar también este aspecto del culto eucarístico, en el que se prolongan y multiplican los frutos de la comunión del cuerpo y sangre del Señor.

CAPÍTULO III

APOSTOLICIDAD DE LA EUCARISTÍA Y DE LA IGLESIA

26. Como he recordado antes, si la Eucaristía edifica la Iglesia y la Iglesia hace la Eucaristía, se deduce que hay una relación sumamente estrecha entre una y otra. Tan verdad es esto, que nos permite aplicar al Misterio eucarístico lo que decimos de la Iglesia cuando, en el Símbolo niceno-constantinopolitano, la confesamos « una, santa, católica y apostólica ». También la Eucaristía es una y católica. Es también santa, más aún, es el Santísimo Sacramento. Pero ahora queremos dirigir nuestra atención principalmente a su apostolicidad.

27. El Catecismo de la Iglesia Católica, al explicar cómo la Iglesia es apostólica, o sea, basada en los Apóstoles, se refiere a un triple sentido de la expresión. Por una parte, « fue y permanece edificada sobre “el fundamento de los apóstoles” (Ef 2, 20), testigos escogidos y enviados en misión por el propio Cristo ».(51) También los Apóstoles están en el fundamento de la Eucaristía, no porque el Sacramento no se remonte a Cristo mismo, sino porque ha sido confiado a los Apóstoles por Jesús y transmitido por ellos y sus sucesores hasta nosotros. La Iglesia celebra la Eucaristía a lo largo de los siglos precisamente en continuidad con la acción de los Apóstoles, obedientes al mandato del Señor.

El segundo sentido de la apostolicidad de la Iglesia indicado por el Catecismo es que « guarda y transmite, con la ayuda del Espíritu Santo que habita en ella, la enseñanza, el buen depósito, las sanas palabras oídas a los apóstoles ».(52) También en este segundo sentido la Eucaristía es apostólica, porque se celebra en conformidad con la fe de los Apóstoles. En la historia bimilenaria del Pueblo de la nueva Alianza, el Magisterio eclesiástico ha precisado en muchas ocasiones la doctrina eucarística, incluso en lo que atañe a la exacta terminología, precisamente para salvaguardar la fe apostólica en este Misterio excelso. Esta fe permanece inalterada y es esencial para la Iglesia que perdure así.

28. En fin, la Iglesia es apostólica en el sentido de que « sigue siendo enseñada, santificada y dirigida por los Apóstoles hasta la vuelta de Cristo gracias a aquellos que les suceden en su ministerio pastoral: el colegio de los Obispos, a los que asisten los presbíteros, juntamente con el sucesor de Pedro y Sumo Pastor de la Iglesia ».(53) La sucesión de los Apóstoles en la misión pastoral conlleva necesariamente el sacramento del Orden, es decir, la serie ininterrumpida que se remonta hasta los orígenes, de ordenaciones episcopales válidas.(54) Esta sucesión es esencial para que haya Iglesia en sentido propio y pleno.

La Eucaristía expresa también este sentido de la apostolicidad. En efecto, como enseña el Concilio Vaticano II, los fieles « participan en la celebración de la Eucaristía en virtud de su sacerdocio real »,(55) pero es el sacerdote ordenado quien « realiza como representante de Cristo el sacrificio eucarístico y lo ofrece a Dios en nombre de todo el pueblo ».(56) Por eso se prescribe en el Misal Romano que es únicamente el sacerdote quien pronuncia la plegaria eucarística, mientras el pueblo de Dios se asocia a ella con fe y en silencio.(57)

29. La expresión, usada repetidamente por el Concilio Vaticano II, según la cual el sacerdote ordenado « realiza como representante de Cristo el Sacrificio eucarístico »,(58) estaba ya bien arraigada en la enseñanza pontificia.(59) Como he tenido ocasión de aclarar en otra ocasión, in persona Christi « quiere decir más que “en nombre”, o también, “en vez” de Cristo. In “persona”: es decir, en la identificación específica, sacramental con el “sumo y eterno Sacerdote”, que es el autor y el sujeto principal de su propio sacrificio, en el que, en verdad, no puede ser sustituido por nadie ».(60) El ministerio de los sacerdotes, en virtud del sacramento del Orden, en la economía de salvación querida por Cristo, manifiesta que la Eucaristía celebrada por ellos es un don que supera radicalmente la potestad de la asamblea y es insustituible en cualquier caso para unir válidamente la consagración eucarística al sacrificio de la Cruz y a la Última Cena.

La asamblea que se reúne para celebrar la Eucaristía necesita absolutamente, para que sea realmente asamblea eucarística, un sacerdote ordenado que la presida. Por otra parte, la comunidad no está capacitada para darse por sí sola el ministro ordenado. Éste es un don que recibe a través de la sucesión episcopal que se remonta a los Apóstoles. Es el Obispo quien establece un nuevo presbítero, mediante el sacramento del Orden, otorgándole el poder de consagrar la Eucaristía. Pues « el Misterio eucarístico no puede ser celebrado en ninguna comunidad si no es por un sacerdote ordenado, como ha enseñado expresamente el Concilio Lateranense IV.(61)

30. Tanto esta doctrina de la Iglesia católica sobre el ministerio sacerdotal en relación con la Eucaristía, como la referente al Sacrificio eucarístico, han sido objeto en las últimas décadas de un provechoso diálogo en el ámbito de la actividad ecuménica. Hemos de dar gracias a la Santísima Trinidad porque, a este respecto, se han obtenido significativos progresos y acercamientos, que nos hacen esperar en un futuro en que se comparta plenamente la fe. Aún sigue siendo del todo válida la observación del Concilio sobre las Comunidades eclesiales surgidas en Occidente desde el siglo XVI en adelante y separadas de la Iglesia católica: « Las Comunidades eclesiales separadas, aunque les falte la unidad plena con nosotros que dimana del bautismo, y aunque creamos que, sobre todo por defecto del sacramento del Orden, no han conservado la sustancia genuina e íntegra del Misterio eucarístico, sin embargo, al conmemorar en la santa Cena la muerte y resurrección del Señor, profesan que en la comunión de Cristo se significa la vida, y esperan su venida gloriosa ».(62)

Los fieles católicos, por tanto, aun respetando las convicciones religiosas de estos hermanos separados, deben abstenerse de participar en la comunión distribuida en sus celebraciones, para no avalar una ambigüedad sobre la naturaleza de la Eucaristía y, por consiguiente, faltar al deber de dar un testimonio claro de la verdad. Eso retardaría el camino hacia la plena unidad visible. De manera parecida, no se puede pensar en reemplazar la santa Misa dominical con celebraciones ecuménicas de la Palabra o con encuentros de oración en común con cristianos miembros de dichas Comunidades eclesiales, o bien con la participación en su servicio litúrgico. Estas celebraciones y encuentros, en sí mismos loables en circunstancias oportunas, preparan a la deseada comunión total, incluso eucarística, pero no pueden reemplazarla.

El hecho de que el poder de consagrar la Eucaristía haya sido confiado sólo a los Obispos y a los presbíteros no significa menoscabo alguno para el resto del Pueblo de Dios, puesto que la comunión del único cuerpo de Cristo que es la Iglesia es un don que redunda en beneficio de todos.

31. Si la Eucaristía es centro y cumbre de la vida de la Iglesia, también lo es del ministerio sacerdotal. Por eso, con ánimo agradecido a Jesucristo, nuestro Señor, reitero que la Eucaristía « es la principal y central razón de ser del sacramento del sacerdocio, nacido efectivamente en el momento de la institución de la Eucaristía y a la vez que ella ».(63)

Las actividades pastorales del presbítero son múltiples. Si se piensa además en las condiciones sociales y culturales del mundo actual, es fácil entender lo sometido que está al peligro de la dispersión por el gran número de tareas diferentes. El Concilio Vaticano II ha identificado en la caridad pastoral el vínculo que da unidad a su vida y a sus actividades. Ésta –añade el Concilio– « brota, sobre todo, del sacrificio eucarístico que, por eso, es el centro y raíz de toda la vida del presbítero ».(64) Se entiende, pues, lo importante que es para la vida espiritual del sacerdote, como para el bien de la Iglesia y del mundo, que ponga en práctica la recomendación conciliar de celebrar cotidianamente la Eucaristía, « la cual, aunque no puedan estar presentes los fieles, es ciertamente una acción de Cristo y de la Iglesia ».(65) De este modo, el sacerdote será capaz de sobreponerse cada día a toda tensión dispersiva, encontrando en el Sacrificio eucarístico, verdadero centro de su vida y de su ministerio, la energía espiritual necesaria para afrontar los diversos quehaceres pastorales. Cada jornada será así verdaderamente eucarística.

Del carácter central de la Eucaristía en la vida y en el ministerio de los sacerdotes se deriva también su puesto central en la pastoral de las vocaciones sacerdotales. Ante todo, porque la plegaria por las vocaciones encuentra en ella la máxima unión con la oración de Cristo sumo y eterno Sacerdote; pero también porque la diligencia y esmero de los sacerdotes en el ministerio eucarístico, unido a la promoción de la participación consciente, activa y fructuosa de los fieles en la Eucaristía, es un ejemplo eficaz y un incentivo a la respuesta generosa de los jóvenes a la llamada de Dios. Él se sirve a menudo del ejemplo de la caridad pastoral ferviente de un sacerdote para sembrar y desarrollar en el corazón del joven el germen de la llamada al sacerdocio.

32. Toda esto demuestra lo doloroso y fuera de lo normal que resulta la situación de una comunidad cristiana que, aún pudiendo ser, por número y variedad de fieles, una parroquia, carece sin embargo de un sacerdote que la guíe. En efecto, la parroquia es una comunidad de bautizados que expresan y confirman su identidad principalmente por la celebración del Sacrificio eucarístico. Pero esto requiere la presencia de un presbítero, el único a quien compete ofrecer la Eucaristía in persona Christi. Cuando la comunidad no tiene sacerdote, ciertamente se ha de paliar de alguna manera, con el fin de que continúen las celebraciones dominicales y, así, los religiosos y los laicos que animan la oración de sus hermanos y hermanas ejercen de modo loable el sacerdocio común de todos los fieles, basado en la gracia del Bautismo. Pero dichas soluciones han de ser consideradas únicamente provisionales, mientras la comunidad está a la espera de un sacerdote.

El hecho de que estas celebraciones sean incompletas desde el punto de vista sacramental ha de impulsar ante todo a toda la comunidad a pedir con mayor fervor que el Señor « envíe obreros a su mies » (Mt 9, 38); y debe estimularla también a llevar a cabo una adecuada pastoral vocacional, sin ceder a la tentación de buscar soluciones que comporten una reducción de las cualidades morales y formativas requeridas para los candidatos al sacerdocio.

33. Cuando, por escasez de sacerdotes, se confía a fieles no ordenados una participación en el cuidado pastoral de una parroquia, éstos han de tener presente que, como enseña el Concilio Vaticano II, « no se construye ninguna comunidad cristiana si ésta no tiene como raíz y centro la celebración de la sagrada Eucaristía ».(66) Por tanto, considerarán como cometido suyo el mantener viva en la comunidad una verdadera « hambre » de la Eucaristía, que lleve a no perder ocasión alguna de tener la celebración de la Misa, incluso aprovechando la presencia ocasional de un sacerdote que no esté impedido por el derecho de la Iglesia para celebrarla.

CAPÍTULO IV

EUCARISTÍA
Y COMUNIÓN ECLESIAL

34. En 1985, la Asamblea extraordinaria del Sínodo de los Obispos reconoció en la « eclesiología de comunión » la idea central y fundamental de los documentos del Concilio Vaticano II.(67) La Iglesia, mientras peregrina aquí en la tierra, está llamada a mantener y promover tanto la comunión con Dios trinitario como la comunión entre los fieles. Para ello, cuenta con la Palabra y los Sacramentos, sobre todo la Eucaristía, de la cual « vive y se desarrolla sin cesar »,(68) y en la cual, al mismo tiempo, se expresa a sí misma. No es casualidad que el término comunión se haya convertido en uno de los nombres específicos de este sublime Sacramento.

La Eucaristía se manifiesta, pues, como culminación de todos los Sacramentos, en cuanto lleva a perfección la comunión con Dios Padre, mediante la identificación con el Hijo Unigénito, por obra del Espíritu Santo. Un insigne escritor de la tradición bizantina expresó esta verdad con agudeza de fe: en la Eucaristía, « con preferencia respecto a los otros sacramentos, el misterio [de la comunión] es tan perfecto que conduce a la cúspide de todos los bienes: en ella culmina todo deseo humano, porque aquí llegamos a Dios y Dios se une a nosotros con la unión más perfecta ».(69) Precisamente por eso, es conveniente cultivar en el ánimo el deseo constante del Sacramento eucarístico. De aquí ha nacido la práctica de la « comunión espiritual », felizmente difundida desde hace siglos en la Iglesia y recomendada por Santos maestros de vida espiritual. Santa Teresa de Jesús escribió: « Cuando […] no comulgáredes y oyéredes misa, podéis comulgar espiritualmente, que es de grandísimo provecho […], que es mucho lo que se imprime el amor ansí deste Señor ».(70)

35. La celebración de la Eucaristía, no obstante, no puede ser el punto de partida de la comunión, que la presupone previamente, para consolidarla y llevarla a perfección. El Sacramento expresa este vínculo de comunión, sea en la dimensión invisible que, en Cristo y por la acción del Espíritu Santo, nos une al Padre y entre nosotros, sea en la dimensión visible, que implica la comunión en la doctrina de los Apóstoles, en los Sacramentos y en el orden jerárquico. La íntima relación entre los elementos invisibles y visibles de la comunión eclesial, es constitutiva de la Iglesia como sacramento de salvación.(71) Sólo en este contexto tiene lugar la celebración legítima de la Eucaristía y la verdadera participación en la misma. Por tanto, resulta una exigencia intrínseca a la Eucaristía que se celebre en la comunión y, concretamente, en la integridad de todos sus vínculos.

36. La comunión invisible, aun siendo por naturaleza un crecimiento, supone la vida de gracia, por medio de la cual se nos hace « partícipes de la naturaleza divina » (2 Pe 1, 4), así como la práctica de las virtudes de la fe, de la esperanza y de la caridad. En efecto, sólo de este modo se obtiene verdadera comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. No basta la fe, sino que es preciso perseverar en la gracia santificante y en la caridad, permaneciendo en el seno de la Iglesia con el « cuerpo » y con el « corazón »; (72) es decir, hace falta, por decirlo con palabras de san Pablo, « la fe que actúa por la caridad » (Ga 5, 6).

La integridad de los vínculos invisibles es un deber moral bien preciso del cristiano que quiera participar plenamente en la Eucaristía comulgando el cuerpo y la sangre de Cristo. El mismo Apóstol llama la atención sobre este deber con la advertencia: « Examínese, pues, cada cual, y coma así el pan y beba de la copa » (1 Co 11, 28). San Juan Crisóstomo, con la fuerza de su elocuencia, exhortaba a los fieles: « También yo alzo la voz, suplico, ruego y exhorto encarecidamente a no sentarse a esta sagrada Mesa con una conciencia manchada y corrompida. Hacer esto, en efecto, nunca jamás podrá llamarse comunión, por más que toquemos mil veces el cuerpo del Señor, sino condena, tormento y mayor castigo ».(73)

Precisamente en este sentido, el Catecismo de la Iglesia Católica establece: « Quien tiene conciencia de estar en pecado grave debe recibir el sacramento de la Reconciliación antes de acercarse a comulgar ».(74) Deseo, por tanto, reiterar que está vigente, y lo estará siempre en la Iglesia, la norma con la cual el Concilio de Trento ha concretado la severa exhortación del apóstol Pablo, al afirmar que, para recibir dignamente la Eucaristía, « debe preceder la confesión de los pecados, cuando uno es consciente de pecado mortal ».(75)

37. La Eucaristía y la Penitencia son dos sacramentos estrechamente vinculados entre sí. La Eucaristía, al hacer presente el Sacrificio redentor de la Cruz, perpetuándolo sacramentalmente, significa que de ella se deriva una exigencia continua de conversión, de respuesta personal a la exhortación que san Pablo dirigía a los cristianos de Corinto: « En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios! » (2 Co 5, 20). Así pues, si el cristiano tiene conciencia de un pecado grave está obligado a seguir el itinerario penitencial, mediante el sacramento de la Reconciliación para acercarse a la plena participación en el Sacrificio eucarístico.

El juicio sobre el estado de gracia, obviamente, corresponde solamente al interesado, tratándose de una valoración de conciencia. No obstante, en los casos de un comportamiento ex- terno grave, abierta y establemente contrario a la norma moral, la Iglesia, en su cuidado pastoral por el buen orden comunitario y por respeto al Sacramento, no puede mostrarse indiferente. A esta situación de manifiesta indisposición moral se refiere la norma del Código de Derecho Canónico que no permite la admisión a la comunión eucarística a los que « obstinadamente persistan en un manifiesto pecado grave ».(76)

38. La comunión eclesial, como antes he recordado, es también visible y se manifiesta en los lazos vinculantes enumerados por el Concilio mismo cuando enseña: « Están plenamente incorporados a la sociedad que es la Iglesia aquellos que, teniendo el Espíritu de Cristo, aceptan íntegramente su constitución y todos los medios de salvación establecidos en ella y están unidos, dentro de su estructura visible, a Cristo, que la rige por medio del Sumo Pontífice y de los Obispos, mediante los lazos de la profesión de fe, de los sacramentos, del gobierno eclesiástico y de la comunión ».(77)

La Eucaristía, siendo la suprema manifestación sacramental de la comunión en la Iglesia, exige que se celebre en un contexto de integridad de los vínculos, incluso externos, de comunión. De modo especial, por ser « como la consumación de la vida espiritual y la finalidad de todos los sacramentos »,(78)requiere que los lazos de la comunión en los sacramentos sean reales, particularmente en el Bautismo y en el Orden sacerdotal. No se puede dar la comunión a una persona no bautizada o que rechace la verdad íntegra de fe sobre el Misterio eucarístico. Cristo es la verdad y da testimonio de la verdad (cf. Jn 14, 6; 18, 37); el Sacramento de su cuerpo y su sangre no permite ficciones.

39. Además, por el carácter mismo de la comunión eclesial y de la relación que tiene con ella el sacramento de la Eucaristía, se debe recordar que « el Sacrificio eucarístico, aun celebrándose siempre en una comunidad particular, no es nunca celebración de esa sola comunidad: ésta, en efecto, recibiendo la presencia eucarística del Señor, recibe el don completo de la salvación, y se manifiesta así, a pesar de su permanente particularidad visible, como imagen y verdadera presencia de la Iglesia una, santa, católica y apostólica ».(79) De esto se deriva que una comunidad realmente eucarística no puede encerrarse en sí misma, como si fuera autosuficiente, sino que ha de mantenerse en sintonía con todas las demás comunidades católicas.

La comunión eclesial de la asamblea eucarística es comunión con el propio Obispo y con el Romano Pontífice. En efecto, el Obispo es el principio visible y el fundamento de la unidad en su Iglesia particular.(80) Sería, por tanto, una gran incongruencia que el Sacramento por excelencia de la unidad de la Iglesia fuera celebrado sin una verdadera comunión con el Obispo. San Ignacio de Antioquía escribía: « se considere segura la Eucaristía que se realiza bajo el Obispo o quien él haya encargado ».(81) Asimismo, puesto que « el Romano Pontífice, como sucesor de Pedro, es el principio y fundamento perpetuo y visible de la unidad, tanto de los obispos como de la muchedumbre de los fieles »,(82) la comunión con él es una exigencia intrínseca de la celebración del Sacrificio eucarístico. De aquí la gran verdad expresada de varios modos en la Liturgia: « Toda celebración de la Eucaristía se realiza en unión no sólo con el propio obispo sino también con el Papa, con el orden episcopal, con todo el clero y con el pueblo entero. Toda válida celebración de la Eucaristía expresa esta comunión universal con Pedro y con la Iglesia entera, o la reclama objetivamente, como en el caso de las Iglesias cristianas separadas de Roma ».(83)

40. La Eucaristía crea comunión y educa a la comunión. San Pablo escribía a los fieles de Corinto manifestando el gran contraste de sus divisiones en las asambleas eucarísticas con lo que estaban celebrando, la Cena del Señor. Consecuentemente, el Apóstol les invitaba a reflexionar sobre la verdadera realidad de la Eucaristía con el fin de hacerlos volver al espíritu de comunión fraterna (cf. 1 Co 11, 17-34). San Agustín se hizo eco de esta exigencia de manera elocuente cuando, al recordar las palabras del Apóstol: « vosotros sois el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte » (1 Co 12, 27), observaba: « Si vosotros sois el cuerpo y los miembros de Cristo, sobre la mesa del Señor está el misterio que sois vosotros mismos y recibís el misterio que sois vosotros ».(84) Y, de esta constatación, concluía: « Cristo el Señor […] consagró en su mesa el misterio de nuestra paz y unidad. El que recibe el misterio de la unidad y no posee el vínculo de la paz, no recibe un misterio para provecho propio, sino un testimonio contra sí ».(85)

41. Esta peculiar eficacia para promover la comunión, propia de la Eucaristía, es uno de los motivos de la importancia de la Misa dominical. Sobre ella y sobre las razones por las que es fundamental para la vida de la Iglesia y de cada uno de los fieles, me he ocupado en la Carta apostólica sobre la santificación del domingo Dies Domini,(86) recordando, además, que participar en la Misa es una obligación para los fieles, a menos que tengan un impedimento grave, lo que impone a los Pastores el correspondiente deber de ofrecer a todos la posibilidad efectiva de cumplir este precepto.(87) Más recientemente, en la Carta apostólica Novo millennio ineunte, al trazar el camino pastoral de la Iglesia a comienzos del tercer milenio, he querido dar un relieve particular a la Eucaristía dominical, subrayando su eficacia creadora de comunión: Ella –decía– « es el lugar privilegiado donde la comunión es anunciada y cultivada constantemente. Precisamente a través de la participación eucarística, el día del Señor se convierte también en el día de la Iglesia, que puede desempeñar así de manera eficaz su papel de sacramento de unidad ».(88)

42. La salvaguardia y promoción de la comunión eclesial es una tarea de todos los fieles, que encuentran en la Eucaristía, como sacramento de la unidad de la Iglesia, un campo de especial aplicación. Más en concreto, este cometido atañe con particular responsabilidad a los Pastores de la Iglesia, cada uno en el propio grado y según el propio oficio eclesiástico. Por tanto, la Iglesia ha dado normas que se orientan a favorecer la participación frecuente y fructuosa de los fieles en la Mesa eucarística y, al mismo tiempo, a determinar las condiciones objetivas en las que no debe administrar la comunión. El esmero en procurar una fiel observancia de dichas normas se convierte en expresión efectiva de amor hacia la Eucaristía y hacia la Iglesia.

43. Al considerar la Eucaristía como Sacramento de la comunión eclesial, hay un argumento que, por su importancia, no puede omitirse: me refiero a su relación con el compromiso ecuménico. Todos nosotros hemos de agradecer a la Santísima Trinidad que, en estas últimas décadas, muchos fieles en todas las partes del mundo se hayan sentido atraídos por el deseo ardiente de la unidad entre todos los cristianos. El Concilio Vaticano II, al comienzo del Decreto sobre el ecumenismo, reconoce en ello un don especial de Dios.(89) Ha sido una gracia eficaz, que ha hecho emprender el camino del ecumenismo tanto a los hijos de la Iglesia católica como a nuestros hermanos de las otras Iglesias y Comunidades eclesiales.

La aspiración a la meta de la unidad nos impulsa a dirigir la mirada a la Eucaristía, que es el supremo Sacramento de la unidad del Pueblo de Dios, al ser su expresión apropiada y su fuente insuperable.(90) En la celebración del Sacrificio eucarístico la Iglesia eleva su plegaria a Dios, Padre de misericordia, para que conceda a sus hijos la plenitud del Espíritu Santo, de modo que lleguen a ser en Cristo un sólo un cuerpo y un sólo espíritu.(91) Presentando esta súplica al Padre de la luz, de quien proviene « toda dádiva buena y todo don perfecto » (St 1, 17), la Iglesia cree en su eficacia, pues ora en unión con Cristo, su cabeza y esposo, que hace suya la súplica de la esposa uniéndola a la de su sacrificio redentor.

44. Precisamente porque la unidad de la Iglesia, que la Eucaristía realiza mediante el sacrificio y la comunión en el cuerpo y la sangre del Señor, exige inderogablemente la completa comunión en los vínculos de la profesión de fe, de los sacramentos y del gobierno eclesiástico, no es posible concelebrar la misma liturgia eucarística hasta que no se restablezca la integridad de dichos vínculos. Una concelebración sin estas condiciones no sería un medio válido, y podría revelarse más bien un obstáculo a la consecución de la plena comunión, encubriendo el sentido de la distancia que queda hasta llegar a la meta e introduciendo o respaldando ambigüedades sobre una u otra verdad de fe. El camino hacia la plena unidad no puede hacerse si no es en la verdad. En este punto, la prohibición contenida en la ley de la Iglesia no deja espacio a incertidumbres,(92) en obediencia a la norma moral proclamada por el Concilio Vaticano II.(93)

De todos modos, quisiera reiterar lo que añadía en la Carta encíclica Ut unum sint, tras haber afirmado la imposibilidad de compartir la Eucaristía: « Sin embargo, tenemos el ardiente deseo de celebrar juntos la única Eucaristía del Señor, y este deseo es ya una alabanza común, una misma imploración. Juntos nos dirigimos al Padre y lo hacemos cada vez más “con un mismo corazón” ».(94)

45. Si en ningún caso es legítima la concelebración si falta la plena comunión, no ocurre lo mismo con respecto a la administración de la Eucaristía, en circunstancias especiales, a personas pertenecientes a Iglesias o a Comunidades eclesiales que no están en plena comunión con la Iglesia católica. En efecto, en este caso el objetivo es satisfacer una grave necesidad espiritual para la salvación eterna de los fieles, singularmente considerados, pero no realizar una intercomunión, que no es posible mientras no se hayan restablecido del todo los vínculos visibles de la comunión eclesial.

En este sentido se orientó el Concilio Vaticano II, fijando el comportamiento que se ha de tener con los Orientales que, encontrándose de buena fe separados de la Iglesia católica, están bien dispuestos y piden espontáneamente recibir la eucaristía del ministro católico.(95) Este modo de actuar ha sido ratificado después por ambos Códigos, en los que también se contempla, con las oportunas adaptaciones, el caso de los otros cristianos no orientales que no están en plena comunión con la Iglesia católica.(96)

46. En la Encíclica Ut unum sint, yo mismo he manifestado aprecio por esta normativa, que permite atender a la salvación de las almas con el discernimiento oportuno: « Es motivo de alegría recordar que los ministros católicos pueden, en determinados casos particulares, administrar los sacramentos de la Eucaristía, de la Penitencia, de la Unción de enfermos a otros cristianos que no están en comunión plena con la Iglesia católica, pero que desean vivamente recibirlos, los piden libremente, y manifiestan la fe que la Iglesia católica confiesa en estos Sacramentos. Recíprocamente, en determinados casos y por circunstancias particulares, también los católicos pueden solicitar los mismos Sacramentos a los ministros de aquellas Iglesias en que sean válidos ».(97)

Es necesario fijarse bien en estas condiciones, que son inderogables, aún tratándose de casos particulares y determinados, puesto que el rechazo de una o más verdades de fe sobre estos sacramentos y, entre ellas, lo referente a la necesidad del sacerdocio ministerial para que sean válidos, hace que el solicitante no esté debidamente dispuesto para que le sean legítimamente administrados. Y también a la inversa, un fiel católico no puede comulgar en una comunidad que carece del válido sacramento del Orden.(98)

La fiel observancia del conjunto de las normas establecidas en esta materia(99) es manifestación y, al mismo tiempo, garantía de amor, sea a Jesucristo en el Santísimo Sacramento, sea a los hermanos de otra confesión cristiana, a los que se les debe el testimonio de la verdad, como también a la causa misma de la promoción de la unidad.

CAPÍTULO V

DECORO DE LA CELEBRACIÓN
EUCARÍSTICA

47. Quien lee el relato de la institución eucarística en los Evangelios sinópticos queda impresionado por la sencillez y, al mismo tiempo, la « gravedad », con la cual Jesús, la tarde de la Última Cena, instituye el gran Sacramento. Hay un episodio que, en cierto sentido, hace de preludio: la unción de Betania. Una mujer, que Juan identifica con María, hermana de Lázaro, derrama sobre la cabeza de Jesús un frasco de perfume precioso, provocando en los discípulos –en particular en Judas (cf. Mt 26, 8; Mc 14, 4; Jn 12, 4)– una reacción de protesta, como si este gesto fuera un « derroche » intolerable, considerando las exigencias de los pobres. Pero la valoración de Jesús es muy diferente. Sin quitar nada al deber de la caridad hacia los necesitados, a los que se han de dedicar siempre los discípulos –« pobres tendréis siempre con vosotros » (Mt 26, 11; Mc 14, 7; cf. Jn 12, 8)–, Él se fija en el acontecimiento inminente de su muerte y sepultura, y aprecia la unción que se le hace como anticipación del honor que su cuerpo merece también después de la muerte, por estar indisolublemente unido al misterio de su persona.

En los Evangelios sinópticos, el relato continúa con el encargo que Jesús da a los discípulos de preparar cuidadosamente la « sala grande », necesaria para celebrar la cena pascual (cf. Mc 14, 15; Lc 22, 12), y con la narración de la institución de la Eucaristía. Dejando entrever, al menos en parte, el esquema de los ritos hebreos de la cena pascual hasta el canto del Hallel (cf. Mt 26, 30; Mc 14, 26), el relato, aún con las variantes de las diversas tradiciones, muestra de manera tan concisa como solemne las palabras pronunciadas por Cristo sobre el pan y sobre el vino, asumidos por Él como expresión concreta de su cuerpo entregado y su sangre derramada. Todos estos detalles son recordados por los evangelistas a la luz de una praxis de la « fracción del pan » bien consolidada ya en la Iglesia primitiva. Pero el acontecimiento del Jueves Santo, desde la historia misma que Jesús vivió, deja ver los rasgos de una « sensibilidad » litúrgica, articulada sobre la tradición veterotestamentaria y preparada para remodelarse en la celebración cristiana, en sintonía con el nuevo contenido de la Pascua.

48. Como la mujer de la unción en Betania, la Iglesia no ha tenido miedo de « derrochar », dedicando sus mejores recursos para expresar su reverente asombro ante el don inconmensurable de la Eucaristía. No menos que aquellos primeros discípulos encargados de preparar la « sala grande », la Iglesia se ha sentido impulsada a lo largo de los siglos y en las diversas culturas a celebrar la Eucaristía en un contexto digno de tan gran Misterio. La liturgia cristiana ha nacido en continuidad con las palabras y gestos de Jesús y desarrollando la herencia ritual del judaísmo. Y, en efecto, nada será bastante para expresar de modo adecuado la acogida del don de sí mismo que el Esposo divino hace continuamente a la Iglesia Esposa, poniendo al alcance de todas las generaciones de creyentes el Sacrificio ofrecido una vez por todas sobre la Cruz, y haciéndose alimento para todos los fieles. Aunque la lógica del « convite » inspire familiaridad, la Iglesia no ha cedido nunca a la tentación de banalizar esta « cordialidad » con su Esposo, olvidando que Él es también su Dios y que el « banquete » sigue siendo siempre, después de todo, un banquete sacrificial, marcado por la sangre derramada en el Gólgota. El banquete eucarístico es verdaderamente un banquete « sagrado », en el que la sencillez de los signos contiene el abismo de la santidad de Dios: « O Sacrum convivium, in quo Christus sumitur! » El pan que se parte en nuestros altares, ofrecido a nuestra condición de peregrinos en camino por las sendas del mundo, es « panis angelorum », pan de los ángeles, al cual no es posible acercarse si no es con la humildad del centurión del Evangelio: « Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo » (Mt 8, 8; Lc 7, 6).

49. En el contexto de este elevado sentido del misterio, se entiende cómo la fe de la Iglesia en el Misterio eucarístico se haya expresado en la historia no sólo mediante la exigencia de una actitud interior de devoción, sino también a través de una serie de expresiones externas, orientadas a evocar y subrayar la magnitud del acontecimiento que se celebra. De aquí nace el proceso que ha llevado progresivamente a establecer una especial reglamentación de la liturgia eucarística, en el respeto de las diversas tradiciones eclesiales legítimamente constituidas. También sobre esta base se ha ido creando un rico patrimonio de arte. La arquitectura, la escultura, la pintura, la música, dejándose guiar por el misterio cristiano, han encontrado en la Eucaristía, directa o indirectamente, un motivo de gran inspiración.

Así ha ocurrido, por ejemplo, con la arquitectura, que, de las primeras sedes eucarísticas en las « domus » de las familias cristianas, ha dado paso, en cuanto el contexto histórico lo ha permitido, a las solemnes basílicas de los primeros siglos, a las imponentes catedrales de la Edad Media, hasta las iglesias, pequeñas o grandes, que han constelado poco a poco las tierras donde ha llegado el cristianismo. Las formas de los altares y tabernáculos se han desarrollado dentro de los espacios de las sedes litúrgicas siguiendo en cada caso, no sólo motivos de inspiración estética, sino también las exigencias de una apropiada comprensión del Misterio. Igualmente se puede decir de la música sacra, y basta pensar para ello en las inspiradas melodías gregorianas y en los numerosos, y a menudo insignes, autores que se han afirmado con los textos litúrgicos de la Santa Misa. Y, ¿acaso no se observa una enorme cantidad de producciones artísticas, desde el fruto de una buena artesanía hasta verdaderas obras de arte, en el sector de los objetos y ornamentos utilizados para la celebración eucarística?

Se puede decir así que la Eucaristía, a la vez que ha plasmado la Iglesia y la espiritualidad, ha tenido una fuerte incidencia en la « cultura », especialmente en el ámbito estético.

50. En este esfuerzo de adoración del Misterio, desde el punto de vista ritual y estético, los cristianos de Occidente y de Oriente, en cierto sentido, se han hecho mutuamente la « competencia ». ¿Cómo no dar gracias al Señor, en particular, por la contribución que al arte cristiano han dado las grandes obras arquitectónicas y pictóricas de la tradición greco-bizantina y de todo el ámbito geográfico y cultural eslavo? En Oriente, el arte sagrado ha conservado un sentido especialmente intenso del misterio, impulsando a los artistas a concebir su afán de producir belleza, no sólo como manifestación de su propio genio, sino también como auténtico servicio a la fe. Yendo mucho más allá de la mera habilidad técnica, han sabido abrirse con docilidad al soplo del Espíritu de Dios.

El esplendor de la arquitectura y de los mosaicos en el Oriente y Occidente cristianos son un patrimonio universal de los creyentes, y llevan en sí mismos una esperanza y una prenda, diría, de la deseada plenitud de comunión en la fe y en la celebración. Eso supone y exige, como en la célebre pintura de la Trinidad de Rublëv, una Iglesia profundamente « eucarística » en la cual, la acción de compartir el misterio de Cristo en el pan partido está como inmersa en la inefable unidad de las tres Personas divinas, haciendo de la Iglesia misma un « icono » de la Trinidad.

En esta perspectiva de un arte orientado a expresar en todos sus elementos el sentido de la Eucaristía según la enseñanza de la Iglesia, es preciso prestar suma atención a las normas que regulan la construcción y decoración de los edificios sagrados. La Iglesia ha dejado siempre a los artistas un amplio margen creativo, como demuestra la historia y yo mismo he subrayado en la Carta a los artistas.(100) Pero el arte sagrado ha de distinguirse por su capacidad de expresar adecuadamente el Misterio, tomado en la plenitud de la fe de la Iglesia y según las indicaciones pastorales oportunamente expresadas por la autoridad competente. Ésta es una consideración que vale tanto para las artes figurativas como para la música sacra.

51. A propósito del arte sagrado y la disciplina litúrgica, lo que se ha producido en tierras de antigua cristianización está ocurriendo también en los continentes donde el cristianismo es más joven. Este fenómeno ha sido objeto de atención por parte del Concilio Vaticano II al tratar sobre la exigencia de una sana y, al mismo tiempo, obligada « inculturación ». En mis numerosos viajes pastorales he tenido oportunidad de observar en todas las partes del mundo cuánta vitalidad puede despertar la celebración eucarística en contacto con las formas, los estilos y las sensibilidades de las diversas culturas. Adaptándose a las mudables condiciones de tiempo y espacio, la Eucaristía ofrece alimento, no solamente a las personas, sino a los pueblos mismos, plasmando culturas cristianamente inspiradas.

No obstante, es necesario que este importante trabajo de adaptación se lleve a cabo siendo conscientes siempre del inefable Misterio, con el cual cada generación está llamada confrontarse. El « tesoro » es demasiado grande y precioso como para arriesgarse a que se empobrezca o hipoteque por experimentos o prácticas llevadas a cabo sin una atenta comprobación por parte de las autoridades eclesiásticas competentes. Además, la centralidad del Misterio eucarístico es de una magnitud tal que requiere una verificación realizada en estrecha relación con la Santa Sede. Como escribí en la Exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in Asia, « esa colaboración es esencial, porque la sagrada liturgia expresa y celebra la única fe profesada por todos y, dado que constituye la herencia de toda la Iglesia, no puede ser determinada por las Iglesias locales aisladas de la Iglesia universal ».(101)

52. De todo lo dicho se comprende la gran responsabilidad que en la celebración eucarística tienen principalmente los sacerdotes, a quienes compete presidirla in persona Christi, dando un testimonio y un servicio de comunión, no sólo a la comunidad que participa directamente en la celebración, sino también a la Iglesia universal, a la cual la Eucaristía hace siempre referencia. Por desgracia, es de lamentar que, sobre todo a partir de los años de la reforma litúrgica postconciliar, por un malentendido sentido de creatividad y de adaptación, no hayan faltado abusos, que para muchos han sido causa de malestar. Una cierta reacción al « formalismo » ha llevado a algunos, especialmente en ciertas regiones, a considerar como no obligatorias las « formas » adoptadas por la gran tradición litúrgica de la Iglesia y su Magisterio, y a introducir innovaciones no autorizadas y con frecuencia del todo inconvenientes.

Por tanto, siento el deber de hacer una acuciante llamada de atención para que se observen con gran fidelidad las normas litúrgicas en la celebración eucarística. Son una expresión concreta de la auténtica eclesialidad de la Eucaristía; éste es su sentido más profundo. La liturgia nunca es propiedad privada de alguien, ni del celebrante ni de la comunidad en que se celebran los Misterios. El apóstol Pablo tuvo que dirigir duras palabras a la comunidad de Corinto a causa de faltas graves en su celebración eucarística, que llevaron a divisiones (skísmata) y a la formación de facciones (airéseis) (cf. 1 Co 11, 17-34). También en nuestros tiempos, la obediencia a las normas litúrgicas debería ser redescubierta y valorada como reflejo y testimonio de la Iglesia una y universal, que se hace presente en cada celebración de la Eucaristía. El sacerdote que celebra fielmente la Misa según las normas litúrgicas y la comunidad que se adecua a ellas, demuestran de manera silenciosa pero elocuente su amor por la Iglesia. Precisamente para reforzar este sentido profundo de las normas litúrgicas, he solicitado a los Dicasterios competentes de la Curia Romana que preparen un documento más específico, incluso con rasgos de carácter jurídico, sobre este tema de gran importancia. A nadie le está permitido infravalorar el Misterio confiado a nuestras manos: éste es demasiado grande para que alguien pueda permitirse tratarlo a su arbitrio personal, lo que no respetaría ni su carácter sagrado ni su dimensión universal.

CAPÍTULO VI

EN LA ESCUELA DE MARÍA,
MUJER « EUCARÍSTICA »

53. Si queremos descubrir en toda su riqueza la relación íntima que une Iglesia y Eucaristía, no podemos olvidar a María, Madre y modelo de la Iglesia. En la Carta apostólica Rosarium Virginis Mariae, presentando a la Santísima Virgen como Maestra en la contemplación del rostro de Cristo, he incluido entre los misterios de la luz también la institución de la Eucaristía.(102) Efectivamente, María puede guiarnos hacia este Santísimo Sacramento porque tiene una relación profunda con él.

A primera vista, el Evangelio no habla de este tema. En el relato de la institución, la tarde del Jueves Santo, no se menciona a María. Se sabe, sin embargo, que estaba junto con los Apóstoles, « concordes en la oración » (cf. Hch 1, 14), en la primera comunidad reunida después de la Ascensión en espera de Pentecostés. Esta presencia suya no pudo faltar ciertamente en las celebraciones eucarísticas de los fieles de la primera generación cristiana, asiduos « en la fracción del pan » (Hch 2, 42).

Pero, más allá de su participación en el Banquete eucarístico, la relación de María con la Eucaristía se puede delinear indirectamente a partir de su actitud interior. María es mujer « eucarística » con toda su vida. La Iglesia, tomando a María como modelo, ha de imitarla también en su relación con este santísimo Misterio.

54. Mysterium fidei! Puesto que la Eucaristía es misterio de fe, que supera de tal manera nuestro entendimiento que nos obliga al más puro abandono a la palabra de Dios, nadie como María puede ser apoyo y guía en una actitud como ésta. Repetir el gesto de Cristo en la Última Cena, en cumplimiento de su mandato: « ¡Haced esto en conmemoración mía! », se convierte al mismo tiempo en aceptación de la invitación de María a obedecerle sin titubeos: « Haced lo que él os diga » (Jn 2, 5). Con la solicitud materna que muestra en las bodas de Caná, María parece decirnos: « no dudéis, fiaros de la Palabra de mi Hijo. Él, que fue capaz de transformar el agua en vino, es igualmente capaz de hacer del pan y del vino su cuerpo y su sangre, entregando a los creyentes en este misterio la memoria viva de su Pascua, para hacerse así “pan de vida” ».

55. En cierto sentido, María ha practicado su fe eucarística antes incluso de que ésta fuera instituida, por el hecho mismo de haber ofrecido su seno virginal para la encarnación del Verbo de Dios. La Eucaristía, mientras remite a la pasión y la resurrección, está al mismo tiempo en continuidad con la Encarnación. María concibió en la anunciación al Hijo divino, incluso en la realidad física de su cuerpo y su sangre, anticipando en sí lo que en cierta medida se realiza sacramentalmente en todo creyente que recibe, en las especies del pan y del vino, el cuerpo y la sangre del Señor.

Hay, pues, una analogía profunda entre el fiat pronunciado por María a las palabras del Ángel y el amén que cada fiel pronuncia cuando recibe el cuerpo del Señor. A María se le pidió creer que quien concibió « por obra del Espíritu Santo » era el « Hijo de Dios » (cf. Lc 1, 30.35). En continuidad con la fe de la Virgen, en el Misterio eucarístico se nos pide creer que el mismo Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María, se hace presente con todo su ser humano-divino en las especies del pan y del vino.

« Feliz la que ha creído » (Lc 1, 45): María ha anticipado también en el misterio de la Encarnación la fe eucarística de la Iglesia. Cuando, en la Visitación, lleva en su seno el Verbo hecho carne, se convierte de algún modo en « tabernáculo » –el primer « tabernáculo » de la historia– donde el Hijo de Dios, todavía invisible a los ojos de los hombres, se ofrece a la adoración de Isabel, como « irradiando » su luz a través de los ojos y la voz de María. Y la mirada embelesada de María al contemplar el rostro de Cristo recién nacido y al estrecharlo en sus brazos, ¿no es acaso el inigualable modelo de amor en el que ha de inspirarse cada comunión eucarística?

56. María, con toda su vida junto a Cristo y no solamente en el Calvario, hizo suya la dimensión sacrificial de la Eucaristía. Cuando llevó al niño Jesús al templo de Jerusalén « para presentarle al Señor » (Lc 2, 22), oyó anunciar al anciano Simeón que aquel niño sería « señal de contradicción » y también que una « espada » traspasaría su propia alma (cf. Lc 2, 34.35). Se preanunciaba así el drama del Hijo crucificado y, en cierto modo, se prefiguraba el « stabat Mater » de la Virgen al pie de la Cruz. Preparándose día a día para el Calvario, María vive una especie de « Eucaristía anticipada » se podría decir, una « comunión espiritual » de deseo y ofrecimiento, que culminará en la unión con el Hijo en la pasión y se manifestará después, en el período postpascual, en su participación en la celebración eucarística, presidida por los Apóstoles, como « memorial » de la pasión.

¿Cómo imaginar los sentimientos de María al escuchar de la boca de Pedro, Juan, Santiago y los otros Apóstoles, las palabras de la Última Cena: « Éste es mi cuerpo que es entregado por vosotros » (Lc 22, 19)? Aquel cuerpo entregado como sacrificio y presente en los signos sacramentales, ¡era el mismo cuerpo concebido en su seno! Recibir la Eucaristía debía significar para María como si acogiera de nuevo en su seno el corazón que había latido al unísono con el suyo y revivir lo que había experimentado en primera persona al pie de la Cruz.

57. « Haced esto en recuerdo mío » (Lc 22, 19). En el « memorial » del Calvario está presente todo lo que Cristo ha llevado a cabo en su pasión y muerte. Por tanto, no falta lo que Cristo ha realizado también con su Madre para beneficio nuestro. En efecto, le confía al discípulo predilecto y, en él, le entrega a cada uno de nosotros: « !He aquí a tu hijo¡ ». Igualmente dice también a todos nosotros: « ¡He aquí a tu madre! » (cf. Jn 19, 26.27).

Vivir en la Eucaristía el memorial de la muerte de Cristo implica también recibir continuamente este don. Significa tomar con nosotros –a ejemplo de Juan– a quien una vez nos fue entregada como Madre. Significa asumir, al mismo tiempo, el compromiso de conformarnos a Cristo, aprendiendo de su Madre y dejándonos acompañar por ella. María está presente con la Iglesia, y como Madre de la Iglesia, en todas nuestras celebraciones eucarísticas. Así como Iglesia y Eucaristía son un binomio inseparable, lo mismo se puede decir del binomio María y Eucaristía. Por eso, el recuerdo de María en el celebración eucarística es unánime, ya desde la antigüedad, en las Iglesias de Oriente y Occidente.

58. En la Eucaristía, la Iglesia se une plenamente a Cristo y a su sacrificio, haciendo suyo el espíritu de María. Es una verdad que se puede profundizar releyendo el Magnificat en perspectiva eucarística. La Eucaristía, en efecto, como el canto de María, es ante todo alabanza y acción de gracias. Cuando María exclama « mi alma engrandece al Señor, mi espíritu exulta en Dios, mi Salvador », lleva a Jesús en su seno. Alaba al Padre « por » Jesús, pero también lo alaba « en » Jesús y « con » Jesús. Esto es precisamente la verdadera « actitud eucarística ».

Al mismo tiempo, María rememora las maravillas que Dios ha hecho en la historia de la salvación, según la promesa hecha a nuestros padres (cf. Lc 1, 55), anunciando la que supera a todas ellas, la encarnación redentora. En el Magnificat, en fin, está presente la tensión escatológica de la Eucaristía. Cada vez que el Hijo de Dios se presenta bajo la « pobreza » de las especies sacramentales, pan y vino, se pone en el mundo el germen de la nueva historia, en la que se « derriba del trono a los poderosos » y se « enaltece a los humildes » (cf. Lc 1, 52). María canta el « cielo nuevo » y la « tierra nueva » que se anticipan en la Eucaristía y, en cierto sentido, deja entrever su ‘diseño’ programático. Puesto que el Magnificat expresa la espiritualidad de María, nada nos ayuda a vivir mejor el Misterio eucarístico que esta espiritualidad. ¡La Eucaristía se nos ha dado para que nuestra vida sea, como la de María, toda ella un magnificat!

CONCLUSIÓN

59. « Ave, verum corpus natum de Maria Virgine! ». Hace pocos años he celebrado el cincuentenario de mi sacerdocio. Hoy experimento la gracia de ofrecer a la Iglesia esta Encíclica sobre la Eucaristía, en el Jueves Santo de mi vigésimo quinto año de ministerio petrino. Lo hago con el corazón henchido de gratitud. Desde hace más de medio siglo, cada día, a partir de aquel 2 de noviembre de 1946 en que celebré mi primera Misa en la cripta de San Leonardo de la catedral del Wawel en Cracovia, mis ojos se han fijado en la hostia y el cáliz en los que, en cierto modo, el tiempo y el espacio se han « concentrado » y se ha representado de manera viviente el drama del Gólgota, desvelando su misteriosa « contemporaneidad ». Cada día, mi fe ha podido reconocer en el pan y en el vino consagrados al divino Caminante que un día se puso al lado de los dos discípulos de Emaús para abrirles los ojos a la luz y el corazón a la esperanza (cf. Lc 24, 3.35).

Dejadme, mis queridos hermanos y hermanas que, con íntima emoción, en vuestra compañía y para confortar vuestra fe, os dé testimonio de fe en la Santísima Eucaristía. « Ave, verum corpus natum de Maria Virgine, / vere passum, immolatum, in cruce pro homine! ». Aquí está el tesoro de la Iglesia, el corazón del mundo, la prenda del fin al que todo hombre, aunque sea inconscientemente, aspira. Misterio grande, que ciertamente nos supera y pone a dura prueba la capacidad de nuestra mente de ir más allá de las apariencias. Aquí fallan nuestros sentidos –« visus, tactus, gustus in te fallitur », se dice en el himno Adoro te devote–, pero nos basta sólo la fe, enraizada en las palabras de Cristo y que los Apóstoles nos han transmitido. Dejadme que, como Pedro al final del discurso eucarístico en el Evangelio de Juan, yo le repita a Cristo, en nombre de toda la Iglesia y en nombre de todos vosotros: « Señor, ¿donde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna » (Jn 6, 68).

60. En el alba de este tercer milenio todos nosotros, hijos de la Iglesia, estamos llamados a caminar en la vida cristiana con un renovado impulso. Como he escrito en la Carta apostólica Novo millennio ineunte, no se trata de « inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste ».(103) La realización de este programa de un nuevo vigor de la vida cristiana pasa por la Eucaristía.

Todo compromiso de santidad, toda acción orientada a realizar la misión de la Iglesia, toda puesta en práctica de planes pastorales, ha de sacar del Misterio eucarístico la fuerza necesaria y se ha de ordenar a él como a su culmen. En la Eucaristía tenemos a Jesús, tenemos su sacrificio redentor, tenemos su resurrección, tenemos el don del Espíritu Santo, tenemos la adoración, la obediencia y el amor al Padre. Si descuidáramos la Eucaristía, ¿cómo podríamos remediar nuestra indigencia?

61. El Misterio eucarístico –sacrificio, presencia, banquete –no consiente reducciones ni instrumentalizaciones; debe ser vivido en su integridad, sea durante la celebración, sea en el íntimo coloquio con Jesús apenas recibido en la comunión, sea durante la adoración eucarística fuera de la Misa. Entonces es cuando se construye firmemente la Iglesia y se expresa realmente lo que es: una, santa, católica y apostólica; pueblo, templo y familia de Dios; cuerpo y esposa de Cristo, animada por el Espíritu Santo; sacramento universal de salvación y comunión jerárquicamente estructurada.

La vía que la Iglesia recorre en estos primeros años del tercer milenio es también la de un renovado compromiso ecuménico. Los últimos decenios del segundo milenio, culminados en el Gran Jubileo, nos han llevado en esa dirección, llamando a todos los bautizados a corresponder a la oración de Jesús « ut unum sint » (Jn 17, 11). Es un camino largo, plagado de obstáculos que superan la capacidad humana; pero tenemos la Eucaristía y, ante ella, podemos sentir en lo profundo del corazón, como dirigidas a nosotros, las mismas palabras que oyó el profeta Elías: « Levántate y come, porque el camino es demasiado largo para ti » (1 Re 19, 7). El tesoro eucarístico que el Señor ha puesto a nuestra disposición nos alienta hacia la meta de compartirlo plenamente con todos los hermanos con quienes nos une el mismo Bautismo. Sin embargo, para no desperdiciar dicho tesoro se han de respetar las exigencias que se derivan de ser Sacramento de comunión en la fe y en la sucesión apostólica.

Al dar a la Eucaristía todo el relieve que merece, y poniendo todo esmero en no infravalorar ninguna de sus dimensiones o exigencias, somos realmente conscientes de la magnitud de este don. A ello nos invita una tradición incesante que, desde los primeros siglos, ha sido testigo de una comunidad cristiana celosa en custodiar este « tesoro ». Impulsada por el amor, la Iglesia se preocupa de transmitir a las siguientes generaciones cristianas, sin perder ni un solo detalle, la fe y la doctrina sobre el Misterio eucarístico. No hay peligro de exagerar en la consideración de este Misterio, porque « en este Sacramento se resume todo el misterio de nuestra salvación ».(104)

62. Sigamos, queridos hermanos y hermanas, la enseñanza de los Santos, grandes intérpretes de la verdadera piedad eucarística. Con ellos la teología de la Eucaristía adquiere todo el esplendor de la experiencia vivida, nos « contagia » y, por así decir, nos « enciende ».Pongámonos, sobre todo, a la escucha de María Santísima, en quien el Misterio eucarístico se muestra, más que en ningún otro, como misterio de luz. Mirándola a ella conocemos la fuerza trasformadora que tiene la Eucaristía. En ella vemos el mundo renovado por el amor. Al contemplarla asunta al cielo en alma y cuerpo vemos un resquicio del « cielo nuevo » y de la « tierra nueva » que se abrirán ante nuestros ojos con la segunda venida de Cristo. La Eucaristía es ya aquí, en la tierra, su prenda y, en cierto modo, su anticipación: « Veni, Domine Iesu! » (Ap 22, 20).

En el humilde signo del pan y el vino, transformados en su cuerpo y en su sangre, Cristo camina con nosotros como nuestra fuerza y nuestro viático y nos convierte en testigos de esperanza para todos. Si ante este Misterio la razón experimenta sus propios límites, el corazón, iluminado por la gracia del Espíritu Santo, intuye bien cómo ha de comportarse, sumiéndose en la adoración y en un amor sin límites.

Hagamos nuestros los sentimientos de santo Tomás de Aquino, teólogo eximio y, al mismo tiempo, cantor apasionado de Cristo eucarístico, y dejemos que nuestro ánimo se abra también en esperanza a la contemplación de la meta, a la cual aspira el corazón, sediento como está de alegría y de paz:

« Bone pastor, panis vere,
Iesu, nostri miserere… ».

“Buen pastor, pan verdadero,
o Jesús, piedad de nosotros:
nútrenos y defiéndenos,
llévanos a los bienes eternos
en la tierra de los vivos.

Tú que todo lo sabes y puedes,
que nos alimentas en la tierra,
conduce a tus hermanos
a la mesa del cielo
a la alegría de tus santos”.

Roma, junto a San Pedro, 17 de abril, Jueves Santo, del año 2003, vigésimo quinto de mi Pontificado y Año del Rosario.

IOANNES PAULUS II


(1)Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 11.

(2)Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, sobre el ministerio y vida de los presbíteros, 5.

(3)Cf. Carta ap. Rosarium Virginis Mariae (16 octubre 2002), 21: AAS 95 (2003), 19.

(4)Éste es el título que he querido dar a un testimonio autobiográfico con ocasión del quincuagésimo aniversario de mi sacerdocio.

(5)Leonis XXIII Acta(1903), 115-136.

(6)AAS 39 (1947), 521-595.

(7)AAS 57 (1965), 753-774.

(8)AAS 72 (1980), 113-148.

(9)Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 47: « Salvator noster […] Sacrificium Eucharisticum Corporis et Sanguinis sui instituit, quo Sacrificium Crucis in saecula, donec veniret, perpetuaret… ».

(10)Catecismo de la Iglesia Católica, 1085.

(11)Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 3.

(12)Cf. Pablo VI, El « credo » del Pueblo de Dios (30 junio 1968), 24: AAS 60 (1968), 442; Juan Pablo II, Carta ap. Dominicae Cenae (24 febrero 1980), 9: AAS 72 (1980).

(13)Catecismo de la Iglesia Católica, 1382.

(14)Catecismo de la Iglesia Católica, 1367.

(15)Homilías sobre la carta a los Hebreos, 17, 3: PG 63, 131.

(16)Cf. Conc. Ecum. Tridentino, Ses. XXII, Doctrina de ss. Missae sacrificio, cap. 2: DS 1743: « En efecto, se trata de una sola e idéntica víctima y el mismo Jesús la ofrece ahora por el ministerio de los sacerdotes, Él que un día se ofreció a sí mismo en la cruz: sólo es diverso el modo de ofrecerse ».

(17)Cf. Pío XII, Carta enc. Mediator Dei (20 noviembre 1947): AAS 39 (1947), 548.

(18)Carta enc. Redemptor hominis (15 marzo 1979), 20: AAS 71 (1979), 310.

(19)Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 11.

(20)De sacramentis, V, 4, 26: CSEL 73, 70.

(21)Sobre el Evangelio de Juan, XII, 20: PG 74, 726.

(22)Carta. enc. Mysterium fidei (3 septiembre 1965): AAS 57 (1965), 764.

(23)Ses. XIII, Decr. de ss. Eucharistia, cap. 4: DS 1642.

(24)Catequesis mistagógicas, IV, 6: SCh 126, 138.

(25)Cf.Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 8.

(26)El « credo » del Pueblo de Dios (30 junio 1968), 25: AAS 60 (1968), 442-443.

(27)Homilía IV para la Semana Santa: CSCO 413/ Syr. 182, 55.

(28)Anáfora.

(29)Plegaria Eucarística III.

(30)Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, antífona al Magnificat de las II Vísperas.

(31)Misal Romano, Embolismo después del Padre nuestro.

(32)Carta a los Efesios, 20: PG 5, 661.

(33)Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 39.

(34)« ¿Deseas honrar el cuerpo de Cristo? No lo desprecies, pues, cuando lo encuentres desnudo en los pobres, ni lo honres aquí en el templo con lienzos de seda, si al salir lo abandonas en su frío y desnudez. Porque el mismo que dijo: “esto es mi cuerpo”, y con su palabra llevó a realidad lo que decía, afirmó también: “Tuve hambre y no me disteis de comer”, y más adelante: “Siempre que dejasteis de hacerlo a uno de estos pequeñuelos, a mí en persona lo dejasteis de hacer” […].¿De qué serviría adornar la mesa de Cristo con vasos de oro, si el mismo Cristo muere de hambre? Da primero de comer al hambriento, y luego, con lo que te sobre, adornarás la mesa de Cristo »: San Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de Mateo, 50, 3-4: PG 58, 508-509; cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis (30 diciembre 1987): AAS 80 (1988), 553-556.

(35)Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 3.

(36)Ibíd.

(37)Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 5.

(38)« Entonces tomó Moisés la sangre, roció con ella al pueblo y dijo: “Ésta es la sangre de la Alianza que Yahveh ha hecho con vosotros, según todas estas palabras” » (Ex 24, 8).

(39)Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 1.

(40)Cf. ibíd., n. 9.

(41)Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, sobre el ministerio y vida de los presbíteros, 5. El mismo Decreto dice en el n. 6: « No se construye ninguna comunidad cristiana si ésta no tiene su raíz y centro en la celebración de la sagrada Eucaristía ».

(42)Homilías sobre la 1 Carta a los Corintios, 24, 2: PG 61, 200; cf. Didaché, IX, 5: F.X. Funk, I, 22; San Cipriano, Ep. LXIII, 13: PL 4, 384.

(43)PO 26, 206.

(44)Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 1.

(45)Cf. Conc. Ecum. Tridentino, Ses. XIII, Decretum de ss. Eucharistia, can. 4: DS 1654.

(46)Cf. Rituale Romanum: De sacra communione et de cultu mysterii eucharistici extra Missam, 36 (n. 80).

(47)Cf. ibíd., 38-39 (nn. 86-90).

(48)Carta ap. Novo millennio ineunte (6 enero 2001), 32: AAS 93 (2001), 288.

(49)« Durante el día, los fieles no omitan el hacer la visita al Santísimo Sacramento, que debe estar reservado en un sitio dignísimo con el máximo honor en las iglesias, conforme a las leyes litúrgicas, puesto que la visita es prueba de gratitud, signo de amor y deber de adoración a Cristo Nuestro Señor, allí presente »: Pablo VI, Carta enc. Mysterium fidei (3 septiembre 1965): AAS 57 (1965), 771.

(50)Visite al SS. Sacramento ed a Maria Santissima, Introduzione: Opere ascetiche, IV, Avelino 2000, 295.

(51)N. 857.

(52)Ibíd.

(53)Ibíd.

(54)Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Sacerdotium ministeriale (6 agosto 1983), III.2: AAS 75 (1983), 1005.

(55)Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 10.

(56)Ibíd.

(57)Cf. Institutio generalis: Editio typica tertia, n. 147.

(58)Cf. Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 10 y 28; Decr. Presbyterorum Ordinis, sobre el ministerio y vida de los presbíteros, 2.

(59)« El ministro del altar actúa en la persona de Cristo en cuanto cabeza, que ofrece en nombre de todos los miembros »: Pío XII, Carta enc. Mediator Dei 20 noviembre 1947: AAS 39 (1947), 556; cf. Pío X, Exhort. ap. Haerent animo (4 agosto 1908): Pii X Acta, IV, 16; Carta enc. Ad catholici sacerdotii (20 diciembre 1935): AAS 28 (1936), 20.

(60)Carta ap. Dominicae Cenae, 24 febrero 1980, 8: AAS 72 (1980), 128-129.

(61)Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Sacerdotium ministeriale (6 agosto 1983), III. 4: AAS 75 (1983), 1006; cf. Conc. Ecum. Lateranense IV, cap. 1. Const. sobre la fe católica Firmiter credimus: DS 802.

(62)Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 22.

(63)Carta ap. Dominicae Cenae (24 febrero 1980), 2: AAS 72 (1980), 115.

(64)Decr. Presbyterorum Ordinis, sobre el ministerio y vida de los presbíteros 14.

(65)Ibíd., 13; cf. Código de Derecho Canónico, can. 904; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 378.

(66)Decr. Presbyterorum Ordinis, sobre el ministerio y vida de los presbíteros, 6.

(67)Cf. Relación final, II. C.1: L’Osservatore Romano (10 diciembre 1985), 7.

(68)Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 26.

(69)Nicolás Cabasilas, La vida en Cristo, IV, 10: Sch 355, 270.

(70)Camino de perfección, c. 35, 1.

(71)Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio (28 mayo 1992), 4: AAS 85 (1993), 839-840.

(72)Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 14.

(73)Homilías sobre Isaías6, 3: PG 56, 139.

(74)N. 1385; cf. Código de Derecho Canónico, can. 916; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 711.

(75)Discurso a la Sacra Penitenciaría Apostólica y a los penitenciarios de las Basílicas Patriarcales romanas (30 enero 1981): AAS 73 (1981), 203. Cf. Conc. Ecum. Tridentino, Ses. XIII, Decretum de ss. Eucharistia, cap. 7 et can. 11: DS 1647, 1661.

(76)Can.915; cf. Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 712.

(77)Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 14.

(78)Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, III, q. 73, a. 3c.

(79)Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio (28 mayo 1992), 11: AAS 85 (1993), 844.

(80)Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 23.

(81)Carta a los Esmirniotas, 8: PG 5, 713.

(82)Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 23.

(83)Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio (28 mayo 1992), 14: AAS 85 (1993), 847.

(84)Sermón 272: PL 38, 1247.

(85)Ibíd., 1248.

(86)Cf. nn. 31-51: AAS 90 (1998), 731-746.

(87)Cf. ibíd., nn. 48-49: AAS 90 (1998), 744.

(88)N. 36: AAS 93 (2001), 291-292.

(89)Cf.Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 1.

(90)Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 11.

(91)« Haz que nosotros, que participamos al único pan y al único cáliz, estemos unidos con los otros en la comunión del único Espíritu Santo »: Anáfora de la Liturgia de san Basilio.

(92)Cf. Código de Derecho Canónico, can. 908; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 702; Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, Directorio para el ecumenismo (25 marzo 1993), 122-125, 129-131: AAS 85 (1993), 1086-1089; Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Ad exsequendam (18 mayo 2001): AAS 93 (2001), 786.

(93)« La comunicación en las cosas sagradas que daña a la unidad de la Iglesia o lleva consigo adhesión formal al error o peligro de desviación en la fe, de escándalo o indiferentismo, está prohibido por la ley divina »: Decr. Orientalium Ecclesiarum, sobre las Iglesias orientales católicas, 26.

(94)N. 45: AAS 87 (1995), 948.

(95)Cf. Decr. Orientalium Ecclesiarum, sobre las Iglesias orientales católicas, 27.

(96)Cf. Código de Derecho Canónico, can. 844 §§ 3-4; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 671 §§ 3-4.

(97)N. 46: AAS 87 (1995), 948.

(98)Cf.Conc. Ecum. Vat. II, Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 22.

(99)Cf. Código de Derecho Canónico, can. 844; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 671.

(100)Cf. AAS 91 (1999), 1155-1172.

(101)N. 22: AAS 92 (2000), 485.

(102)Cf. n. 21: AAS 95 (2003), 20.

(103)N. 29: AAS 93 (2001), 285.

(104)Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, III, q. 83, a. 4 c.

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Definiciones de algunos términos eclesiásticos

Posted by pablofranciscomaurino en 15 May, 2013

Canon:

  • Regla o precepto.
  • Decisión o regla establecida en algún concilio de la iglesia católica sobre el dogma o la disciplina.
  • Catálogo de los libros tenidos por la Iglesia católica como auténticamente sagrados.
  • Catálogo o lista.
  • Parte de la misa, que empieza Te ígitur y acaba con el Páter nóster.
  • El libro que usan los obispos en la misa, desde el principio del canon hasta terminar las abluciones.

Privilegio del canon:

El que gozaban las personas del estado clerical y religioso, de que quien pegase a alguna de ellas, incurría inmediatamente en penas canónicas.

Canónico:

Con arreglo a los sagrados cánones y demás disposiciones eclesiásticas.

Se aplica a los libros y epístolas que se contienen en el canon de los libros auténticos de la Sagrada Escritura.

Que se ajusta exactamente a las características de un canon de normalidad o perfección.

Derecho canónico:

Conjunto de normas doctrinales y de disposiciones estatuidas por las autoridades de la Iglesia, que atañen al orden jerárquico de estas autoridades y a sus relaciones con los fieles católicos en cuanto corresponde al fuero externo.

Canónica:

Vida conventual de los canónigos, según las antiguas reglas. La CANÓNICA agustiniana.

 

Canónigo:

El que tiene una canonjía.

Canonjía:

Prebenda por la que se pertenece al cabildo de iglesia catedral o colegial.

Cabildo:

Cuerpo o comunidad de eclesiásticos capitulares de una iglesia catedral o colegial.

Eclesiásticos:

Perteneciente o relativo a la Iglesia, y en particular a los clérigos.

 

Canonjía de penitenciario:

La que pertenece al canónigo penitenciario. Prebendado de oficio. Es el confesor propio del cabildo.

 

Canonjía doctoral:

La que pertenece al canónigo doctoral. Es el asesor jurídico del cabildo catedral y debe estar graduado en derecho canónico o ser perito en cánones.

 

Canonjía lectoral:

La que pertenece al canónigo lectoral. Es el teólogo del cabildo, y deberá ser licenciado o doctor en teología.

 

Canonjía magistral:

La que pertenece al canónigo magistral. Prebendado de oficio. Es el predicador propio del cabildo.

 

Iglesia colegial:

La que, no siendo sede propia del arzobispo u obispo, se compone de abad y canónigos seculares, y en ella se celebran los oficios divinos como en las catedrales.

Secular:

Seglar, perteneciente a la vida, estado o costumbre del siglo o mundo. Que no tiene órdenes clericales.

 

Clérigo:

El que ha recibido las órdenes sagradas.

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Laudes matutinas y Vísperas

Posted by pablofranciscomaurino en 10 May, 2013

La Liturgia de las Horas u Oficio Divino

 

Cómo celebrar bien Laudes matutinas y Vísperas

 

Conformación[1]:

 

Invocación inicial                                                                        (de pie)

Himno                                                                                                  (de pie)

Salmodia                                                                                            (sentados)

Lectura breve                                                                                (sentados)

Silencio meditativo                                                                         (sentados)

Responsorio                                                                                       (de pie)

Cántico evangélico                                                                    (de pie)

Preces                                                                                                  (de pie)

Padre nuestro y Oración                                                               (de pie)

Conclusión                                                                                     (de pie)

 

 

Modo de unirlas con la Misa[2]

Cuando las Laudes matutinas se celebran con la Eucaristía, la acción litúrgica puede comenzar por las Laudes: Invocación inicial e Himno (los días de feria), o por la Misa: canto de entrada con procesión y saludo del presidente (los días festivos). Según el caso, se omite, pues, uno u otro de los ritos iniciales.

A continuación se prosigue con la salmodia de las Laudes con sus antífonas, como de costumbre. Después de la salmodia, omitido el acto penitencial (y, según la oportunidad también el Señor, ten piedad,) se dice, si lo prescriben las rúbricas, el Gloria, y el presidente reza la Colecta de la Misa. Después se continúa con la Liturgia de la Palabra, como de costumbre.

La oración de los fieles de la Misa se hace en su lugar y según la forma acostumbrada. Pero los días de feria, en su lugar, se pueden decir las preces matutinas de las Laudes.

Después de la comunión, se dice el cántico de Zacarías, con su antífona. Seguidamente, se dice la Oración para después de la comunión y lo demás de la Misa, como de costumbre.

 

Algunas indicaciones[3]

 

– Durante la invocación inicial todos se santiguan mientras se dice: «Dios mío, ven en mi auxilio…».

 

– En la salmodia no se lee el número del salmo ni el título ni la sentencia (la frase que está debajo del título, a la derecha). En cambio, durante el tiempo ordinario, si se prefiere, se toma esta sentencia bíblica o patrística en lugar de las antífonas.

– Hay varios modos de salmodiar:

  • Al unísono, en un solo coro (una sola voz, al tiempo todos).
  • Cada uno reza una estrofa (este modo se puede hacer cuando el grupo es pequeño).
  • Alternando a dos coros o parte de la asamblea, o entre un solista y después la asamblea o por secciones de bancas.
  • En forma responsorial, como suele acontecer en la celebración eucarística: el salmista enuncia la antífona, la asamblea la repite y la va intercalando entre estrofa y estrofa.
  • Proclamado por uno o dos solistas.

 

– En la lectura breve no se anuncia: «Lectura del profeta…» o «de la carta…»; tampoco se dice al terminar: «Palabra de Dios».

 

– Al comenzar a recitar el cántico evangélico, todos se santiguan, por la dignidad con la que se proclama el evangelio (este cántico se convierte en la cima y el grado más elevado de la Liturgia de las Horas).

 

– Las preces, tanto en Laudes como en Vísperas, contemplan tres posibilidades de respuesta:

  • La que aparece insinuada como frase de respuesta.
  • La segunda parte de cada una de las preces.
  • Hacer una pausa de silencio después de cada una de las preces.

En Laudes se pueden añadir preces de invocación (que conserven el estilo que se trae).

En Vísperas se pueden añadir preces de intercesión (petición).

 

– Antes de la oración final o conclusiva no se dice: «Oremos» ni «Oración…», porque la invitación a orar ya se hizo al comienzo, en el encabezamiento de las preces.

 

 


[1] Cf. Liturgia de las Horas, documentos preliminares, principios y normas generales, nº 41-54

[2] Cf. Liturgia de las Horas, documentos preliminares, principios y normas generales, nº 94

[3] Cf. Actualidad Litúrgica, Boletín del Departamento de Liturgia de la Conferencia Episcopal, nº 27

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El Credo comentado por santo Tomás*

Posted by pablofranciscomaurino en 4 May, 2013

EXPOSICIÓN DEL SÍMBOLO DE LOS APOSTÓLES O DEL «CREDO IN DEUM»

Prólogo

1.- Lo primero que le es necesario al cristiano es la fe, sin la cual nadie se llama fiel cristiano. Pues bien, la fe produce 4 bienes.

2.- Primeramente por la Fe se une el alma a Dios. En efecto, por la fe el alma cristiana realiza una especie de matrimonio con Dios (Oseas, 2, 20): «Te desposaré conmigo en la Fe».

Por lo cual al ser bautizado el hombre, desde luego confiesa la Fe, cuando se le pregunta: «¿Crees en Dios?», porque el bautismo es el primer sacramento de la fe. Lo dice el Señor (Mc 16, 16): «El que crea y sea bautizado será salvo». Porque el bautismo sin la fe es inútil, por lo cual es de saberse que nadie es acepto a Dios sin la fe (Hb II, 6): «Sin la fe es imposible agradar a Dios». Por esta razón San Agustín, comentando a Romanos 14, 23: «Todo lo que no proceda de la fe es pecado», escribe: «Donde falta el conocimiento de la eterna e inmutable verdad, falsa es la virtud aun con las mejores costumbres».

3.- El segundo bien es que por la Fe comienza en nosotros la vida eterna. Porque la vida eterna no es otra cosa que conocer a Dios, por lo cual dice el Señor (Jn 17, 3): «La vida eterna es que te conozcan a ti el solo Dios verdadero». Pues bien, este conocimiento de Dios empieza aquí por la fe, para perfeccionarse en la vida futura, en la cual lo conoceremos tal cual es. Por lo cual se dice en Hebreos II, I: «La fe es la substancia de las realidades que se esperan». Así es que nadie puede alcanzar la bienaventuranza, que es el verdadero conocimiento de Dios, si primero no lo conoce por la fe (Juan 20, 29): «Bienaventurados los que no vieron y creyeron».

4.- El tercer bien es que la fe dirige la vida presente. En efecto, para vivir bien es menester que el hombre sepa qué cosas son necesarias para bien vivir, y si tuviera que aprender por el estudio todas las cosas necesarias para bien vivir, o no podría alcanzar tal cosa, o la alcanzaría después de mucho tiempo. En cambio la fe enseña todo lo necesario para vivir sabiamente. En efecto, ella nos enseña la existencia del Dios único, que recompensa a los buenos y castiga a los malos, y que hay otra vida y otras cosas semejantes, que nos incitan suficientemente a hacer el bien y a evitar el mal (Hab 2, 4): «Mi Justo vive de la fe». Lo cual es manifiesto, porque ninguno de los filósofos de antes de la venida de Cristo, a pesar de todos los esfuerzos, pudo saber tanto acerca de Dios y de lo necesario para la vida eterna cuanto después de la venida de Cristo sabe cualquier viejecita mediante la fe. Por lo cual Isaías (II, 9) dice: «Colmada está la tierra con la ciencia del Señor».

5.- El cuarto bien es que por la fe vencemos las tentaciones (Hb 11, 33): «Por la fe los santos vencieron reinos». Y esto es patente, porque toda tentación viene o del diablo, o del mundo, o de la carne. En efecto, el diablo tienta para que no obedezcas a Dios ni te sujetes a Él. Y esto lo rechazamos por la fe. Porque por la fe sabemos que El es el Señor de todas las cosas, y por lo tanto que se le debe obedecer: I Pe 5, 8: «Vuestro adversario el diablo ronda buscando a quién devorar: resistidle firmes en la fe».

El Mundo, por su parte, tienta o seduciendo con lo próspero o aterrándonos con lo adverso. Pero todo lo vencemos por la fe, que nos hace creer en otra vida mejor que ésta, y así despreciamos las cosas prósperas de este mundo y no tememos las adversas: I Jn 5, 4: «La victoria que vence al mundo es nuestra fe», y a la vez nos enseña a creer que hay males mayores, los del infierno.

La Carne, en fin, nos tienta induciéndonos a las delectaciones momentáneas de la vida presente. Pero la fe nos muestra que por ellas, si indebidamente nos les adherimos, perdemos las delectaciones eternas: Ef 6. 16: «Embrazad siempre el escudo de la fe».

Con todo esto queda patente que es grandemente útil tener fe.

6.- Pero puede alguno decir: es una tontería creer en lo que no se ve; así es que no se puede creer en lo que no vemos.

7.- Respondo. En primer lugar, la imperfección de nuestro entendimiento resuelve esta dificultad: porque si el hombre pudiese perfectamente conocer por sí mismo todas las realidades visibles e invisibles, necio sería creer en lo que no vemos. Pero nuestro conocimiento es tan débil que ningún filósofo pudo jamás descubrir a la perfección la naturaleza de un solo insecto. En efecto, leemos que un filósofo vivió treinta años en soledad para conocer la naturaleza de la abeja. Por lo tanto, si nuestro entendimiento es tan débil, ¿acaso no es insensato no creerle a Dios sino lo que el hombre puede conocer por sí mismo? Por lo cual sobre esto se dice en Job 36, 26: «¡Qué grande es Dios, y cuánto excede nuestra ciencia!».

8.- En segundo lugar se puede responder que si un maestro enseñase algo de su ciencia y cualquier rústico dijese que eso no es tal como el maestro lo afirma por no entenderlo él, por gran necio tendríamos a ese rústico. Pues bien, es un hecho que el entendimiento de los ángeles excede al entendimiento del mejor filósofo más que el entendimiento de éste al del rústico. Por lo cual necio es el filósofo si no quiere creer lo que dicen los ángeles, y con mayor razón si no quiere creer lo que Dios enseña. Sobre esto se dice en Eccli 3, 25: «Muchas cosas que sobrepujan la humana inteligencia se te han enseñado».

9.- En tercer lugar se puede responder que si el hombre no quisiera creer sino lo que conoce, ciertamente no podría vivir en este mundo. En efecto, ¿cómo se podría vivir sin creerle a nadie? ¿Cómo creer ni siquiera que tal persona es su padre? Por lo cual es necesario que el hombre le crea a alguien sobre las cosas que él no puede conocer perfectamente por sí mismo. Pero a nadie hay que creerle como a Dios, de modo que aquellos que no creen las enseñanzas de la fe, no son sabios sino necios y soberbios, como dice el Apóstol en la  Epístola a Timoteo, 6, 4: «Soberbio es, y no sabe nada». Por lo cual dice San Pablo en la 2a. Epístola a Timoteo, I, 12: «Yo sé bien en quién creí y estoy cierto».

10.- Se puede todavía responder que Dios prueba la verdad de las enseñanzas de la fe. En efecto, si un rey enviase cartas selladas con su sello, nadie osaría decir que esas cartas no proceden de la voluntad del rey. Pues bien, consta que todo aquello que los santos creyeron y nos transmitieron acerca de la fe de Cristo marcadas están con el sello de Dios: ese sello lo muestran aquellas obras que ninguna pura criatura puede hacer: son los milagros con los que Cristo confirmó las enseñanzas de los Apóstoles y de los santos.

11.- Si me dices que nadie ha visto hacer un milagro, respondo: consta que todo el mundo adoraba los ídolos y perseguía a la fe de Cristo, como lo atestiguan aun las historias de los paganos; y sin embargo todos se han convertido a Cristo: sabios y nobles, y ricos y poderosos y los grandes, por la predicación de unos cuantos pobres y simples que predicaron a Cristo. Y esto ha si-do obrado o milagrosamente, o no. Si milagrosamente, ya está la demostración. Si no, yo digo que no puede haber mayor milagro que la conversión del mundo en-tero sin milagros. No hay para qué investigar más.

12.- Así es que nadie debe dudar de la fe, sino creer en lo que es de fe más que en las cosas que ve; porque la vista del hombre puede engañarse, mientras que la ciencia de Dios es siempre infalible.

Artículo    1

CREO EN UN SÓLO DIOS, PADRE

TODOPODEROSO, CREADOR DEL

CIELO Y DE LA TIERRA

13.- Entre todas las cosas que los fieles deben creer, lo primero es que existe un solo Dios. Pues bien, debemos considerar qué significa esta palabra: «Dios», que no es otra cosa que Aquel que gobierna y provee al bien de todas las cosas. Así es que cree que Dios existe aquel que cree que El gobierna todas las cosas de este mundo y provee a su bien.

Al contrario, el que crea que todas las cosas ocurren al acaso no cree en la existencia de Dios. Sin embargo, nadie hay tan insensato que no crea que las cosas de la naturaleza son gobernadas, están sometidas a una providencia y ordenadas, de modo que ocurren conforme a cierto orden y a su tiempo. En efecto, vemos que el sol y la luna y las estrellas y todos los otros seres de la naturaleza guardan un curso determinado, lo cual no ocurriría si fuesen efecto del azar. En consecuencia, si hubiere alguien que no creyese en la existencia de Dios, sería un insensato. Salmo 13, I: «Dijo el necio en su corazón: no hay Dios».

14.- Sin embargo, hay algunos que creen que Dios gobierna y dispone las realidades naturales, pero no creen que Dios sea providente respecto de los actos humanos, así que no creen que los actos humanos estén gobernados por Dios. Y la razón de ello es que ven que en este mundo los buenos son afligidos y los malos prosperan, por lo cual parece que no hay una pro-videncia divina respecto a los hombres, por lo cual ha-blando por ellos dice Job (22, 14): «Dios se pasea por los caminos del cielo y se desinteresa de nuestros asuntos».

Pero esto es demasiado estúpido. Pues a éstos les ocurre como si algún ignorante en medicina viere al médico recetar a un enfermo agua, a otro vino, conforme lo piden las reglas de la medicina, y creyere que eso lo hace al acaso, por su ignorancia de esas reglas, siendo que por un justo motivo lo hace, o sea, el darle a uno vino, y al otro agua.

15.- Lo mismo debemos decir de Dios. Pues por justo motivo y por su providencia Dios dispone las cosas que les son necesarias a los hombres, por lo cual a algunos buenos los aflige y a algunos malos los deja en prosperidad. Así es que quien crea que esto ocurre por azar es un insensato y se le tiene por tal, porque esto no proviene sino de que ignora la sabiduría y las razones del gobierno divino. Job 11,6: «Ojalá que Dios te revelara los arcanos de su sabiduría y la multiplicidad de sus designios». Por lo cual es de creer firmemente que Dios gobierna y dispone no sólo las realidades naturales sino también los actos humanos. Salmo 93, 7-10: «Y dicen: ‘No lo verá el Señor, no se da cuenta el Dios de Jacob’. Comprended, estúpidos del pueblo; insensatos ¿cuándo vais a ser cuerdos? El que plantó la oreja ¿no oirá? El que formó los ojos ¿no va a ver?… El Señor conoce los pensamientos de los hombres».

Dios ve, pues, todas las cosas, y los pensamientos y los secretos de la voluntad. De aquí que se les imponga especialmente a los hombres la necesidad de obrar bien, porque todo lo que piensan y hacen manifiesto está a la mirada divina. El Apóstol dice en Hebreos 4, 13: «Todo está desnudo y patente a sus ojos».

16.- Pues bien, debemos creer que este Dios que todo lo dispone y gobierna es un Dios único. La razón es que la disposición de las cosas humanas está bien ordenada cuando la multitud se halla regida y gobernada por uno solo. En efecto, una multitud de jefes provoca generalmente disensiones entre los subordinados. Y como el gobierno divino es superior al gobierno humano, es evidente que el mundo no está regido por muchos dioses sino por uno solo.

17.- Sin embargo, hay cuatro razones por las que los hombres son inducidos a tener muchos dioses.

La primera es la flaqueza * del entendimiento huma-no. Porque hombres de flaco entendimiento, incapaces de elevarse por encima de los seres corporales, no creyeron que hubiese algo más allá de la naturaleza de los cuerpos sensibles, y en consecuencia, entre los cuerpos tuvieron por preeminentes y gobernantes del mundo a los que les parecieron más bellos y dignos de todos, y les atribuían y consagraban un culto divino: y de éstos son los cuerpos celestes, a saber el sol, la luna y las estrellas. Pero a éstos les ocurrió lo que a uno que fue a la corte de un rey: queriendo ver al rey, se imaginaba que cualquiera bien vestido o cualquier funcionario era el rey. De estas gentes dice la Sabiduría, 13, 2: «Al sol y la luna y la «bóveda estrellada los consideraron como dioses que rigen el mundo». E Isaías, 51,6, dice: «Alzad a los cielos vuestros ojos, y contemplad abajo la tierra, pues los cielos como humareda se disiparán, la tierra como un vestido se gastará, y sus moradores perecerán igualmente: pero mi salvación por siempre será, y mi justicia no tendrá fin».

18.- En segundo lugar proviene de la adulación de los hombres. En efecto, algunos, queriendo adular a los. poderosos y a los reyes, a ellos les tributaron el honor debido a Dios, obedeciéndolos y sujetándoseles; y por eso a algunos ya muertos los hicieron dioses, y a otros aun en vida los declararon dioses. Judit 5, 29: «Sepan todas las naciones que Nabucodonosor es el dios de la tierra y que no hay otro fuera de él».

19.- La tercera causa proviene del afecto carnal a hijos y consanguíneos. En efecto, algunos, por el excesivo amor a los suyos, les hacían estatuas después de muertos, y de esto se siguió que a esas estatuas les rin-dieran culto divino. De éstos dice la Sabiduría, 14, 21: «O por afecto o por servilismo con los reyes, los hombres impusieron a piedras y maderos el nombre incomunicable».

20.- En cuarto lugar por la malicia del diablo. Pues éste desde el principio quiso igualarse a Dios, por lo cual dijo (Isaías 14, 13): «Pondré mi sede hacia el Aquilón, escalaré los cielos y seré semejante al Altísimo». Y tal decisión nunca la ha revocado, por lo cual todo su esfuerzo consiste en hacerse adorar por los hombres y en que le ofrezcan sacrificios: no es que se deleite en un perro o en un gato que le sean ofrecidos, sino que se deleita en que a él se le rinda reverencia como a Dios, por lo cual dijo al mismo Cristo (Mt 4, 9): «Todo esto te daré sí postrándote me adoras». Por esta misma razón entraban los demonios en los ídolos y daban las respuestas para ser venerados como dioses. Salmo 95, 5: «Todos los dioses de las naciones son demonios». Y el Apóstol dice en 1Co 10, 20: «¡Pero si lo que inmolan los gentiles, lo inmolan a los demonios, y no a Dios!».

21.- Verdaderamente son horribles estas cosas, y sin embargo son muchos los que con frecuencia incurren en estas cuatro causas. Y ciertamente, si no de palabra o con la boca, con sus hechos demuestran que creen en muchos dioses.

En efecto, aquellos que creen que los cuerpos celestes pueden constreñir la voluntad del hombre y que para obrar escogen tiempos determinados, consideran a los cuerpos celestes como dioses y que dominan a los otros seres, y hacen predicciones. Jeremías 10, 2: «De los signos celestes no os espantéis como los temen los gentiles, porque las costumbres de las naciones son vanas».

Asimismo, todos aquellos que obedecen a los reyes más que a Dios o en aquellas cosas en que no deben obedecer, los constituyen dioses suyos. Hechos 5, 29: «Se debe obedecer a Dios antes que a los hombres».

Asimismo aquellos que aman a sus hijos o a sus parientes más que a Dios, con sus obras manifiestan que para ellos hay muchos dioses. Así como los que aman la comida más que a Dios. De éstos dice el Apóstol (Fil 3, 19): «Su dios es su vientre».

También todos aquellos que se entregan a la adivinación y a los sortilegios creen que los demonios son dioses, puesto que piden a los demonios lo que sólo Dios puede dar, a saber, la revelación de alguna cosa oculta o el conocimiento de las cosas futuras.

En consecuencia, lo primero que se debe creer es que Dios es tan sólo uno.

22.- Como ya lo dijimos, lo que primeramente debemos creer es que hay un solo Dios; en segundo lugar, que este Dios es el creador que ha hecho el cielo y la tierra, las cosas visibles y las invisibles.

Y dejando a un lado por el momento razonamientos sutiles, con un ejemplo sencillo demostremos nuestra proposición: todas las cosas han sido creadas y hechas por Dios.

Es  claro  que  si  alguien  entra  a  una  casa,  y  al  penetrar en ella siente calor, y conforme va avanzando sien-te mayor calor, y más y más, pensará que hay fuego adentro, aun cuando no vea el fuego que produce dicho calor: esto mismo le ocurre al que considera las cosas de este mundo. Porque encuentra que todas las cosas están dispuestas según diversos grados de belleza y de nobleza, y cuanto más se acercan a Dios, más bellas y mejores las halla. He aquí por qué los cuerpos celestes son más bellos y nobles que los cuerpos inferiores, y las cosas invisibles más que las visibles. Por lo cual debemos creer que todas estas realidades vienen del Dios uno, que da a cada cosa su existencia y su excelencia.

Sabiduría 13, I: «Vanos son todos los hombres que ignoraron a Dios y no fueron capaces de conocer por los bienes visibles a Aquel que es, ni, atendiendo a las obras, reconocieron al Artífice»; y más abajo, 5: «pues por la grandeza y hermosura de las criaturas se puede, por analogía, contemplar a su Creador».

Así es que como cosa cierta debemos tener que todas las cosas que existen en el mundo, de Dios vienen.

23.- Sin embargo, en esta materia debemos evitar tres errores.

El primer error es el de los Maniqueos, que dicen que todas las cosas visibles han sido creadas por el diablo, y por lo mismo a Dios no le atribuyen sino la creación de las cosas invisibles. Y la causa de este error es que afirman, conforme a la verdad, que Dios es el sumo bien y que todas las cosas que provienen del Bien son buenas; pero no sabiendo discernir qué cosa sea mala y qué cosa sea buena, creyeron que todas aquellas cosas que de cierta manera son malas son pura y simplemente malas; y así, según ellos, el fuego, porque quema, es totalmente malo; y lo es el agua, porque ahoga, y así por el estilo. En consecuencia, por no ser enteramente buena ninguna de las realidades sensibles, sino en cierto modo malas y deficientes, dijeron que todas las realidades visibles no son hechas por el Dios bueno, sino por el dios malo.

Contra ellos propone San Agustín el siguiente ejemplo. Si alguien entra a la casa de un artesano y allí encuentra instrumentos con los que tropieza, y que lo hieren, y por ello juzgare que dicho artesano es malo, por tener esos instrumentos, sería un estulto, pues el artesano los tiene para su trabajo. Asimismo es estulto decir que las criaturas son malas por ser nocivas en algo, pues lo que es nocivo para el uno es útil para el otro.

Este error es contrario a la fe de la Iglesia, y para descartarlo se dice: «De todas las cosas visibles e invisibles». Génesis 1, 1: «En el principio creó Dios el cielo y la tierra». Juan I, 3: «Todas las cosas son hechas por El».

24.- El segundo error es de los que afirman que el mundo es eterno, según este modo de hablar que Pedro consigna (II Pedro 3, 4): «Desde que murieron los padres,* todo sigue como al principio de la criatura».

* La primera generación cristiana.

Estos son inducidos a tal postura porque no supieron considerar el principio del mundo. Por lo cual, como dice Maimónides, a éstos les pasa lo que a un niño que desde su nacimiento fuese puesto en una isla, y que nunca viese a una mujer encinta ni nacer a un niño: si a este niño se le dijera, siendo ya grande, cómo es concebido el hombre y llevado en el seno y cómo nace, no creería nada de lo que se le dijera, porque le parecería imposible que el hombre pudiese existir en el seno materno. De la misma manera, estos hombres, considerando el estado del mundo presente, no creen que haya tenido comienzo.

También esto es contra la fe de la Iglesia, por lo cual para descartarlo se dice: «Creador del cielo y de la tierra». Y si fueron hechos es claro que no siempre existieron, por lo cual se dice en el Salmo 148, 5: «Dios mandó y ellas fueron creadas». «Dixít et facta sunt».

25.- El tercer error es de los que afirman que Dios hizo el mundo de una materia preexistente. Y a esto fueron llevados porque quisieron medir el poder de Dios conforme a nuestra capacidad, y como el hombre nada puede hacer sino de alguna materia preexistente, creyeron que también así es Dios, por lo cual dijeron que para la producción de los seres contó El con una materia preexistente.

Pero esto no es la verdad. En efecto, nada puede hacer el hombre sin una materia preexistente, porque él es una causa parcial y no puede dar sino tal o cual forma a una materia determinada, por algún otro proporcionada. Y la razón es que su poder no abarca sino la forma, y en consecuencia no puede ser causa sino de ella sola. Dios, en cambio, es la causa universal de todas las cosas, y no crea sólo la forma sino también la materia; así es que de la nada lo hizo todo. Por lo cual para descartar este error se dice: «Creador del cielo y de la tierra».

Así es que crear y hacer difieren en que crear es hacer algo de la nada, y hacer es producir algo de cierta cosa. Por lo tanto, si de la nada creó Dios, debemos creer que podría crear todas las cosas de nuevo si fuesen destruidas: así es que puede darle la vista a un ciego, resucitar a un muerto, y hacer las demás obras milagrosas. Sabiduría 12, 18: «Con sólo quererlo lo puedes todo».

26.- Por la consideración de esta doctrina el hombre es llevado a cinco consecuencias.

Primeramente al conocimiento de la divina Majestad. Porque el artesano es superior a sus obras, y como Dios es el creador de todas las cosas, es evidente que está por encima de todas las cosas. Sabiduría 13, 3-4: «Si seducidos por su belleza, los tomaron por dioses, sepan cuánto les aventaja el Señor de todos ellos; y si fue su poder y eficiencia lo que les dejó sobrecogidos, deduzcan de ahí cuánto más poderoso es Aquel que los hizo». Por lo cual cuanto podamos entender y pensar es inferior a Dios mismo. Job 36, 26: «¡Qué grande es Dios! Excede nuestra ciencia».

27.- En segundo lugar, esto lleva al hombre a la acción de gracias. Porque si Dios es el creador de todas las cosas, resulta evidente que cuanto somos y tenemos, de Dios procede. Dice San Pablo en 1Co 4, 7: «¿Qué cosa tienes que no la hayas recibido?». Salmo 23, I: «Del Señor es la tierra y cuanto hay en ella, el orbe de la tierra y cuantos en él habitan». Y por lo mismo debemos rendirle acciones de gracias: Salmo 115, 12: «¿Qué podré yo darle al Señor por todo lo que El me ha dado?».

28.- En tercer lugar es llevado a la paciencia en las adversidades. En efecto, si toda criatura viene de Dios, y por esto mismo es buena según su naturaleza, empero, si en algo nos daría una de ellas y nos produce un sufrimiento, debemos creer que éste viene de Dios; mas no el pecado, porque ningún mal viene de Dios sino en cuanto está ordenado al bien. Por lo cual, como cualquier pena que el hombre sufra viene de Dios, pacientemente debe soportarlas. En efecto, las penas purgan los pecados, humillan a los culpables, inducen a los buenos a amar a Dios. Job 2, 10: «Si los bienes los hemos recibido de la mano de Dios, ¿por qué no hemos de aceptar igualmente los males?».

29.- En cuarto lugar somos llevados a usar rectamente de las cosas creadas: en efecto, de las criaturas debemos usar para aquello para lo que fueron creadas por Dios. Ahora bien, fueron hechas con un doble objeto: para la gloria de Dios, porque «el Señor ha hecho todas las cosas en atención a El mismo» (esto es, para su gloria], como dice Prov 16, 4; y para nuestro provecho: Deut 4, 19: «El Señor tu Dios las hizo para el provecho de todas las gentes». Por lo tanto, debemos usar de las cosas para la gloria de Dios, o sea, para que al usarlas agrademos a Dios; y para nuestro provecho, o sea, de modo que al usarlas no cometamos pecado. I Paralip 29, 14: «Tuyas son todas las cosas y te damos lo que de tu mano hemos recibido». Así es que cuanto tengas, o ciencia, o belleza, todo debes referirlo y usarlo para la gloria de Dios.

30.- Todo ello nos lleva, en quinto lugar, al conocimiento de la dignidad humana. En efecto, Dios todo lo hizo para el hombre, según se dice en el Salmo 8, 8: «Todo lo pusiste bajo sus pies». Y entre todas las criaturas, el hombre es, después de los ángeles, la más semejante a Dios, por lo cual dice el Génesis (I, 26): «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza». Y esto no lo dijo ni del cielo ni de las estrellas, sino del hombre. Pero no en cuanto al cuerpo, sino en cuanto al alma, que goza de una voluntad libre y que es incorruptible, que es en lo que se asemeja a Dios más que las otras criaturas. Por lo tanto, hemos de considerar que después de los ángeles el hombre tiene mayor dignidad que las demás criaturas y de ninguna manera disminuir nuestra dignidad por el pecado y por el desordenado apetito de las cosas corporales, que son inferiores a nosotros y fueron hechas para nuestro servicio, sino que debemos portarnos tal como Dios nos hizo.

Pues bien, Dios hizo al hombre para que domine todas las cosas que existen en la tierra y para que se sujete a Dios. Por lo tanto, debemos dominar y someter las cosas; pero sujetarnos a Dios, obedecerlo y servirlo; y de esto pasaremos a la fruición de Dios. Que El se digne concedérnoslo, etc.

 

Artículo    2

Y EN JESUCRISTO, SU ÚNICO HIJO, SEÑOR NUESTRO

31.- No sólo les es necesario a los cristianos creer en un Dios único, y en que El es creador del cielo y de la tierra y de todas las cosas, sino que también les es necesario creer que Dios es Padre y que Cristo es verdadero Hijo de Dios.

Lo cual, como lo dice el bienaventurado Pedro en su Segunda Epístola Canónica, cap. I, no es una fábula, sino algo cierto y probado por la palabra de Dios en la montaría. En efecto, dice él allí (16-18): «Os hemos dado a conocer el poder y la Venida de Nuestro Señor Jesucristo, no siguiendo fábulas ingeniosas, sino después de haber visto con nuestros propios ojos su majestad. Porque recibió de Dios Padre honor y gloría cuando de la sublime Gloria le vino esta voz: Este es mi hijo muy amado en quien me complazco. Oídle. Nosotros mismos escuchamos esta voz venida del cielo, estando con El en el monte santo».

El mismo Jesucristo en muchas ocasiones llama Padre suyo a Dios y se dice Hijo de Dios. Por lo cual los Apóstoles y los Santos Padres pusieron entre los artículos de Fe que Cristo es Hijo de Dios, al decir: «Y en Jesucristo su Hijo», esto es, Hijo de Dios.

32.- Pero hubo algunos herejes que creyeron en esto de manera perversa.

En efecto, Fotino dice que Cristo no es Hijo de Dios sino tal como lo son los varones virtuosos que, por vivir honestamente y por cumplir con la voluntad de Dios, merecen ser llamados hijos de Dios por adopción; y que de esta manera Cristo, que vivió honestamente e hizo la voluntad de Dios, mereció ser llamado Hijo de Dios; y pretendió que Cristo no existió antes de la Bienaventurada Virgen, sino que empezó a existir cuando fue concebido por Ella.

Y así erró doblemente. Primero, por no decir que Cristo es verdadero Hijo de Dios según la naturaleza; y en segundo lugar al decir que Cristo empezó a existir en el tiempo en cuanto a todo su ser, mientras que nuestra fe afirma que El es Hijo de Dios por naturaleza y que lo es ab aeterno. Y en todo esto tenemos testimonios expresos contra Fotino en la Sagrada Escritura.

En efecto, contra lo primero la Escritura dice no sólo que Cristo es Hijo sino que es Hijo único. Juan I, 18: «El Hijo único, que está en el seno del Padre, El lo ha contado». Y contra lo segundo, Juan 8, 58: «Antes de que Abraham fuese, Yo soy». Ahora bien, es claro que Abraham existió antes que la Santísima Virgen, por lo cual los Santos Padres agregaron, en otro Símbolo, contra lo primero: «Su único Hijo»; y contra lo segundo: «Y nacido del Padre antes de todos los siglos».

33.- Sabelio ciertamente dijo que Cristo fue anterior a la Bienaventurada Virgen, pero también dijo que no es una la persona del Padre y otra la del Hijo, sino que el mismo Padre se encarnó, por lo cual una misma es la persona del Padre y la del Hijo. Pero esto es erróneo porque destruye la trinidad de las personas. Y en contra de esto tenemos la autoridad de Juan 8, 16: «No estoy yo solo, sino yo y el que me ha enviado, el Padre». Y es claro que nadie se envía a sí mismo. En esto, pues, yerra Sabelio. Por lo cual se añade en el Símbolo de los Padres: «Dios de Dios, Luz de Luz», o sea: debemos creer en Dios Hijo procedente de Dios Padre, en el Hijo que es Luz, que procede del Padre, que es Luz.

34.- Arrío dijo que Cristo es anterior a la Bienaventurada Virgen, y que una es la persona del Padre y otra la del Hijo; pero le atribuyó a Cristo estas tres cosas: primera, que el Hijo de Dios fue una criatura; segunda, que no ab aeterno sino en el tiempo fue creado por Dios como la más noble de las criaturas; tercera, que Dios Hijo no es de una misma naturaleza con Dios Padre, y por lo tanto que no es verdadero Dios.

Pero todo esto es igualmente erróneo y contra la autoridad de la Sagrada Escritura. Pues dice Juan (10, 30): «Yo y el Padre somos una sola cosa», es evidente que en cuanto a la naturaleza; y por lo tanto, como el Padre siempre ha existido, también el Hijo, y así como el Padre es verdadero Dios, lo es también el Hijo.

Por lo cual, donde se dice por Arrio que Cristo fue una criatura, en contra se dice por los Padres en el Símbolo: «Dios verdadero de Dios verdadero»; donde se dice que Cristo no existe ab aeterno, sino que fue creado en el tiempo, en contra se dice en el Símbolo: «Engendrado, no creado», y contra la afirmación de que El no es de la misma sustancia con el Padre, se agrega en el Símbolo: «Consubstancial al Padre».

35.- Es evidente, por Io tanto, que debemos creer que Cristo es el Unigénito de Dios, y verdadero Hijo de Dios, y que siempre ha sido con el Padre, y que una es la persona del Hijo y otra la del Padre, y que es de una misma naturaleza con el Padre. Pero todo esto que creemos aquí abajo por la fe, lo conoceremos en la vida eterna por una visión perfecta. Por lo cual para nuestro consuelo diremos algo de estas cosas.

36.- Es de saber que los diversos seres tienen diversos modos de generación. En efecto, la generación en Dios es distinta de la de los demás seres; por lo cual no podemos llegar a conocer la generación en Dios si no por la generación de aquello que en las criaturas alcance a ser más semejante a Dios. Pues bien, nada es tan semejante a Dios, según ya lo dijimos, como el alma del hombre. Y he aquí el modo de la generación en el alma: el hombre piensa por su alma alguna cosa, que se llama concepción de la inteligencia; y tal concepción proviene del alma como de un padre, y se le llama verbo de la inteligencia, o del hombre. Así es que, pensando, el alma engendra su Verbo.

De la misma manera, el Hijo de Dios no es otra cosa que el Verbo de Dios; no como un verbo proferido afuera, porque tal verbo pasa, sino como un verbo concebido interiormente: por lo cual ese Verbo de Dios es de una misma naturaleza con Dios e igual a Dios. De aquí que hablando San Juan acerca del Verbo de Dios, a los tres herejes destruyó. Primero la herejía de Fotino, que es aniquilada con estas palabras (Jn I, I): «En el principio era el Verbo»; en segundo lugar la de Sabelio, cuando dice: «Y el Verbo estaba en Dios»; y en tercer lugar la de Arrio, cuando dice: «Y el Verbo era Dios».

37.- Pero el verbo es una cosa en nosotros y otra en Dios. En efecto, en nosotros nuestro verbo es un accidente; y en Dios el Verbo de Dios es lo mismo que el propio Dios, por no haber nada en Dios que no sea la esencia de Dios. Ahora bien, nadie puede decir que Dios no tenga Verbo, porque ocurriría que Dios sería ignorantísimo; pero como Dios siempre ha existido, también su Verbo.

38.- Y como el artesano lo hace todo conforme a la forma que preconcibió en su inteligencia, lo cual es su verbo, de la misma manera Dios lo hace todo por su Verbo, como por su arte. Juan I, 3: «Todas las cosas fueron hechas por El».

39.- Pues bien, si el Verbo de Dios es Hijo de Dios, y si todas las palabras de Dios son cierta semejanza de ese Verbo, en primer lugar debemos oír con gusto las palabras de Dios, pues la señal de que amamos a Dios es que con agrado escuchemos sus palabras.

40.- En segundo lugar, debemos creer en las palabras de Dios, porque gracias a esto habita en nosotros el Verbo de Dios, esto es, Cristo, que es el Verbo de Dios, conforme al Apóstol (Ef 3, 17): «Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones». Juan 5, 38: «El Verbo de Dios no habita en vosotros».

41.- En tercer lugar, es menester que continuamente meditemos en el Verbo de Dios que habita en nosotros; porque debemos no sólo creer sino también meditar; pues de otra manera lo primero no nos aprovecha, y tal meditación sirve de mucho contra el pecado. Salmo 118, II: «Dentro del corazón he guardado tus palabras, para no pecar contra ti»; y otra vez acerca del varón justo se dice en Salmo I, 2: «En la ley del Señor medita de día y de noche». Por lo cual se dice de la Santísima Virgen, en Luc 2, 51, que «conservaba todas estas palabras meditándolas en su corazón».

42.- En cuarto lugar, es menester que el hombre comunique la palabra de Dios a los demás, advirtiendo, predicando e inflamando. Dice el Apóstol en Efesios 4, 29: «No salga de vuestra boca palabra dañosa, sino la que sea buena para edificar». Y en Colos 3, 16: «La palabra de Dios habite en vosotros en abundancia, con toda sabiduría, enseñándoos y amonestándoos unos a otros». Y asimismo en Tim 4, 2: «Predica la palabra, insiste oportuna e inoportunamente, reprende, exhorta, amenaza con toda paciencia y doctrina».

43.- Por último, debemos llevar a la práctica la palabra de Dios. Santiago I, 22: «Sed ejecutores de la palabra, y no tan sólo sus oyentes, engañándoos a vosotros mismos».

44.- Estas cinco cosas las observó por su orden la Santísima Virgen al engendrar al Verbo de Dios. En efecto, primero escuchó: «El Espíritu Santo descenderá sobre ti» (Luc I, 35); en segundo lugar, consintió gracias a la fe: «He aquí la esclava del Señor» (Luc I, 38); en tercer lugar, le tuvo y llevó en su seno; en cuarto lugar, lo dio a luz; en quinto lugar, lo nutrió y amamantó, por lo cual canta la Iglesia: «Al mismo rey de los Ángeles la sola Virgen lo amamantaba con su pecho lleno de cielo».

Artículo    3

QUE FUE CONCEBIDO DEL ESPÍRITU SANTO Y NACIÓ DE LA VIRGEN MARÍA

45.- No solamente es necesario creer en el Hijo de Dios, como está demostrado, sino que es menester creer también en su encarnación. Por lo cual San Juan, después de haber dicho muchas cosas sutiles y difíciles (sobre el Verbo), en seguida nos habla de su encarnación en estos términos (Jn I, 14): Y el Verbo se hizo carne.

Y para que podamos captar algo de esto, propondré dos ejemplos.

Es claro que nada es tan semejante al Hijo de Dios como el verbo concebido en nuestra mente y no proferido. Ahora bien, nadie conoce el verbo mientras permanece en la mente del hombre, si no es aquel que lo concibe; pero es conocido al ser proferido. Y así, el Verbo de Dios, mientras permanecía en la mente del Padre no era conocido sino por el Padre; pero ya revestido de carne, como el verbo se reviste con la voz, entonces por primera vez se manifestó y fue conocido. Baruc (3, 38): «Después apareció en la tierra, y conversó con los hombres».

El segundo ejemplo es éste: por el oído se conoce el verbo proferido, y sin embargo no se le ve ni se le toca; pero si se le escribe en un papel, entonces sí se le ve y se le toca. Así, el Verbo de Dios se hizo visible y tangible cuando en nuestra carne fue como inscrito; y así como al papel en que está escrita la palabra del rey se le llama palabra del rey, así también el hombre al cual se unió el Verbo de Dios en una sola hipóstasis, se llama Hijo de Dios, Isaías 8, I: «Toma un gran libro, y escribe en él con un punzón de hombre»; por lo cual los santos apóstoles dijeron (acerca de Jesús): «Que fue concebido del Espíritu Santo, y nació de la Virgen María».

46.- En esto erraron muchos. Por lo cual los Santos Padres, en otro símbolo, en el Concilio de Nicea, añadieron muchas precisiones, en virtud de las cuales son destruidos ahora todos los errores.

47.- En efecto, Orígenes dijo que Cristo nació y vino al mundo para salvar también a los demonios. Por lo cual dijo que todos los demonios serían salvos al fin del mundo. Pero esto es en contra de la Sagrada Escritura. En efecto, dice San Mateo (25, 41): «Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles». Por lo cual, para rechazar esto se agrega: «Que por nosotros los hombres (no por los demonios) y por nuestra salvación». En lo cual aparece mejor el amor que Dios nos tiene.

48.- Fotino ciertamente consintió en que Cristo nació de la Bienaventurada Virgen; pero agregó que El era un simple hombre, que viviendo bien y haciendo la voluntad de Dios mereció venir a ser hijo de Dios, como los demás santos. Pero contra esto Jesús dice en Juan (ó, 38): «Yo he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió». Es claro que del cielo no habría descendido si allí no hubiese estado; y que si fuese un simple hombre, no habría estado en el cielo. Por lo cual, para rechazar ese error se añade: «Descendió del cielo».

49.- Maniqueo, por su parte, dijo que ciertamente el Hijo de Dios existió siempre y que descendió del cielo; pero que no tuvo carne verdadera, sino aparente. Pero esto es falso. En efecto, no convenía que el doctor de la verdad tuviese alguna falsedad. Y por lo mismo, puesto que ostentó verdadera carne, verdaderamente la tuvo. Por lo cual dijo en San Lucas (24, 39): «Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo». Por lo cual, para rechazar dicho error, agregaron (los Santos Padres): «Y se encarnó».

50.- Por su parte, Ebión, que fue de origen judío, dijo que Cristo nació de la Santísima Virgen, pero por la unión de un varón y del semen viril. Pero esto es falso, porque el Ángel dijo (Mt I, 20): «Lo concebido en ella viene del Espíritu Santo». Por lo cual los Santos Padres, para rechazar dicho error, añadieron: «del Espíritu Santo».

51.- Valentino, por su parte, confesó que Cristo fue concebido del Espíritu Santo; pero pretendió que el Espíritu Santo llevó un cuerpo celeste, y que lo puso en la Santísima Virgen, y que ése fue el cuerpo de Cristo: de modo que ninguna otra cosa hizo la Santísima Virgen, sino que fue su receptáculo. Por lo cual aseguró que dicho cuerpo pasó por la Bienaventurada Virgen como por un acueducto. Pero esto es falso, pues el Ángel le dijo a Ella (Lc I, 35): «El Santo que nacerá de ti será llamado Hijo de Dios». Y el Apóstol dice (Gal 4, 4): «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer». Por lo cual añadieron: «Y nació de la Virgen María».

52.- Arrio y Apolinar dijeron que ciertamente Cristo es el Verbo de Dios y que nació de la Virgen María; pero que no tuvo alma, sino que en el lugar del alma estuvo allí la divinidad. Pero esto es contra la Escritura, porque Cristo dijo (Jn 12, 27): «Ahora mi alma está turbada», y también en Mateo 26, 38: «Triste está mi alma hasta la muerte». Por lo cual, para rechazar dicho error añadieron: «Y se hizo hombre». Pues bien, el hombre está constituido de alma y cuerpo. Así es que muy verdaderamente Jesús tuvo todo lo que el hombre puede tener, con excepción del pecado.

53.- Al  asentar  que  Cristo  se  hizo  hombre,  se  destruyen todos los errores arriba enunciados y cuantos puedan decirse, y principalmente el error de Eutiques, que enseñaba que hecha la mezcla de la naturaleza divina con la humana, resultaba una sola naturaleza de Cristo, la cual no sería ni puramente divina ni puramente humana. Lo cual es falso, porque así Cristo no sería hombre, y también contra esto se dice que «se hizo hombre».

Se destruye también el error de Nestorio, el cual enseñó que el Hijo de Dios está unido a un hombre sólo porque habita en él. Pero esto es falso, porque en tal caso no sería hombre, sino que estaría en un hombre. Y que Cristo es hombre lo dice claramente el Apóstol (Flp 2, 7): «Y por su presencia fue reconocido como hombre». Y Juan (8, 40) dice: «¿Por qué tratáis de matarme a mí, que soy hombre, que os he dicho la verdad que he oído de Dios?».

54.- De todo esto podemos concluir algunas cosas para nuestra instrucción.

En primer lugar, se confirma nuestra fe. En efecto, si alguien dijera algunas cosas de una tierra remota a la que no hubiese ido, no se le creería igual que si allí hubiese estado. Ahora bien, antes de la venida de Cristo al mundo, los Patriarcas y los Profetas y Juan Bautista dijeron algunas cosas acerca de Dios, y sin embargo no les creyeron a ellos los hombres como a Cristo, el cual estuvo con Dios, y que además es uno con El. De aquí que nuestra fe, que nos transmitió el mismo Cristo, sea más firme. Juan I, 18: «Nadie ha visto jamás a Dios: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él mismo lo ha revelado». De aquí resulta que muchos secretos de la fe se nos han manifestado después de la venida de Cristo, los cuales estaban antes ocultos.

55.- En segundo lugar, por todo ello se eleva nuestra esperanza. En efecto, es claro que el Hijo de Dios no vino, asumiendo nuestra carne, por negocio de poca monta, sino para una gran utilidad nuestra; por lo cual efectuó cierto canje, o sea, que tomó un cuerpo con una alma, y se dignó nacer de la Virgen, para hacernos el don de su divinidad; y así, El se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios. Rm 5, 2: «Por quien hemos obtenido, mediante la fe, el acceso a esta gracia, en la cual nos hallamos y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de los hijos de Dios».

56.- En tercer lugar, con todo ello se inflama la caridad. En efecto, ninguna prueba de la divina caridad es tan evidente como la de que Dios creador de todas las cosas se haya hecho criatura, que nuestro Dios se haya hecho nuestro hermano, que el Hijo de Dios se haya hecho hijo del hombre. Juan 3, 16: «Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo unigénito». Por lo tanto, por esta consideración el amor a Dios debe reencenderse e inflamarse.

57.- En cuarto lugar, somos llevados a guardar pura el alma. En efecto, de tal manera ha sido ennoblecida y exaltada nuestra naturaleza por la unión con Dios, que ha sido elevada a la unidad con una divina persona. Por lo cual el Ángel, después de la encarnación, no quiso permitir que el bienaventurado apóstol Juan lo adorase, cosa que anteriormente les había permitido a los más grandes de los Patriarcas. Por lo cual, recordando su exaltación y meditando sobre ella, debe el hombre guardarse de mancharse y de manchar su naturaleza con el pecado. Por eso dice San Pedro (IIP I, 4): «Por quien nos han sido dadas las magníficas y preciosas promesas, para que por ellas nos hagamos partícipes de la naturaleza divina, huyendo de la corrupción de la concupiscencia que hay en el mundo».

58.- En quinto lugar, con todo ello se nos inflama el deseo de alcanzar a Cristo. En efecto, si algún rey fuese hermano de alguien y estuviese lejos de él, ese cuyo hermano fuese el rey desearía llegar a él, y con él estar y permanecer. Por lo cual, como Cristo es nuestro hermano, debemos desear estar con él y unírnosle: Mt 24, 28: «Donde esté el cuerpo, allí se juntarán las águilas». Y el Apóstol deseaba morir y estar con Cristo. Y este deseo crece en nosotros si meditamos sobre su encarnación.

Artículo    4

PADECIÓ BAJO EL PODER DE PONCIO PILATO, FUE CRUCIFICADO, MUERTO Y SEPULTADO

59.- Así como le es necesario al cristiano creer en la encarnación del Hijo de Dios, así también le es necesario creer en su pasión y en su muerte, porque, como dice San Gregorio, «de nada nos aprovecharía el haber nacido si no nos aprovecha el haber sido redimidos». Pues bien, que Cristo haya muerto por nosotros es algo tan elevado, que apenas puede nuestra inteligencia captarlo; no sólo, sino que no le cuadra a nuestro espíritu. Y esto es lo que dice el Apóstol (Hechos 13, 41): «En vuestros días yo voy a realizar una obra, una obra que no creeréis si alguien os la cuenta». Y Habacuc I, 5: «En vuestros días se cumplirá una obra que nadie creerá cuando se narre». Pues tan grandes son la gracia de Dios y su amor a nosotros, que hizo por nosotros más de lo que podemos entender.

60.- Sin embargo, no debemos creer que de tal manera haya sufrido Cristo la muerte que muriera la Divinidad, sino que la humana naturaleza fue lo que murió en El. Pues no murió en cuanto Dios, sino en cuanto hombre. Y esto es patente mediante tres ejemplos.

El primero está en nosotros. En efecto, es claro que al morir el hombre, al separarse el alma del cuerpo, no muere el alma, sino el mismo cuerpo, o sea, la carne.

Así también, en la muerte de Cristo, no muere la Divinidad sino la naturaleza humana.

61.- Pero si los judíos no mataron a la Divinidad, es claro que no pecaron más que si hubiesen matado a cualquier otro hombre.

62.- A esto debemos responder que suponiendo a un rey revestido con determinada vestidura, si alguien se la manchase incurriría en la misma falta que si manchase al propio rey. De la misma manera los judíos: no pudieron matar a Dios, pero al matar la humana naturaleza asumida por Cristo, fueron castigados como si hubiesen matado a la Divinidad misma.

63.- Además, como dijimos arriba, el Hijo de Dios es el Verbo de Dios, y el Verbo de Dios encarnado es como el verbo del rey escrito en una carta. Pues bien, si alguien rompiese la carta del rey, se le consideraría igual que si hubiere desgarrado el verbo del rey. Por lo mismo, se considera el pecado de los judíos de igual manera que si hubiesen matado al Verbo de Dios.

64.- Pero ¿qué necesidad había de que el Verbo de Dios padeciese por nosotros? Muy grande. Y se puede deducir una doble necesidad. Una, como remedio de los pecados, y la otra como modelo de nuestros actos.

65.- Para remedio, ciertamente, porque contra todos los males en que incurrimos por el pecado, encontramos el remedio en la pasión de Cristo. Ahora bien, incurrimos en cinco males.

66.- En primer lugar, una mancha: el hombre, en efecto, cuando peca, mancha su alma, porque así como la virtud del alma es su belleza, así también el pecado es su mancha. Baruc 3, 10: «¿Por qué, Israel, por qué estás en país de enemigos… te has contaminado con los cadáveres?». Pero esto lo hace desaparecer la Pasión de Cristo: en efecto, con su Pasión Cristo hizo un baño con su sangre, para lavar allí a los pecadores. Apoc I, 5: «Nos lavó de nuestros pecados con su sangre». En efecto, se lava el alma con la sangre de Cristo en el bautismo, pues por la sangre de Cristo tiene el bautismo virtud regenerativa. Por lo cual cuando alguien se mancha por el pecado, le hace una injuria a Cristo y peca más que antes (del bautismo). Hebreos 10, 28-29: «Si alguno viola la ley de Moisés es condenado a muerte sin compasión, por la declaración de dos o tres testigos. ¿Cuánto más grave castigo pensáis que merecerá el que pisoteó al Hijo de Dios y tuvo por impura la sangre de la Alianza?».

67.- En segundo lugar, caemos en desgracia respecto a Dios. Porque así como el hombre carnal ama la belleza carnal, así Dios ama la espiritual, que es la belleza del alma. Así es que cuando el alma se mancha por el pecado, Dios se ofende y le tiene odio al pecador. Sabiduría 14, 9: «Dios odia al impío y su impiedad». Pero esto lo borra la Pasión de Cristo, el cual satisfizo a Dios Padre por el pecado, por el que no podía satisfacer el propio hombre, porque la caridad y la obediencia de Cristo fueron mayores que el pecado del primer hombre y su desobediencia. Rm 5, 10: «Cuando éramos enemigos (de Dios), fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo».

68.- En tercer lugar, caemos en debilidad. Porque el hombre tan pronto como peca cree poder en seguida preservarse del pecado; pero ocurre todo lo contrario; porque por el primer pecado se debilita y se hace más inclinado al pecado; y así domina más el pecado al hombre, y el hombre, en cuanto de sí depende, se pone en tal situación que sin el poder divino no se puede levantar, como quien se arrojara a un pozo. Por lo cual después de haber pecado el hombre, nuestra naturaleza se debilitó y corrompió, y entonces el hombre se encontró más inclinado a pecar. Pero Cristo disminuyó esta flaqueza y esta debilidad, aunque no la suprimió enteramente. Sin embargo, de tal manera ha sido confortado el hombre por la Pasión de Cristo, y debilitado el pecado, que ya no estamos tan dominados por él; y puede el hombre, ayudado por la gracia de Dios, que nos confiere con los sacramentos, que tienen eficacia por la Pasión de Cristo, esforzarse de tal manera que puede apartarse de los pecados. Dice el Apóstol en Rm 6, 6: «Nuestro hombre viejo fue crucificado con El, a fin de que fuera destruido el cuerpo de pecado». En efecto, antes de la Pasión de Cristo se halló que eran pocos los hombres que vivieran sin pecado mortal; pero después son muchos los que vivieron y viven sin pecado mortal.

69.- En cuarto lugar, incurrimos en el reato de una pena. Pues la justicia de Dios exige que todo el que peque sea castigado. Y la pena se mide por la culpa. De modo que como la culpa del pecado mortal es infinita, puesto que es contra el bien infinito, o sea, Dios, cuyos preceptos menosprecia el pecador, la pena debida al pecado mortal es infinita. Pero Cristo por su Pasión nos levantó esa pena, y El mismo la padeció. I Pedro 2, 24: «El mismo llevó nuestros pecados (esto es, la pena del pecado) en su cuerpo». Porque la virtud de la Pasión de Cristo fue tan grande que bastó para expiar todos los pecados de todo el mundo, aun cuando fuesen sin cuento. Por eso los bautizados son aliviados de todos sus pecados. Por eso también el sacerdote perdona los pecados. Por eso también el que mejor se conforme a la Pasión de Cristo, mayor perdón obtendrá y más gracia merece.

70.- En quinto lugar, incurrimos en el destierro del reino. Porque quienes ofenden a los reyes son obligados a dejar el reino. Y así el hombre por el pecado es echado del paraíso. Por eso, inmediatamente después de su pecado Adán es arrojado del paraíso, y es cerrada la puerta del paraíso. Pero Cristo por su Pasión abrió esa puerta, y llamó al reino a los desterrados. En efecto, abierto el costado de Cristo, fue abierta la puerta del paraíso; y derramada su sangre, se limpió la mancha, Dios fue aplacado, suprimida fue la debilidad, fue expiada la pena, los desterrados fueron llamados al reino. Y por eso se le dijo al ladrón inmediatamente (Lc 23, 43): «Hoy estarás conmigo en el paraíso». Esto no fue dicho en otro tiempo: no se le dijo a nadie, ni a Adán, ni a Abraham, ni a David; sino hoy, o sea, cuando es abierta la puerta, el ladrón pide y obtiene el perdón. Hebr 10, 19: «Teniendo… la seguridad de entrar en el santuario por la sangre de Cristo».

De esta manera, pues, queda patente la utilidad (de la Pasión de Cristo) en calidad de remedio.

Pero no es menor su utilidad en calidad de ejemplo.

71.- En efecto, como dice San Agustín, la Pasión de Cristo basta totalmente como instrucción para nuestra vida. Pues quien anhele vivir de manera perfecta, que no haga otra cosa que despreciar lo que Cristo despreció en la cruz y que desee lo que Cristo deseó.

72.- Porque ningún ejemplo de virtud falta en la cruz. Pues si buscas un ejemplo de caridad, «nadie tiene mayor caridad que el que da su vida por sus amigos», Jn 15, 13. Y esto fue lo que hizo Cristo en la cruz. Por lo tanto, si El dio su vida por nosotros, no se nos debe hacer pesado soportar por El cualquier mal. Salmo 115, 12: «¿Qué le daré al Señor por todo lo que El me ha dado?».

73.- Si buscas un ejemplo de paciencia, excelentísimo lo encuentras en la cruz. En efecto, de dos grandes maneras se manifiesta la paciencia: o bien padeciendo pacientemente grandes males, o bien padeciendo algo que podría evitarse y que no se evita.

Pues bien, Cristo soportó en la cruz grandes males. Treno I, 12: «Oh, vosotros todos, los que pasáis por el camino, mirad y ved si hay dolor semejante a mi dolor»; y pacientemente, porque, «al padecer, no amenazaba», I Pedro 2, 23; e Isaías 53, 7: «Como cordero llevado al matadero, y como oveja muda ante los trasquiladores».

Además, Cristo pudo evitarlos, y no los evitó. Mt 26, 53: «¿O piensas que no puedo yo rogar a mi Padre, que me enviaría luego más de doce legiones de ángeles?».

Grande es, pues, la paciencia de Cristo en la cruz. Hebr 12, 1-2: «Por la paciencia corramos al combate que se nos ofrece, puestos los ojos en el autor y consumador de la fe, Jesús, el cual, en vez del gozo que se le ofrecía, soportó la cruz, despreciando la ignominia».

74.- Si buscas un ejemplo de humildad, ve el crucifijo: en efecto, Dios quiso ser juzgado bajo Poncio Pilato y morir. Job 36, 17: «Tu causa ha sido juzgada como la de un impío». En verdad como la de un impío: «Condenémosle a una muerte afrentosa», Sabiduría 2, 20. El Señor quiso morir por su siervo, y el que es la vida de los Ángeles por el hombre. Flp 2, 8: «Hecho obediente hasta la muerte».

75.- Si buscas un ejemplo de obediencia, síguelo a Él. que se hizo obediente al Padre hasta la muerte. Rm 5, 19: «Como por la desobediencia de un solo hombre muchos fueron constituidos pecadores, así también, por la obediencia de uno solo muchos fueron hechos justos».

76.- Si quieres un ejemplo de desprecio de las cosas terrenas, síguelo a Él, que es el Rey de Reyes y el Señor de los señores, en quien se hallan los tesoros de la sabiduría, y que sin embargo en la cruz estuvo desnudo, objeto de burla, fue escupido, golpeado, coronado de espinas, y abrevado con hiel y vinagre, y murió. Por lo tanto, no os impresionéis por las vestiduras, ni por las riquezas, porque «se repartieron mis vestiduras», Salmo 21, 19; ni por los honores, porque a mí me cubrieron de burlas y de golpes; no por las dignidades, porque tejieron una corona de espinas y la colocaron sobre mi cabeza; no por las delicias, porque «en mi sed me abrevaron con vinagre», Salmo 68, 22.

Sobre Hebr 12, 2: «El cual, en vez del gozo que se le ofrecía, soportó la cruz, despreciando la ignominia», dice San Agustín: «El hombre Jesucristo despreció todos los bienes terrenos para enseñarnos que deben ser despreciados».

Artículo    5

DESCENDIÓ A LOS INFIERNOS, Y AL TERCER DÍA RESUCITO DE ENTRE LOS MUERTOS

77.- Como ya dijimos, la muerte de Cristo consistió, como en los demás hombres, en que su alma se separó de su cuerpo; pero de manera tan indisoluble está unida la Divinidad a Cristo hombre, que aun cuando el alma y el cuerpo se separaron entre sí, la misma Deidad estuvo siempre perfectísimamente unida al alma y al cuerpo, por lo cual en el sepulcro estuvo el Hijo de Dios con el cuerpo, y descendió a los infiernos 1 con el alma.

78.- Por cuatro razones descendió Cristo con su alma a los infiernos.

La primera fue soportar toda la pena del pecado, para expiar así toda la culpa. Porque la pena del pecado del hombre no era sólo la muerte del cuerpo, sino que también era un sufrimiento del alma. Porque como el pecado era también por parte del alma, también la misma alma era castigada por la privación de la visión divina. De modo que sin esa pena, de ninguna manera se satisfacía. Por ello, después de muertos, todos descendían, aun los santos Padres, antes de la venida de Cristo, a los infiernos. Así es que para soportar toda la pena debida a los pecadores, Cristo quiso no sólo morir, sino también bajar con el alma a los infiernos. De aquí que diga el Salmo 87, 5-6: «Contado entre los que bajan a la fosa, soy como un hombre acabado, libre entre los muertos». Pues los demás estaban allí como esclavos, pero Cristo como libre.

79.- La segunda fue el socorrer perfectamente a todos sus amigos. En efecto, El tenía amigos no sólo en el mundo sino también en los infiernos. Pues se es amigo de Cristo en la medida en que se tiene caridad, y en los infiernos había muchos que habían muerto con la caridad y la fe en El que había de venir, como Abraham, Isaac, Jacob, Moisés, David y otros justos y varones perfectos. Y como Cristo había visitado a los suyos en el mundo y los había socorrido por su propia muerte, quiso también visitar a los suyos que estaban en los infiernos y socorrerlos bajando hasta donde se hallaban ellos. Eccli 24, 45: «Penetraré a todas las profundidades de la tierra, y visitaré a todos los que duermen, e iluminaré a cuantos esperan en el Señor».

80.- La tercera razón fue el triunfar perfectamente sobre el diablo. En efecto, se triunfa de manera perfecta sobre otro, cuando no sólo se le vence en el campo de batalla, sino que se le acomete hasta en su propia casa y se le arrebata la sede de su imperio y su casa misma. Pues bien, Cristo había triunfado del diablo, pues en la cruz lo había vencido. Por lo cual dice Juan (12, 31): «Ahora es el juicio de este mundo, ahora el príncipe de este mundo (o sea el diablo) será echado fuera». Por lo cual para triunfar perfectamente, quiso arrebatarle la sede de su imperio y encadenarlo en su casa, que es el infierno. Por eso descendió hasta allí, y le arrebató todos sus bienes, y lo encadenó, y le quitó su presa, Col. 2, 15: «Y una vez despojados los Principados y las Potestades, los exhibió con gran despliegue, triunfando de ellos públicamente por sí mismo».

Y así como había recibido Cristo el poder y la posesión del cielo y de la tierra, quiso también recibir la posesión de los infiernos, para que así, según el Apóstol a los Filipenses (2, 10): «Al nombre de Jesús se doble toda rodilla, en los cielos, en la tierra y en los infiernos». Y Marcos 16, 17: «En mi nombre expulsarán a los demonios».

81.- La cuarta y última razón era librar a los santos que estaban en los infiernos. Porque así como Cristo quiso sufrir la muerte para librar de la muerte a los vivos, así también quiso descender a los infiernos para librar a los que allí estaban. Zac 9, 11: «Tú, Señor, por la sangre de tu alianza, soltaste a tus cautivos de la fosa, en la cual no hay agua». Oseas 13, 14: «Oh muerte, yo seré tu muerte; infierno, yo seré tu mordedura».

En efecto, aunque Cristo haya destruido totalmente la muerte, no destruyó del todo los infiernos, sino que los mordió; porque ciertamente no liberó a todos del infierno, sino tan sólo a los que estaban sin pecado mortal, e igualmente sin el pecado original, del cual en cuanto a su persona estaban libres por la circuncisión: o antes de la circuncisión, los que eran salvos por la fe de los padres fieles, si no tenían uso de razón; o por los sacrificios, y con la fe en el Cristo que había de venir, si eran adultos; pero que permanecían allí por el pecado original de Adán, del cual no podían librarse, en cuanto a la naturaleza, sino por Cristo. Por lo cual Cristo dejó allí a los que habían descendido con pecado mortal y a los niños incircuncisos. Por lo cual dijo: «Infierno, seré tu mordedura».

Así pues, queda claro que Cristo bajó a los infiernos y por qué razones.

82.- De todo esto podemos recibir para nuestra instrucción cuatro cosas.

En  primer  lugar,  una  firme  esperanza  en  Dios.  Porque por más que esté el hombre en aflicción, siempre debe esperar en la ayuda de Dios, y en El confiar. No puede haber, en efecto, cosa tan penosa como estar en los infiernos. Si pues Cristo libró a los que estaban en los infiernos, todo aquel que sea amigo de Dios debe tener gran confianza en ser librado por El de cualquier angustia. Sabiduría 10, 13-14: «Ella (la Sabiduría) no desamparó al justo vendido… descendió con él a la mazmorra, y no lo abandonó en las cadenas». Y porque Dios ayuda especialmente a sus siervos, aquel que sirve a Dios debe sentirse con gran seguridad. Eccli 34, 16: «El que teme al Señor de nada teme porque El mismo es su esperanza».

83.- En segundo lugar, debemos concebir el temor (de Dios) y apartar la presunción. Porque aun cuando Cristo haya padecido por los pecadores y descendido a los infiernos, sin embargo no liberó a todos, sino tan sólo a los que estaban sin pecado mortal, como ya se dijo. Y allí dejó a los que habían muerto en pecado mortal. Por lo tanto, que nadie de los que allí bajen en pecado mortal espere el perdón. Porque en el infierno estará cuanto los santos padres en el paraíso, esto es, eternamente. Mt 25, 46: «Irán éstos al suplicio eterno, y los justos a la vida eterna».

84.- En tercer lugar, debemos estar alertas. Precisamente porque Cristo descendió a los infiernos por nuestra salvación, nosotros debemos preocuparnos por descender allí frecuentemente considerando ciertamente las penas aquellas, como lo hacía el santo Ezequías, que decía (Is 38, 10}: «Yo dije: a la mitad de mis días me voy a las puertas del Infierno». Porque quien baje allí frecuentemente en vida con el pensamiento, no descenderá allá fácilmente al morir: porque tal consideración lo aparta del pecado. En efecto, vemos que los mundanos se guardan de las malas acciones por temor al castigo: en consecuencia, ¿cuánto más deben guardarse (del mal) ante la pena del infierno, la cual es mayor por razón de la duración, de la acritud y de la multiplicidad? Eclesiástico 7, 36: «Ten presentes tus novísimos, y jamás pecarás».

85.- En cuarto lugar, de esto resulta para nosotros un ejemplo de amor. En efecto, Cristo bajó a los infiernos para liberar a los suyos, y por lo tanto nosotros debemos descender allí (en espíritu) para ayudar a los nuestros. Pues ellos nada pueden, por lo cual debemos ayudar a los que están en el purgatorio. Demasiado cruel sería quien no ayudara a un ser querido que estuviese en una cárcel terrena. Así es que no habiendo ninguna comparación de las penas de este mundo con aquéllas, mucho más cruel es el que no le ayuda al amigo que está en el purgatorio. Job 19, 21: «Tened piedad de mí, tened piedad de mí, siquiera vosotros, mis amigos, que es la mano de Dios la que me ha herido». II Macab 12, 46: «Obra santa y saludable es orar por los muertos para que sean librados de sus pecados».

86.- Como dice San Agustín, se les ayuda principalmente de tres maneras, a saber, con misas, con oraciones y con limosnas. San Gregorio agrega una cuarta manera: el ayuno. Ni hay de qué admirarse, porque aun en este mundo, el amigo puede satisfacer por el amigo. Sin embargo, esto debe entenderse respecto a quienes están en el purgatorio.

87.- Al hombre le es necesario conocer dos cosas, a saber, la gloria de Dios y el castigo del infierno. Atraídos, en efecto, por la gloria, y atemorizados por los castigos, los hombres se guardan y se apartan de los pecados. Pero muy difícilmente conoce el hombre estas cosas. Por lo cual acerca de la gloria se dice en Sabiduría 9, 16: «¿Quién rastreará lo que hay en los cielos?». Lo cual es ciertamente difícil para los terrenos, porqué, como se dice en Juan 3,31: «El que es de la tierra habla de la tierra»; pero no les es difícil a los espirituales, porque «el que viene de lo alto está por encima de todos», como se dice allí mismo. Y por eso, para enseñamos las cosas celestiales, Dios bajó del cie lo y se encarnó.

Era también difícil conocer las penas del infierno. Sabiduría 2, I: «Ni se sabe de nadie que haya vuelto de los infiernos». Y esto se pone en boca de los impíos. Pero esto de ninguna manera se puede decir, porque así como bajó del cielo para enseñar las cosas celestiales, así también resucitó de los infiernos para instruirnos acerca de las cosas de los infiernos. Por lo cual es necesario que creamos no sólo que Cristo se hizo hombre y que murió, sino también que resucitó de entre los muertos. Por lo cual se dice: «Y al tercer día resucitó de entre los muertos».

88.- Sabemos que muchos resucitaron de entre los muertos, como Lázaro, y el hijo de la viuda y la hija del jefe de la sinagoga. Pero la resurrección de Cristo difiere de la resurrección de éstos y de otros en cuatro cosas.

Primero en cuanto a la causa de la resurrección, porque los otros resucitados no resucitaron por su propia virtud sino por la de Cristo o por las oraciones de algún santo, y en cambio Cristo resucitó por su propia virtud, porque no sólo era hombre, sino que también era Dios, y la Divinidad del Verbo jamás fue separada ni de su alma ni de su cuerpo, por lo cual el cuerpo recobró el alma, y el alma recobró el cuerpo cuando El lo quiso. Juan 10, 18: «Tengo poder de dar mi alma y poder para recobrarla de nuevo». Y aunque Cristo haya muerto, esto no fue por debilidad ni por necesidad, sino por su propio poder, porque fue voluntariamente. Y esto es patente porque cuando exhaló su espíritu, gritó con fuerte voz, cosa que no pueden hacer los demás moribundos, porque mueren por debilidad. Por lo cual dijo el Centurión (Mt 27, 54): «Verdaderamente este era el Hijo de Dios». Y por eso, así como por su propio poder entregó su alma, así también por su propio poder la recobró. Por lo cual se dice que «resucitó», y no que haya sido resucitado, como si lo hubiera sido por otro. Salmo 3, 6: «Me acosté, y me dormí, y me levanté». Ni esto es contrario a lo que se dice en Hechos 2, 32: «A este Jesús lo resucitó Dios», porque en efecto el Padre lo resucitó, y a la vez el Hijo: porque el mismo poder es el del Padre y el del Hijo.

89.- En segundo lugar, difiere en cuanto a la vida a la cual resucitó, porque Cristo resucitó a una vida gloriosa e incorruptible. Dice el Apóstol en Rm 6, 4: «Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre»; y los demás, ciertamente, a la misma vida que primero tenían, como consta en cuanto a Lázaro y otros.

90.- En tercer lugar, difiere en cuanto al fruto y la eficacia, porque todos resucitan por el poder de la resurrección de Cristo. Mt 27, 52: «Muchos cuerpos de santos difuntos resucitaron». Dice el Apóstol en I Cor 15, 20: «Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron».

Pero notad que por la pasión Cristo llegó a la gloria. Luc 24, 2ó: «¿No era necesario que Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?». Así nos enseña cómo podemos nosotros llegar a la gloria: Hechos 14, 21: «Es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el reino de Dios».

91.- En cuarto lugar, difiere en cuanto al tiempo: porque la resurrección de los otros hombres es diferida hasta el fin del mundo, si no es que a algunos por privilegio se les concede antes, como a la Santísima Virgen, y, como piadosamente se cree, a San Juan Evangelista; pero Cristo resucitó al tercer día. Y la razón de ello es que la resurrección y la muerte y la natividad de Cristo fueron por nuestra salvación, por lo cual El quiso resucitar cuando nuestra salvación se cumpliera. Por lo cual, si hubiese resucitado al instante, no se habría creído que hubiese muerto. De la misma manera, si hubiese tardado mucho, los discípulos no habrían permanecido en la fe, y así ninguna utilidad habría en su pasión. Salmo 29, 10: «¿Qué utilidad hay en mi sangre si desciendo a la corrupción?». Por lo cual resucitó al tercer día, para que se creyera que había muerto y para que los discípulos no perdieran la fe.

92.- Pues bien, de todo lo anterior podemos sacar cuatro consecuencias para nuestra ilustración.

En primer lugar, que hemos de aplicarnos a resucitar espiritualmente de la muerte del alma, en la que incurrimos por el pecado, a la vida de justicia, que se adquiere por la penitencia. Dice el Apóstol en Ef 5, 14: «Despierta, tú que duermes, y levántate de entre los muertos, y Cristo te iluminará». Y esta es la primera resurrección. Apoc 20, 6: «Bienaventurado el que tiene parte en la primera resurrección».

93.- En segundo lugar, que no hemos de diferir para la hora de la muerte el resucitar (del pecado), sino rápidamente, porque Cristo resucitó al tercer día. Eccli 5, 8: «No te tardes en convertirte al Señor, y no lo difieras de un día para otro», porque agobiado por la debilidad no podrás pensar en las cosas que pertenecen a la salvación, y también porque pierdes parte de todos los bienes que se hacen en la Iglesia, e incurres en muchos males por la perseverancia en el pecado. Además, el diablo, dice San Beda, cuanto por más tiempo posee, tanto más difícilmente deja.

94.- En tercer lugar, que hemos de resucitar a una vida incorruptible, de tal suerte que no volvamos a morir, o sea, con tal propósito, que no pequemos más. Rm ó, 9: «Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más; la muerte no tiene ya señorío sobre él». Y más abajo (1 1-13): «Así también vosotros, consideraos como muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús. No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, de modo que obedezcáis a sus concupiscencias. Ni ofrezcáis vuestros miembros como armas de iniquidad al pecado, sino más bien ofreceos a Dios como quienes, muertos, han vuelto a la vida».

95.- En cuarto lugar, que hemos de resucitar a una vida nueva y gloriosa, de tal suerte que desde luego evitemos todo aquello que antes haya sido ocasión y causa de muerte y de pecado. Rm 6, 4: «Así como Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en una vida nueva». Y esta vida nueva es la vida de justicia, que renueva el alma y la. conduce a la vida de la gloria. Así sea.

Artículo    6

ASCENDIÓ A LOS CIELOS, Y SE SENTÓ A LA DIESTRA DE DIOS PADRE OMNIPOTENTE

96.- Tras de creer en la resurrección de Cristo es necesario creer en su ascensión, por la cual ascendió al Cielo a los cuarenta días. Y por eso se dice: «Ascendió a los cielos».

Acerca de su ascensión debes notar tres cosas.

Primeramente fue a) sublime, b) racional y c) útil.

97.- a) Fue sublime porque ascendió a los cielos. Y esto se explica de tres maneras.

Primero, por encima de todos los cielos materiales. Dice el Apóstol en Ef 4, 10: «Subió por encima de todos los cielos». Cristo fue el primero en realizar tal cosa. Antes, en efecto, el cuerpo terreno no existía sino en la tierra, tanto que aun Adán estuvo en un paraíso terrenal.

En segundo lugar, ascendió por encima de todos los cielos espirituales. Ef I, 20-22: «Sentándole a su diestra en los cielos, por encima de todo Principado, Potestad, Virtud, Dominación y de todo cuanto tiene nombre no sólo en este mundo sino también en el venidero; y bajo sus pies sometió todas las cosas».

En tercer lugar, ascendió hasta el trono del Padre. Dan 7, 13: «Y he aquí que en las nubes del cielo venía como un Hijo de hombre, y llegó hasta el Anciano de los días»; y Marc 16, 19: «Y el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al cielo, y se sentó a la diestra de Dios».

98.- Pero no debemos entender lo de «diestra de Dios» de una manera corporal, sino metafóricamente: porque se dice que se sentó a la derecha del Padre, en cuanto Dios, esto es, por su igualdad con el Padre; y en cuanto hombre se sentó a la derecha del Padre, esto es, con los bienes más excelentes. Pero esto afectó al diablo: Is 14, 13: «Al cielo voy a subir, por encima de las estrellas de Dios alzaré mi trono, y me sentaré en el monte de la Alianza, en el extremo norte. Subiré por encima de la altura de las nubes, me asemejaré al Altísimo». Pero no llegó allí sino Cristo, por lo cual se dice: «Subió a los cielos, y está sentado a la diestra del Padre». Salmo 109, I: «Dijo el Señor a mi Señor: siéntate a mi diestra».

99.- b) En segundo lugar, la ascensión de Cristo fue conforme a razón, porque fue hasta los cielos; y esto por tres motivos:

Primeramente porque el cielo se le debía a Cristo a causa de su naturaleza. En efecto, lo natural es que cada ser vuelva al lugar de donde es originario. Pues bien, el principio del origen de Cristo está en Dios, que es por encima de todo. Juan 16, 28: «Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo el mundo y voy al Padre». Juan 3, 13: «Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre que está en el cielo». Y aunque los santos suben al cielo, sin embargo esto no es como sube Cristo; porque Cristo sube por su propio poder, y los santos, atraídos por Cristo. Cant 1, 3: «Llévame en pos de ti». Pero puede decirse que nadie sube al cielo sino Cristo, porque los santos no ascienden sino en cuanto son miembros de Cristo, que es la cabeza de la Iglesia. Mat 24, 28: «Donde esté el cadáver, allí se juntarán las águilas».

En segundo lugar, se le debía a Cristo el cielo por razón de su victoria. Porque Cristo fue enviado al mundo para luchar contra el diablo, y lo venció, y por lo mismo mereció ser exaltado por encima de todo. Apoc 3,21: «Yo vencí, y me senté con mi Padre en su trono».

En tercer lugar, a causa de su humildad. En efecto, ninguna humildad es tan grande como la de Cristo, que siendo Dios quiso hacerse hombre, y siendo Señor quiso tomar la condición de siervo, haciéndose obediente hasta la muerte, como se dice en Flp 2, y descendió hasta los infiernos, por lo cual mereció ser exaltado hasta el cielo, al trono de Dios. Porque la humildad es el camino de la exaltación. Luc 14, II: «El que se humilla será exaltado»; Ef 4, 10: «Este que bajó es el mismo que subió por encima de todos los cielos».

100.- c) En tercer lugar, la ascensión de Cristo fue útil, por tres motivos.

Primeramente por razón de conducción, porque ascendió para conducirnos. Pues nosotros ignorábamos el camino, pero El mismo nos lo mostró. Miqueas 2, 13: «Ascendió, abriendo camino adelante de ellos». Y para darnos la seguridad de la posesión del reino celestial. Juan 14, 2: «Voy a prepararos un lugar».

En segundo lugar, por razón de la seguridad que nos da. Pues subió al cielo para interceder por nosotros. Hebr 7, 25: «Ya que está siempre vivo para interceder por nosotros». I Juan 2: «Tenemos a uno que abogue ante el Padre, a Jesucristo».

En tercer lugar, para atraer nuestros corazones hacia El. Mt 6, 21: «Donde está tu tesoro, allí está también tu corazón»; y para que despreciemos las cosas temporales. El Apóstol en Colos 3, I: «Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios; gustad de las cosas de arriba, no de las de la tierra».

Artículo    7

Y DE ALLI HA DE VENIR A JUZGAR A LOS VIVOS Y A LOS MUERTOS

101.- El juzgar corresponde al oficio de rey y de Señor. Prov 20, 8: «El Rey sentado sobre el trono de la justicia disipa con la mirada todo mal». Y como Cristo ascendió al Cielo, y está sentado a la derecha de Dios como Señor de todos, es claro que a él le toca el juzgar. Por lo cual en la regla de la Fe católica confesamos que «ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos».

Esto mismo lo dijeron también los Ángeles (Hechos I, II): «Ese Jesús que ha sido llevado de entre vosotros al cielo, vendrá así como le habéis visto ir al cielo».

102.- Debemos considerar tres cosas acerca de este juicio. Primero, su forma; segundo, lo que se le debe temer; tercero, cómo hemos de prepararnos para ese juicio.

103.- Tres cosas concurren a la forma de un juicio: quién sea el juez, quiénes serán juzgados y acerca de qué.

104.- Pues bien, Cristo es el juez. Hechos 10, 42: «Es Él quien ha sido constituido por Dios juez de vivos y muertos»: ya sea que tomemos por muertos a los pecadores, y por vivos a los justos; o literalmente por vivos a los que aún vivan a la sazón, y por muertos a cuantos hayan muerto. El es el juez no sólo en cuanto Dios, sino también en cuanto hombre. Y esto por tres razones.

Primeramente porque es necesario que los que son juzgados vean al juez. Ahora bien, tan deleitable es la Divinidad, que nadie puede verla sin gozo; por lo cual ningún condenado podrá verla, porque de lo contrario gozaría. Por lo tanto es necesario que aparezca bajo la forma de hombre, para que sea visto por todos. Juan 5, 27: «Le ha dado poder para juzgar, porque es el Hijo del hombre».

En segundo lugar, porque en cuanto hombre mereció tal oficio. Pues en cuanto hombre fue injustamente juzgado El mismo, por lo cual Dios lo hizo juez de todo el mundo. Job 36, 17: «Tu causa ha sido juzgada como la de un impío: recibirás la culpa y la pena».

En tercer lugar, para que, siendo juzgados por un hombre, los hombres cesen de desesperar. Pues si sólo Dios fuese el juez, los hombres, aterrados, desesperarían. Luc 21, 27: «Verán venir al Hijo del hombre en una nube». Ciertamente serán juzgados cuantos son, fueron y serán. Dice el Apóstol en II Cor 5, 10: «Todos hemos de comparecer ante el tribunal de Cristo, para que cada quien reciba lo que es debido a su cuerpo, según el bien o el mal que haya hecho».

105.- Según dice San Gregorio, hay una cuádruple diferencia entre los que son juzgados. Desde luego, o son buenos o son malos. Pero entre los malos, algunos, que serán condenados, no serán juzgados, como los que han rechazado la Fe: sus acciones no serán examinadas, porque, según Juan 3, 18: «el que no cree ya está juzgado». Otros, ciertamente, serán condenados y juzgados, como los fieles que mueren en pecado mortal. Dice el Apóstol en Rm ó, 23: «El salario del pecado es la muerte». Estos, en efecto, no serán excluidos del juicio, a causa de la fe que tuvieron.

En cuanto a los buenos, algunos, que serán salvos, no serán juzgados: serán los pobres de espíritu por (amor a) Dios; más bien ellos juzgarán a otros. Mt 19, 28: «Vosotros que me habéis seguido en la regeneración, cuando el Hijo del hombre se siente en su trono de gloria, os sentaréis también vosotros en doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel»: lo cual no se entiende sólo de los discípulos, sino también de todos los pobres. De otra manera San Pablo, que trabajó más que los otros, no sería del número de ellos. Por lo cual debe entenderse también de cuantos siguieron a los Apóstoles y de los varones apostólicos. Por lo cual dice el Apóstol en I Cor 6, 3: «¿Acaso no sabéis que hemos de juzgar a los ángeles?». Isaías 3, 14: «El Señor vendrá al juicio con los ancianos y los jefes de su pueblo».

Otros, empero, que mueren en la justicia, serán salvos pero serán juzgados. En efecto, aunque murieron justificados, sin embargo en algo faltaron en sus ocupaciones temporales, por lo cual serán juzgados pero se salvarán.

106.- 3o. Los hombres serán juzgados por todas sus acciones, buenas y malas. Eclesiastés 11,9: «Sigue los impulsos de tu corazón… pero a sabiendas de que por todo ello te hará venir Dios a juicio». Eclesiastés 12, 14: «Todo cuanto se hace Dios lo llevará a juicio, por cualquier falta, sea bueno o sea malo». Aun por las palabras ociosas. Mt 12, 36: «De toda palabra ociosa que hablen los hombres darán cuenta en el día del juicio». De los pensamientos: Sab I, 9: «Los pensamientos del impío serán examinados».

Y así queda en claro la forma del juicio.

107.- Por cuatro razones debemos temer ese juicio.

En primer lugar por la sabiduría del Juez. Pues lo sabe todo: pensamientos, palabras y obras, porque «todo está patente y descubierto ante sus ojos», como se dice en Hebr 4, 13 y en Prov 16, 2: «Todos los caminos del hombre están patentes a los ojos del Señor». Y conoce también nuestras palabras. Sab I, 10: «Un oído celoso lo escucha todo». Y asimismo nuestros pensamientos: Jer 17, 9: «El corazón del hombre es retorcido e inescrutable: ¿quién lo conoce? Yo, el Señor, exploro el corazón, pruebo los riñones para dar a cada cual según su camino, según el fruto de sus obras». Habrá allí testigos infalibles: la propia conciencia de los hombres. Dice el Apóstol en Rm 2, 15-16: «…atestiguándolo su conciencia con sus juicios contrapuestos que les acusan y también les defienden en el día en que Dios juzgará las acciones secretas de los hombres».

108.- En segundo lugar, por el poder del Juez, porque por sí mismo es omnipotente. Is 40, 10: «He aquí que viene el Señor Dios con poder». Es también todopoderoso sobre los otros, porque el conjunto de la creación estará con El. Sab 5,21: «Peleará con Él el Universo contra los insensatos»; por lo cual decía Job (10, 7): «Nadie hay que pueda librarse de tus manos». Y el Salmista (138, 8) dice: «Si hasta los cielos subo, allí estás tú; si desciendo al infierno, allí te encuentras».

109.- En tercer lugar, a causa de la inflexible justicia del juez. En efecto, ahora es el tiempo de la misericordia; pero para entonces será solamente el tiempo de la justicia. Por lo cual este tiempo es nuestro, pero para entonces será sólo la hora de Dios. Salmo 74, 3: «En el momento que yo fije, haré perfecta justicia». Prov 6, 34: «El día de la venganza, el celo y furor del esposo no tendrá miramientos, no escuchará petición alguna, no recibirá en rescate ni grandes regalos».

110.- En cuarto lugar, a causa de la cólera del juez. En efecto, de un modo se les aparece a los justos, porque es dulce y encantador: Is 33, 17: «Contemplarán al rey en su belleza»; y de otro modo a los malos, tan airado y cruel, que dirán a las montañas: «Caed sobre nosotros, y escondednos de la ira del Cordero», como dice el Apocalipsis (6, 16). Pero esta ira no quiere decir pasión del ánimo en Dios, sino un efecto de la ira, o sea, la pena infligida a los pecadores, la cual es eterna. Orígenes: «¡Cuan estrechas serán las vías de los pecadores el día del juicio! De arriba vendrá el juez airado, etc.».

111.- Pues bien, contra ese temor debemos tener cuatro remedios.

El primero consiste en las buenas obras. Dice el Apóstol en Rm 13, 3: «¿Quieres no temer a la autoridad?» Obra el bien, y obtendrás elogios de ella».

El segundo es la confesión y la penitencia de los pecados cometidos, en las cuales debe haber tres cosas, que expían la pena eterna: dolor en el pensamiento, vergüenza en la confesión y rigor en la satisfacción.

El tercero es la limosna, que todo lo limpia. Lucas XVI, 9: «Haceos amigos con las riquezas injustas, para que cuando lleguen a faltar, os reciban en las eternas moradas».

El cuarto es la caridad, esto es, el amor a Dios y al prójimo, porque la caridad cubre la multitud de los pecados, como se dice en I Pedro 4, 8 y en Prov 10, 12,

Artículo    8

CREO EN EL ESPÍRITU SANTO

112.- Como ya se dijo, el Verbo de Dios es el Hijo de Dios, así como el verbo del hombre es una concepción de su inteligencia. Pero a veces el hombre tiene un verbo muerto: así es cuando el hombre piensa lo que debe hacer, pero no hay en él la voluntad de hacerlo; como cuando el hombre cree y no obra, se dice que su fe está muerta, como en Santiago 2, 26. Pero el Verbo de Dios está vivo. Hebr 4, 12: «Ciertamente es viva la palabra de Dios»; por lo cual necesariamente Dios tiene en sí voluntad y amor. Por lo cual dice San Agustín en el libro sobre la Trinidad: «El Verbo del que tratamos de dar una idea es un conocimiento con amor». Ahora bien, como el Verbo de Dios es el Hijo de Dios, así el amor de Dios es el Espíritu Santo. De aquí que el hombre posee al Espíritu Santo cuando ama e Dios. Dice el Apóstol en Rm 5, 5: «El Amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado».

113.- Pero hubo algunos que opinando erróneamente acerca del Espíritu Santo, dijeron que es una creatura, que es inferior al Padre y al Hijo y que era el esclavo y el servidor de Dios. Por lo cual, para rechazar esos errores, se agregaron cinco palabras en otro símbolo sobre el Espíritu Santo.

114.- Primeramente, que aun cuando hay otros espíritus, los Ángeles, que sí son servidores de Dios, según aquello del Apóstol (Hebr I, 14): «Todos ellos son espíritus servidores»; en cambio, el Espíritu Santo es Señor. Juan 4, 24: «El Espíritu es Dios»; y el Apóstol, en II Cor 3, 17: «El Señor es el Espíritu»; por lo cual donde esté el Espíritu del Señor, allí hay libertad, como se dice en II Cor 3. Y la razón de ello es que hace amar a Dios y quita el amor al mundo. Por lo cual se dice: Creo «En el Espíritu Santo, que es Señor».

115.- En segundo lugar, que la vida del alma consiste en unirse a Dios, porque Dios mismo es la vida del alma, así como el alma es la vida del cuerpo. Pues bien, el Espíritu Santo une a Dios por amor, porque El mismo es el amor de Dios, y por eso vivifica. Juan 6, 64: «El Espíritu es el que vivifica». Por lo cual se dice: «Y vivificante».

116.- En tercer lugar, que el Espíritu Santo es de la misma substancia con el Padre y el Hijo; porque como el Hijo es el Verbo del Padre, así el Espíritu Santo es el amor del Padre y del Hijo, y por lo mismo procede del uno y del otro; y así como el Verbo de Dios es de una misma sustancia con el Padre, así también el Amor con el Padre y con el Hijo. Por lo cual se dice: «Que procede del Padre y del Hijo». Luego también por esto consta que no es una criatura.

117.- En cuarto lugar, que es igual al Padre y al Hijo en cuanto al culto. Juan 4, 23: «Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad». Mt 28, 19: «Enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». Por lo cual se dice: «Que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración».

118.- En quinto lugar, lo que prueba que el Espíritu Santo es igual a Dios es que los Santos Profetas hablaron por Dios. En efecto, es claro que si el Espíritu no fuese Dios, no se diría que los Profetas hablaran por Dios. Pero San Pedro dice (Epist. II, cap. I, 21) que «santos hombres de Dios han hablado inspirados por el Espíritu Santo». Isaías 48, 16: «Me envió el Señor Dios y su Espíritu». Por lo cual aquí se dice: «Que habló por los Profetas».

119.- Con esto se destruyen dos errores: el error de los Maniqueos, que dijeron que el Antiguo Testamento no es de Dios, lo cual es falso, porque por los Profetas habló el Espíritu Santo. Y también el error de Priscila y de Montano, que dijeron que los Profetas no hablaron por el Espíritu Santo, sino como dementes.

120.- Pues bien, del Espíritu Santo provienen para nosotros variados frutos.

En primer lugar, nos purifica de los pecados. La razón es que a quien hace una cosa le corresponde rehacerla. Pues bien, el alma es creada por el Espíritu Santo, porque Dios hace todas las cosas por El. En efecto, amando su propia bondad es como Dios produce todas las cosas. Sab II, 25: «Amas todo lo que existe, y nada de lo que hiciste aborreces». Dice Dionisio en el cap. 4 de Los Nombres divinos: «El amor de Dios no le permitió permanecer sin vástago». Es forzoso, pues, que el corazón del hombre destruido por el pecado sea rehecho por el Espíritu Santo. Salmo 103, 30: «Envía tu Espíritu y los seres serán creados, y renovarás la faz de la tierra». Ni es de admirar que el Espíritu purifique, porque todos los pecados se perdonan por el amor. Luc 7, 47: «Sus muchos pecados le son perdonados porque amó mucho». Prov 10, 12: «La caridad cubre todos los delitos». Y también I Pedro 4, 8: «La caridad cubre la multitud de los pecados».

121.- En segundo lugar, ilumina el entendimiento, porque todo lo que sabemos, lo hemos aprendido del Espíritu Santo. Juan 14, 26: «Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo, y os recordará todo lo que yo os he dicho». Y también I Jn 2, 27: «La Unción os enseñará acerca de todas las cosas».

122.- En tercer lugar, el Espíritu Santo nos ayuda y de cierta manera nos obliga a guardar los mandamientos. En efecto, nadie puede guardar los mandamientos de Dios si no ama a Dios. Juan 14, 23: «Si alguno me ama guardará mi palabra». Pues bien, el Espíritu Santo nos hace amar a Dios, por lo cual nos ayuda. Ezeq 36, 26: «Os daré un corazón nuevo, y en medio de vosotros pondré un espíritu nuevo; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra; y os daré un corazón de carne; y pondré mi espíritu en medio de vosotros; y haré que marchéis según mis preceptos, y observaréis mis leyes y las practicaréis».

123.- En cuarto lugar, confirma la esperanza de la vida eterna, porque El es como la prenda de su herencia. Dice el Apóstol en Efes I, 13-14: «Fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa, que es prenda de nuestra herencia». El es, pues, como las arras de la vida eterna. Y la razón de ello es que la vida eterna le es debida al hombre en cuanto es hecho hijo de Dios, y viene a serlo haciéndose semejante a Cristo. Ahora bien, se asemeja uno a Cristo por poseer al Espíritu de Cristo, que es el Espíritu Santo. Dice el Apóstol en Rm 8, 15-16: «No recibisteis un espíritu de esclavitud para recaer en el temor, sino que recibisteis el Espíritu de hijos adoptivos, que nos hace exclamar: Abba, Padre. El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios». Y en Gal 4, 6: «Porque sois hijos de Dios, Dios ha enviado a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: Abba, Padre».

124.- En quinto lugar, nos aconseja en nuestras dudas y nos enseña cuál sea la voluntad de Dios. Apoc 2, 7: «El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias». Isaías 50, 4: «Lo escucharé como a Maestro».

Artículo   9

EN LA SANTA IGLESIA CATÓLICA

125.- Así como vemos que en un hombre hay una alma y un cuerpo, y sin embargo son diversos sus miembros, así la Iglesia Católica es un cuerpo y tiene diversos miembros. Ahora bien, el alma que vivifica este cuerpo es el Espíritu Santo. Por lo cual, tras de creer en el Espíritu Santo, se nos manda creer en la santa Iglesia Católica. Por lo cual, se añade en el Símbolo: «en la Santa Iglesia Católica».

Acerca de esto es de saber que la Iglesia es lo mismo que congregación. Por lo cual la Santa Iglesia es lo mismo que la asamblea de los fieles, y cada cristiano es como un miembro de esta Iglesia, de la que dice el Eclesiástico (51, 31): «Acercaos a mí, ignorantes, y congregaos en la casa de la instrucción».

Pues bien, esta Santa Iglesia posee cuatro cualidades: porque es una, porque es santa, porque es católica, esto es, universal, y porqué es fuerte y firme.

126.- En cuanto a lo primero, es de saberse que aunque diversos herejes han inventado diversas sectas, sin embargo no pertenecen a la Iglesia, porque están divididas en partes; pero la Iglesia es una. Cant 6, 8: «Única es mi paloma, única mi perfecta».

Ahora bien, de tres cosas proviene la unidad de la Iglesia.

127.- Primero, de la unidad de la fe. En efecto, todos los cristianos que pertenecen al cuerpo de la Iglesia, creen lo mismo. I Cor I, 10: «Tened todos un mismo lenguaje, y que no haya escisiones entre vosotros». Y Ef 4, 5: «Un solo Dios, una fe, un bautismo».

128.- En segundo lugar, de la unidad de la esperanza, porque todos han sido afirmados en la misma esperanza de llegar a la vida eterna. Por lo cual dice el Apóstol en Ef 4, 4: «Un solo cuerpo y un sólo espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados».

129.- En tercer lugar, de la unidad de la caridad, porque todos (los cristianos) se unen en el amor de Dios y entre sí en el amor mutuo. Juan 17, 22: «Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno». Tal amor, si es verdadero, se manifestará en la mutua solicitud y en la mutua compasión. Ef 4, 15-16: «Por la caridad, crezcamos en todo por aquel que es la cabeza, Cristo: de quien todo el cuerpo recibe trabazón y cohesión por medio de toda clase de junturas que llevan la nutrición según la actividad propia de cada una de las partes, realizando así el crecimiento del cuerpo para su edificación en el amor». Porque cada uno debe servir al prójimo con la gracia que le ha sido dada por Dios.

130.- Por lo cual nadie debe menospreciar ni sufrir el ser arrojado y apartado de esta Iglesia; porque no hay más que una Iglesia en la que los hombres se salven, así como fuera del arca de Noé nadie pudo salvarse.

131.- B) Acerca de lo segundo es de saberse que hay también otra congregación, pero es la de los perversos. Salmo 25, 5: «Odio la Iglesia de los perversos».

Esta es mala. Pero la Iglesia de Cristo es santa. Dice el Apóstol en I Cor 3, 17: «El templo de Dios es santo, y vosotros sois ese templo». Por lo cual se dice: (Creo) «en la Iglesia Santa».

Los fieles de esta congregación son santificados por tres realidades:

132.- Primeramente, así como una iglesia, al ser consagrada, materialmente es lavada, así también los fieles han sido lavados en la sangre de Cristo. Apoc I, 5: «Nos amó, y nos lavó de nuestros pecados en su sangre». Hebr 13, 12: «Jesús, para santificar con su sangre al pueblo, padeció fuera de la puerta».

133.- En segundo lugar, por la unción: así como una iglesia se unge con aceite, así también los fieles son ungidos con una unción espiritual para ser santificados: de otra manera no serían cristianos: Cristo, en efecto, es lo mismo que el Ungido. Pues bien, esta unción es la gracia del Espíritu Santo. 2 Cor 1,21: «El que nos ha ungido es Dios»; y I Cor 6, II: «Habéis sido santificados en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo».

134.- En tercer lugar por la inhabitación de la Trinidad. Porque cualquiera que sea, el lugar en que Dios habite es santo. Por lo cual dice el Génesis, 28, 16: «Verdaderamente este lugar es santo». Y el Salmo 92, 5: «La santidad conviene a tu casa, Señor».

135.- En cuarto lugar por la invocación de Dios. Jer 14, 9: «Tú, Señor, estás entre nosotros, y por tu Nombre se nos llama».

136.- Por lo tanto, debemos guardarnos de manchar nuestra alma, que es templo de Dios, por el pecado, después de semejante santificación. Dice el Apóstol en I Cor 3, 17: «Si alguno profana el templo de Dios, Dios lo aniquilará».

137.- C) Acerca de lo tercero es de saber que la Iglesia es católica, o sea universal: primeramente en cuanto al lugar, porque existe en todo el mundo, contra lo que dicen los Donatistas. Rm I, 8: «Vuestra fe es celebrada en el mundo entero». Marcos 16, 15: «Id por todo el mundo, predicad el Evangelio a todas las creaturas». Por lo cual antiguamente Dios era conocido solamente en Judea, y ahora lo es en todo el mundo.

Ahora bien, esta Iglesia tiene tres partes. Una existe en la tierra, otra en el cielo, y la tercera en el purgatorio.

138.- En segundo lugar, es universal en cuanto a la condición de los hombres, porque nadie es rechazado, ni señor, ni esclavo, ni hombre, ni mujer. Gal 3, 28: «Ya no hay ni hombre ni mujer».

139.- En tercer lugar, es universal en cuanto al tiempo. En efecto, algunos dijeron que la Iglesia debe durar hasta cierto tiempo. Pero esto es falso. Porque esta Iglesia empezó en el tiempo de Abel y durará hasta el final de los siglos. Mt 28, 20: «Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo». Pero después de la consumación de los siglos (la Iglesia) permanecerá en el cielo.

140.- D) Acerca de lo cuarto debemos saber que la Iglesia es firme. Se dice que una casa está firme si primeramente tiene buenos cimientos. Pues bien, el principal fundamento de la Iglesia es Cristo. Dice el Apóstol en I Cor 3, 11: «Nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto, el cual es Jesucristo». Fundamento secundario son ciertamente los Apóstoles y su doctrina. Por eso la Iglesia es firme. Por lo cual, en Apoc XXI se dice que la ciudad tenía doce fundamentos, y que estaban escritos en ella los nombres de los doce Apóstoles. Y por esto se dice que la Iglesia es apostólica. De allí también que para significar la firmeza de esta Iglesia, Pedro ha sido nombrado su cabeza.

141.- En segundo lugar es patente la solidez de la casa, si sacudida no puede ser destruida. Ahora bien, la Iglesia nunca puede ser destruida:

–Ni por los perseguidores; al contrario, en el tiempo de las persecuciones más creció, y perecieron los que la perseguían y los que ella misma combatía. Mt 2 1, 44: «Aquel que cayere sobre esta piedra se estrellará y aquel sobre el cual ella cayera, será aplastado»;

Ni por los errores, pues cuantos más errores sobrevengan, tanto mejor se manifiesta la verdad. II Tim 3, 8: «Hombres de mente corrompida; réprobos en cuanto a la fe; pero no progresarán más»;

Ni por las tentaciones de los demonios. En efecto, la Iglesia es como una torre, en la cual se refugia cual quiera que lucha contra el diablo. Prov 18, 10: «El nombre del Señor es una torre fortísima». Por lo cual el diablo se esfuerza principalmente por destruirla; pero no prevalece, porque el Señor dijo, según San Mateo16, 18: «Y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella», como diciendo: te harán la guerra, pero no te vencerán.

De aquí que solamente la Iglesia de Pedro (de la que vino a formar parte toda Italia, cuando los discípulos fueron enviados a predicar) siempre fue firme en la fe. Y mientras en otras partes o es nula la fe, o está mezclada con muchos errores, la Iglesia de Pedro, en cambio, se robustece en la fe y limpia está de los errores. Y no es de admirar, porque el Señor dijo a Pedro, según San Lucas 22, 32: «Yo he rogado por ti, Pedro, para que no desfallezca tu fe».

Artículo     10

LA COMUNIÓN DE LOS SANTOS, LA REMISIÓN DE LOS PECADOS

142.- Así como en el cuerpo natural la acción de un miembro redunda en beneficio de todo el cuerpo, así también en el cuerpo espiritual, o sea, en la Iglesia. Y como todos los fieles son un solo cuerpo, el bien de uno es comunicado al otro. Dice el Apóstol en Rm 12, 5: «Todos somos miembros los unos de los otros». De aquí que entre otros artículos de fe que los Apóstoles nos transmitieron está el de que hay en la Iglesia comunión de bienes, lo cual es lo que se llama «La comunión de los santos».

143.- Pero entre los miembros de la Iglesia, el miembro principal es Cristo, porque El es la cabeza. Ef I, 22-23: «Dios lo dio por cabeza a toda la Iglesia, que es su Cuerpo». En consecuencia, los bienes de Cristo son comunicados a todos los cristianos, como la virtud de la cabeza lo es a todos los miembros. Y tal comunicación se efectúa mediante los Sacramentos de la Iglesia, en los cuales obra la virtud de la pasión de Cristo, la cual obra para conferir la gracia para la remisión de los pecados.

144.- Pues bien, estos Sacramentos de la Iglesia son siete. El primero es el bautismo, que es cierta regeneración espiritual. En efecto, así como el hombre no puede tener la vida carnal si no nace carnalmente, de la misma manera, no puede poseer la vida espiritual, o de la gracia, si no renace espiritualmente. Pues bien, este nacimiento se opera por el bautismo. Juan 3, 5: «El que no renazca del agua y del Espíritu Santo no puede entrar en el reino de Dios».

Y  es  de  saberse  que  así  como  el  hombre  no  nace sino una sola vez, así también sólo una vez es bautizado, por lo cual los santos (Padres) agregaron: «Confieso que hay un solo bautismo».

La virtud del bautismo, en efecto, consiste en que limpia de todos los pecados, tanto en cuanto a la falta como en cuanto a la pena. Y por eso no se impone penitencia alguna a los bautizados, por grandes pecadores que hayan sido; y si muriesen inmediatamente después del bautismo, al instante volarían a la vida eterna. De aquí que aunque solamente los sacerdotes bautizan en virtud de su cargo, sin embargo, en caso de necesidad, cualquier persona puede bautizar, aunque guardando la forma del bautismo, la cual es ésta: «Yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo».

Pues bien, este Sacramento toma su virtud de la pasión de Cristo: «Todos nosotros que hemos sido bautizados en Jesucristo, en su muerte fuimos bautizados». Por lo cual, así como Cristo estuvo tres días en el sepulcro, así también se hace una triple inmersión en el agua.

145.- El segundo Sacramento, es la Confirmación. Así como en los que nacen corporalmente, las fuerzas son necesarias para obrar, así también, a los que renacen espiritualmente les es necesario el vigor del Espíritu Santo. Por lo cual a fin de que fueran fuertes, los Apóstoles recibieron el Espíritu Santo después de la Ascensión de Cristo. Lucas 24, 49: «Vosotros permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto».

Pues bien, este vigor se confiere en el Sacramento de la Confirmación. Por lo cual aquellos que tienen niños a su cargo deben ser muy solícitos en que sean confirmados, porque con la Confirmación se confiere una gran gracia. Y en caso de muerte, tiene mayor gloria el confirmado que el no confirmado, porque aquél posee más gracia.

146.- El tercer Sacramento es la Eucaristía. Así como en la vida corporal, después de nacer y de adquirir fuerzas el hombre, le es necesario el alimento, para conservarse y sustentarse, así en la vida espiritual, después de haber recibido el vigor le es necesario el alimento espiritual, el cual es el Cuerpo de Cristo. Juan 6, 54: «Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros». Por lo cual, conforme al mandato de la Iglesia cada cristiano cuando menos una vez al año debe recibir el Cuerpo de Cristo, pero dignamente y con pureza, porque, como se dice en I Cor I 1, 29: «el que come y bebe indignamente», o sea, con conciencia de pecado mortal del que no se ha confesado, o sin proponerse no abstenerse de él, «come y bebe su propia condenación».

147.- El cuarto Sacramento es la Penitencia. En efecto, en la vida corporal ocurre que si alguien enferma y no se medicina, muere, y lo mismo el que en la vida espiritual enferma por el pecado. Por lo cual es necesaria la medicina para recuperar la salud. Y esa medicina es la gracia que se confiere en el Sacramento de la Penitencia. Salmo 102, 3: «El que todas tus iniquidades perdona, el que sana todas tus dolencias».

Ahora bien, en la penitencia debe haber tres actos: contrición, que es el dolor del pecado con el propósito de abstenerse de él: la confesión íntegra de los pecados; y la satisfacción, mediante buenas obras.

148.- El Quinto Sacramento es la Extrema Unción. En efecto, en esta vida hay muchos impedimentos para que el hombre pueda conseguir perfectamente la purificación de los pecados. Y como no puede entrar a la vida eterna nadie que no esté bien purificado, se hizo necesario otro Sacramento por el que el hombre lo purificara de sus pecados, se librara de su debilidad y se preparara a entrar al reino de los cielos. Y este es el Sacramento de la Extrema Unción. Y el que no siempre cure corporalmente se debe a que quizá no convenga para la salvación del alma. Santiago 5, 14-15: «¿Se enferma alguien entre vosotros? Que llame a los presbíteros de la Iglesia, y que éstos oren sobre él, ungiéndole con óleo en nombre del Señor. Y la oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor le aliviará; y si estuviere con pecados, le serán perdonados».

149.- Queda en claro, pues, que por los cinco Sacramentos ya dichos, se tiene perfección de vida. Pero como es necesario que esos Sacramentos sean conferidos por determinados ministros, fue igualmente necesario el Sacramento del Orden, por cuyo ministerio se dispensan esos Sacramentos. Y no hay qué considerar la vida de ellos si a veces caen en el mal, sino el poder de Cristo, por el cual tienen su eficacia esos Sacramentos, de los que ellos mismos son los dispensadores. Dice el Apóstol en I Cor 4, I: «Que los hombres nos miren como los ministros de Cristo, y como los dispensadores de los misterios de Dios». Y este es el Sexto Sacramento, o sea, el del Orden.

150.- El Séptimo Sacramento es el Matrimonio, en el que si limpiamente viven, los hombres se salvan, y pueden vivir sin pecado mortal.

A veces los esposos incurren en pecados veniales cuando su concupiscencia no cae fuera de los bienes del matrimonio; porque si cae fuera de esos bienes, incurren en pecado mortal.

151.- Pues bien, por estos siete Sacramentos, conseguimos el perdón de los pecados. Por lo cual aquí se agrega: «Creo en la remisión de los pecados».

152.- También por esto les ha sido dado a los Apóstoles el perdonar los pecados. Por lo cual se debe creer que los ministros de la Iglesia a los cuales les ha sido transmitida tal potestad por los Apóstoles, y a los Apóstoles por Cristo, tienen en la Iglesia la potestad de ligar y de desligar, y que en la Iglesia es plena la potestad de perdonar los pecados, pero por grados, o sea, por el Papa para los otros prelados.

153.- Pero es de saberse también que no sólo la virtud de la pasión de Cristo se nos comunica, sino también el mérito de la vida de Cristo. Y cuantos bienes hicieron todos los santos se comunican a los que viven en la caridad, porque todos son uno: Salmo CXVIII, ó3: «Yo tengo participación con todos los que te temen». Por lo cual el que vive en la caridad es partícipe de todo el bien que se hace en el mundo entero; pero más especialmente aquellos por los que especialmente se hace algo bueno. Porque uno puede satisfacer por otro, como consta por los bienes espirituales a los que numerosas congregaciones admiten a algunos.

154.- Así pues, por esta comunión conseguimos dos cosas: la primera, que el mérito de Cristo se comunique a todos; la otra, que el bien de uno se comunique al otro. De aquí que los excomulgados, por estar fuera de la Iglesia, no participan de ninguno de los bienes que se hacen, lo cual es una pérdida mayor que la pérdida de cualquier cosa temporal. Pero hay además otro peligro: porque consta que por los dichos derechos (a participar de los bienes espirituales), se impide que el diablo nos pueda tentar. Por lo cual cuando alguien queda excluido de esos derechos el diablo más fácilmente lo vence. Por eso en la primitiva Iglesia, cuando era excomulgado, al instante el diablo lo vejaba corporalmente.

 

Artículo    11

LA RESURRECCIÓN DE LA CARNE

155.- No sólo santifica el Espíritu Santo la Iglesia en cuanto a las almas, sino que por su virtud resucitarán nuestros cuerpos. Rm 4, 24: «Creemos en Aquel que resucitó de entre los muertos, Jesucristo Señor Nuestro». Y Cor 15, 21: «Porque habiendo venido por un hombre la muerte, también por un hombre viene la resurrección de los muertos». Por lo cual creemos, conforme a nuestra fe, en la futura resurrección de los muertos.

156.- Cuatro cosas se pueden considerar acerca de esto.

La primera es la utilidad que proviene de la fe en la resurrección. La segunda son las cualidades de los resucitados, en cuanto a todos en general. La tercera, cuáles serán las cualidades de los buenos. La cuarta, en cuanto a los malos en especial.

157.- Acerca de lo primero debe saberse que de cuatro maneras nos son útiles la fe y la esperanza de la resurrección.

En primer lugar, para que desaparezca la tristeza que abrigamos por los muertos. Es ciertamente imposible que el hombre no se duela por la muerte de un ser querido; pero por esperar su resurrección, mucho se modera el dolor de su muerte. I Tes 4, 13: «Hermanos, no queremos que estéis en la ignorancia respecto de los muertos, para que no os entristezcáis como los demás, que no tienen esperanza».

158.- En segundo lugar, se suprime el temor a la muerte. Porque si el hombre no espera otra vida mejor después de la muerte, indudablemente debe ser muy temida la muerte, y el hombre debería hacer cualquier mal con tal de no tropezar con la muerte. Pero como creemos que hay otra vida mejor, a la cual llegaremos después de la muerte, es claro que nadie debe temer la muerte, ni por temor a la muerte hacer algún mal. Hebr 2, 14-15: «para aniquilar por la muerte al señor de la muerte, esto es, al diablo, y libertar a cuantos, por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud».

159.- En tercer lugar, nos hace solícitos y atentos en hacer el bien. Pues si la vida del hombre fuese tan sólo ésta en que vivimos, no habría en los hombres gran aplicación en obrar bien, porque cualquier cosa que hiciesen sería poca cosa por no ser su anhelo por un bien limitado conforme a un tiempo determinado sino por la eternidad. Pero como creemos que, por lo que aquí hacemos, recibiremos los bienes eternos en la resurrección, tratamos de obrar bien. I .Cor 15, 19: «Si solamente para esta vida tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, somos los más desgraciados de todos los hombres».

160.- En cuarto lugar, nos aparta del mal. En efecto, así como la esperanza del premio incita a obrar bien, así también el temor a la pena, que creemos se reserva para los malos, nos aparta del mal. Juan 5, 29: «Y los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida; pero los que hayan hecho el mal, para la resurrección de condenación».

161.- Acerca de lo segundo debemos saber que en cuanto a todos habrá una cuádruple condición.

La primera es en cuanto a la identidad de los cuerpos que resucitarán. Porque el mismo cuerpo que ahora

es, con su carne y sus huesos resucitará, aunque algunos dijeron que este cuerpo que ahora se corrompe no resucitará, lo cual es contra lo que dice el Apóstol. Pues dice en I Cor 15, 53: «En efecto, es necesario que este ser corruptible se revista de incorruptibilidad». Y la Sagrada Escritura dice que por el poder de Dios el mismo cuerpo resurgirá a la vida: Job 19, 26: «De nuevo seré recubierto con mi piel, y con mi carne veré a Dios».

162.- La segunda condición será en cuanto a la cualidad, porque los cuerpos de los resucitados serán de cualidad distinta de la que ahora son: porque lo mismo en cuanto a los bienaventurados que en cuanto a los malos, los cuerpos serán incorruptibles, porque los buenos estarán siempre en la gloria, y los malos siempre en sus tormentos. I Cor 15, 53: «Es necesario que este ser corruptible se revista de incorruptibilidad, y que este ser mortal se revista de inmortalidad». Y como el cuerpo será incorruptible e inmortal, no habrá uso de alimentos ni de unión sexual. Mt 22, 30: «En la resurrección no se tomará ni mujer ni marido, sino que serán como los ángeles de Dios en el cielo». Y esto es contra lo que dicen judíos y sarracenos. Job 7, 10: «No volverá más a su casa».

163.- La tercera condición es en cuanto a la integridad, porque todos, buenos y malos, resucitarán con toda la integridad que pertenece a la perfección del hombre; así es que no habrá allí ni ciego ni cojo, ni defecto alguno. Dice el Apóstol en I Cor 15, 52: «Los muertos resucitarán incorruptibles», esto es, sin que puedan padecer las actuales corrupciones.

164.- La cuarta condición es en cuanto a la edad, porque todos resucitarán en la edad perfecta, o sea, de treinta y tres o treinta y dos años. La razón de ello es que los que no llegaron a ella no tienen la edad perfecta, y los ancianos la pasaron ya, por lo cual a los jóvenes y a los niños se les agrega los que les falta, y a los ancianos se les restituye. Ef 4, 13: «Hasta que lleguemos todos al estado de hombre perfecto, a la medida de la edad de la plenitud de Cristo».

165.- Acerca de lo tercero debemos saber que en cuanto a los buenos será una gloria especial, porque los santos tendrán cuerpos glorificados en los que habrá una cuádruple condición.

La primera es la claridad: Mt 13, 43: «Los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre». La segunda es la impasibilidad: I Cor 15, 43: «Se siembra (el cuerpo) en la vileza, y resucitará en la gloria»; Apoc 21,4: «Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gemidos, ni dolor porque el primer estado habrá pasado». La tercera es la agilidad: Sab 3,7: «Los justos resplandecerán, se propagarán como chispas en rastrojo». La cuarta es la sutileza: I Cor 15, 44: «Se siembra un cuerpo animal, resucita un cuerpo espiritual»: no que sea completamente espíritu, sino que estará totalmente sujeto al espíritu.

166.- Acerca de lo cuarto debemos saber que la condición de los condenados será contraria a la condición de los bienaventurados, porque en ellos habrá un castigo eterno, en el cual se dará una cuádruple mala condición. En efecto, sus cuerpos serán oscuros: Isaías 13, 8: «Son los suyos rostros calcinados». Además, serán pasibles, aunque nunca se corromperán, porque arderán eternamente en el fuego y nunca serán consumidos: Isaías 66, 24: «Su gusano no morirá, su fuego no se apagará». Además, serán pesados, pues sus almas estarán allí como encadenadas: Salmo 149, 8: «Para trabar con grillos a sus reyes». Además, sus almas y sus cuerpos serán de cierta manera carnales: Joel I, 17: «Se pudrirán las bestias de carga en sus inmundicias».

 

Artículo    12

Y EN LA VIDA ETERNA. AMEN.

167.- Conviene que como término de todos nuestros deseos, esto es, la vida eterna, se nos proponga ese final, en el Símbolo, a los creyentes, diciendo: «Y en la vida eterna. Amén», Contra lo cual están los que asientan que el alma muere con el cuerpo. Si esto fuese verdadero, el hombre sería de la misma condición de los brutos. Les conviene a aquéllos lo del Salmo 48, 21: «El hombre, mientras está en honor, no comprende; se le compara con las bestias irracionales, y semejante es a ellas». En efecto el alma humana se asemeja a Dios por la inmortalidad; pero por parte de la sensualidad se asemeja a las bestias. Por lo tanto el que crea que el alma muere con el cuerpo, se aparta de la semejanza con Dios y se equipara a las bestias. Contra lo cual dice la Sabiduría 2, 22-23: «No esperan recompensa para la justicia, ni creen en el premio de las almas santas. Porque Dios creó al hombre inmortal, y le hizo a imagen de su misma naturaleza».

168.- Lo primero que se debe considerar en este artículo es qué clase de vida sea la vida eterna. Acerca de esto debemos saber: a) que en la vida eterna lo primero es que el hombre se une a Dios. Porque Dios es el premio y el fin de todos nuestros trabajos: Gen 15, I: «Yo soy tu protector, y tu premio será muy grande».

Pues bien, esa unión consiste en la visión perfecta: I Cor 13, 12: «Ahora vemos como en un espejo, y en enigma; pero entonces veremos a Dios cara a cara».

También consiste en la suma alabanza. Dice San Agustín en La Ciudad de Dios, cap. 22: «Veremos, amaremos y alabaremos». E Isaías 51,3: «Regocijo y alegría se encontrarán en ella, acción de gracias y voces de alabanza».

169.- Consiste también en la perfecta satisfacción del deseo. En efecto, allí poseerá cada bienaventurado más de lo deseado y esperado.

Y la razón de ello es que en esta vida nadie puede satisfacer su deseo, ni jamás nada creado sacia el anhelo del hombre. Porque sólo Dios lo sacia y lo excede de manera infinita, por lo cual el hombre no descansa sino en Dios, como dice San Agustín en sus Confesiones (libro I): «Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto mientras no descanse en ti». Y como los santos poseerán en la patria a Dios perfectamente, es claro que será saciado el deseo de ellos, y aun su gloria lo excederá. Por lo cual dice el Señor en San Mateo 25, 21: «Entra en el gozo de tu Señor». Y San Agustín: «Todo el gozo no cabrá en los gozosos, pero todos los gozosos entrarán en el gozo». Salmo 16, 15: «Me saciaré cuando aparezca vuestra gloria». Y también el Salmo 102, 5: «El que harta de bienes tu deseo».

170.- Cuanto es deleitable se halla allí superabundantemente. En efecto, si se antojan gozos, allí habrá el sumo y perfectísimo gozo, porque será del sumo bien, esto es, de Dios: Job 22, 26: «Pondrás entonces totalmente en el Omnipotente tus delicias». Salmo 15, II: «A tu derecha delicias para siempre».

Además, si se apetecen los honores, allí los habrá todos. Los hombres desean principalmente ser reyes, los seglares, y obispos, los clérigos. Y una y otra cosa serán allí: Apoc 5, 10: «Has hecho de nosotros reyes y sacerdotes para nuestro Dios». Y Sab 5, 5: «He aquí que son contados entre los hijos de Dios».

Además, si se apetece ciencia, allí la habrá perfectísima, porque todas las naturalezas de las cosas y toda verdad, y cuanto queramos conoceremos, y cuanto queramos poseer lo poseeremos allí con esa vida eterna. Sab 7, II: «Con ella me vinieron a la vez todos los bienes». Prov 10, 24: «Al justo se le dará lo que desee».

171.- c) En tercer lugar (la vida eterna) consiste en una seguridad perfecta. En efecto, en este mundo no hay seguridad perfecta, porque cuanto más posee alguien y más sobresale, más cosas teme y de más cosas carece; pero en la vida eterna no hay ni tristeza, ni trabajo, ni temor. Prov I, 33: «Gozará de la abundancia, sin temer mal alguno».

172.- d) En cuarto lugar, consiste en la gozosa sociedad de todos los bienaventurados, sociedad que será sumamente deleitable, porque cada quien tendrá todos los bienes con todos los bienaventurados. Porque amara a cada uno como a sí mismo, por lo cual gozará por el bien del otro como de su propio bien. Lo cual hace que aumente tanto la alegría y el gozo de cada uno cuanto es el gozo de todos. Salmo 86, 7: «Es un gran gozo para todos el habitar en ti».

173.- Todo lo que se ha dicho y otras muchas cosas inefables poseerán los santos en la patria. En cambio los malos, que estarán en la muerte eterna, no tendrán menos dolor y daño que los buenos gozo y gloria.

174.- En efecto, aumenta la pena de ellos, en primer lugar por la separación de Dios y de todos los buenos. Y esta pena es la de daño, que corresponde a su aversión (a Dios), y tal pena es mayor que la pena del sentido. Mt 25, 30: «A ese siervo inútil echadle a las tinieblas exteriores». En efecto, en esta vida los malos viven en tinieblas interiores, las del pecado; pero para entonces estarán también en tinieblas exteriores.

En segundo lugar, por el remordimiento de la conciencia. Salmo 49, 21: «Te reprenderé y te pondré ante tu rostro». Sab 5, 3: «gimiendo con la angustia en el alma». Y sin embargo, esos sufrimientos y gemidos serán inútiles, porque no serán por odio al mal sino por el dolor del castigo.

En tercer lugar, por la inmensidad del castigo sensible, esto es, del fuego del infierno, que torturará alma y cuerpo, el más terrible de los castigos, como dicen los santos; y estarán como si siempre murieran, y nunca muertos ni podrán morir, por lo cual se llama muerte eterna, porque como el que muere se halla en la amargura del sufrimiento, así también los que estén en el infierno. Salmo 48, 15: «Como ovejas son colocados en el infierno: la muerte los devora».

En cuarto lugar, por no tener esperanzas de salvación. En efecto, si se les diera esperanza de la liberación de sus penas, se mitigaría su castigo; pero como se les priva de toda esperanza, su castigo se vuelve gravísimo. Isaías 66, 24: «Su gusano no morirá, su fuego no se apagará».

175.- De esta manera es clara la diferencia entre bien y mal obrar, porque las buenas obras conducen a la vida, y en cambio las malas arrastran a la muerte. Por lo cual los hombres deberían hacer volver estas cosas a la memoria con frecuencia, porque así serán excitados al bien y se apartarán del mal. Por lo cual expresamente se dice al final de todo: «En la vida eterna», para que siempre se grabe mejor en nuestra memoria. Que a esa vida nos conduzca Nuestro Señor Jesucristo, Dios bendito por los siglos de los siglos. Amén.

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